sábado, 2 de enero de 2016

SE NOS PROPONE SER COMO LOS “MAGOS DE ORIENTE”


SALIR, IR, SEGUIR LA ESTRELLA
Is 60, 1-6; Sal 72(71), 1-2. 7-8. 10-11. 12-13; Ef 3, 2-3a. 5-6; Mt 2, 1-12


Señor, soy un hombre que viene desde lejos,
que recorrió caminos soleados,
rutas difíciles, golpeadas por la tempestad.
Soy, Señor, un hombre inquieto,
Insatisfecho de lo que soy y de lo que tengo,
siempre en busca de algo
Capaz de dar sentido a mi vida y a mi esperanza.

Averardo Dini

… hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo.
Mt 2, 2c


Por los antecedentes, según lo que hemos leído últimamente, Jesús sería entregado a San José, a Santa María, a los pastores. Todos ellos judíos. Entonces, ¿fue entregado el Hijo de Dios en exclusividad a este pueblo?


Hoy celebramos la Epifanía, que quiere decir “manifestación”, es decir, Dios se manifiesta, ¿a quién? ¿a los judíos? No. En esta oportunidad se manifiesta a los “Reyes Magos”, ¡que no eran judíos!, eran –como lo podemos leer en el Evangelio de San Mateo, de donde proviene la perícopa que se lee en esta Eucaristía- “de oriente”.

Quisiéramos destacar dos vías “epifánicas” que usa Dios en esta oportunidad: la estrella y los sueños. Estamos habituados a las manifestaciones de Dios por medio de sueños, sin embargo, usar estrellas como medio de “comunicación”, es extraño a la cultura judía, más bien adversa a este tipo de “signos”.

Nosotros leemos un tipo de “inculturación” en esta epifanía: Queremos decir que Dios ha escogido para manifestarse a cada cultura según su propia idiosincrasia: Los “orientales” tenían este “lenguaje” para leer “los signos de los tiempos” y Dios no tiene reparo en “adaptarse” a sus maneras.

Cuenta una leyenda rusa que fueron cuatro los Reyes Magos. Luego de haber visto la estrella en el oriente, partieron juntos llevando cada uno sus regalos de oro, incienso y mirra. El cuarto llevaba vino y aceite en gran cantidad, cargado todo en los lomos de sus burritos.


Luego de varios días de camino se internaron en el desierto. Una noche los agarró una tormenta. Todos se bajaron de sus cabalgaduras, y tapándose con sus grandes mantos de colores, trataron de soportar el temporal refugiados detrás de los camellos arrodillados sobre la arena. El cuarto Rey, que no tenía camellos, sino sólo burros buscó amparo junto a la choza de un pastor metiendo sus animalitos en el corral. Por la mañana aclaró el tiempo y todos se prepararon para recomenzar la marcha. Pero la tormenta había desparramado todas las ovejitas del pobre pastor, junto a cuya choza se había refugiado el cuarto Rey. Y se trataba de un pobre pastor que no tenía ni cabalgadura, ni fuerzas para reunir su majada dispersa.

Nuestro cuarto Rey se encontró frente a un dilema. Si ayudaba al buen hombre a recoger sus ovejas, se retrasaría de la caravana y no podría ya seguir con sus Camaradas. El no conocía el camino, y la estrella no daba tiempo que perder. Pero por otro lado su buen corazón le decía que no podía dejar así a aquel anciano pastor. ¿Con qué cara se presentaría ante el Rey Mesías si no ayudaba a uno de sus hermanos?

Finalmente se decidió por quedarse y gastó casi una semana en volver a reunir todo el rebaño disperso. Cuando finalmente lo logró se dio cuenta de que sus compañeros ya estaban lejos, y que además había tenido que consumir parte de su aceite y de su vino compartiéndolo con el viejo. Pero no se puso triste. Se despidió y poniéndose nuevamente en camino aceleró el tranco de sus burritos para acortar la distancia. Luego de mucho vagar sin rumbo, llegó finalmente a un lugar donde vivía una madre con muchos chicos pequeños y que tenía a su esposo muy enfermo. Era el tiempo de la cosecha. Había que levantar la cebada lo antes posible, porque de lo contrario los pájaros o el viento terminarían por llevarse todos los granos ya bien maduros.

Otra vez se encontró frente a una decisión. Si se quedaba a ayudar a aquellos pobres campesinos, sería tanto el tiempo perdido que ya tenía que hacerse a la idea de no encontrarse más con su caravana. Pero tampoco podía dejar en esa situación a aquella pobre madre con tantos chicos que necesitaba de aquella cosecha para tener pan el resto del año. No tenía corazón para presentarse ante el Rey Mesías si no hacía lo posible por ayudar a sus hermanos. De esta manera se le fueron varias semanas hasta que logró poner todo el grano a salvo. Y otra vez tuvo que abrir sus alforjas para compartir su vino y su aceite.

Mientras tanto la estrella ya se le había perdido. Le quedaba sólo el recuerdo de la dirección, y las huellas medio borrosas de sus compañeros. Siguiéndolas rehízo la marcha, y tuvo que detenerse muchas otras veces para auxiliar a nuevos hermanos necesitados. Así se le fueron casi dos años hasta que finalmente llegó a Belén. Pero el recibimiento que encontró fue muy diferente del que esperaba. Un enorme llanto se elevaba del pueblito. Las madres salían a la calle llorando, con sus pequeños entre los brazos. Acababan de ser asesinados por orden de otro rey. El pobre hombre no entendía nada. Cuando preguntaba por el Rey Mesías, todos lo miraban con angustia y le pedían que se callara. Finalmente alguien le dijo que aquella misma noche lo habían visto huir hacia Egipto.

Quiso emprender inmediatamente su seguimiento, pero no pudo. Aquel pueblito de Belén era una desolación. Había que consolar a todas aquellas madres. Había que enterrar a sus pequeños, curar a sus heridos, vestir a los desnudos. Y se detuvo allí por mucho tiempo gastando su aceite y su vino. Hasta tuvo que regalar alguno de sus burritos, porque la carga ya era mucho menor, y porque aquellas pobres gentes los necesitaban más que él. Cuando finalmente se puso en camino hacia Egipto, había pasado mucho tiempo y había gastado mucho de su tesoro. Pero se dijo que seguramente el Rey Mesías sería comprensivo con él, porque lo había hecho por sus hermanos.

En el camino hacia el país de las pirámides tuvo que detener muchas otras veces su marcha. Siempre se encontraba con un necesitado de su tiempo, de su vino o de su aceite. Había que dar una mano, o socorrer una necesidad. Aunque tenía temor de volver a llegar tarde, no podía con su buen corazón. Se consolaba diciéndose que con seguridad el Rey Mesías sería comprensivo con él, ya que su demora se debía al haberse detenido para auxiliar a sus hermanos.


Cuando llegó a Egipto se encontró nuevamente con que Jesús ya no estaba allí. Había regresado a Nazaret, porque en sueños José había recibido la noticia de que estaba muerto quien buscaba matar al Niño. Este nuevo desencuentro le causó mucha pena a nuestro Rey Mago, pero no lo desanimó. Se había puesto en camino para encontrarse con el Mesías, y estaba dispuesto a continuar con su búsqueda a pesar de sus fracasos. Ya le quedaban menos burros, y menos tesoros. Y éstos los fue gastando en el largo camino que tuvo que recorrer, porque siempre las necesidades de los demás lo retenían por largo tiempo en su marcha. Así pasaron otros treinta años, siguiendo siempre las huellas del que nunca había visto pero que le había hecho gastar su vida en buscarlo.

Finalmente se enteró de que había subido a Jerusalén y que allí tendría que morir. Esta vez estaba decidido a encontrarlo fuera como fuese. Por eso, ensilló el último burro que le quedaba, llevándose la última carguita de vino y aceite, con las dos monedas de plata que era cuanto aún tenía de todos sus tesoros iniciales. Partió de Jericó subiendo también él hacía Jerusalén. Para estar seguro del camino, se lo había preguntado a un sacerdote y a un levita que, más rápidos que él, se le adelantaron en su viaje. Se le hizo de noche. Y en medio de la noche, sintió unos quejidos a la vera del camino. Pensó en seguir también él de largo como lo habían hecho los otros dos. Pero su buen corazón no se lo dejó. Detuvo su burro, se bajó y descubrió que se trataba de un hombre herido y golpeado. Sin pensarlo dos veces sacó el último resto de vino para limpiar las heridas. Con el aceite que le quedaba untó las lastimaduras y las vendó con su propia ropa hecha jirones. Lo cargó en su animalito y, desviando su rumbo, lo llevó hasta una posada. Allí gastó la noche en cuidarlo. A la mañana, sacó las dos últimas monedas y se las dio al dueño del albergue diciéndole que pagara los gastos del hombre herido. Allí le dejaba también su burrito por lo que fuera necesario. Lo que se gastara de más él lo pagaría al regresar.

Y siguió a pie, solo, viejo y cansado. Cuando llegó a Jerusalén ya casi no le quedaban más fuerzas. Era el mediodía de un Viernes antes de la Gran Fiesta de Pascua. La gente estaba excitada. Todos hablaban de lo que acababa de suceder. Algunos regresaban del Gólgota y comentaban que allá estaba agonizando colgado de una cruz. Nuestro Rey Mago gastando sus últimas fuerzas se dirigió hacia allá casi arrastrándose, como si el también llevara sobre sus hombros una pesada cruz hecha de años de cansancio y de caminos.

Y llegó. Dirigió su mirada hacia el agonizante, y en tono de súplica le dijo:
– Perdóname. Llegué demasiado tarde.

Pero desde la cruz se escuchó una voz que le decía:
– Hoy estarás conmigo en el paraíso.


Jesús es la mayor revelación que Dios ha hecho a la humanidad, y Jesús vino al mundo y vagó por las aldeas y ciudades, por los campos y por las calles, de Él podemos decir –al leer los evangelios- que se hacía el encontradizo, que le salía al paso a las personas. Se encontró con la Samaritana y charló con ella en el brocal del pozo, se “encontró” con Mateo y lo llamó, se encontró con Andrés y con Pedro, también con Felipe, al día siguiente. Se hizo el encontradizo con Zaqueo, que esperaba verlo pasar subido en un árbol. Se hizo el encontradizo con los leprosos, con la mujer que sufría de hemorragias, con los paralíticos y con los ciegos, que lo llaman a gritos: Υἱὲ Δαυεὶδ Ἰησοῦ, ἐλέησόν με. “Jesús, hijo de David, ten compasión de mí” Mc 10, 47; y, así podríamos continuar, porque Él se deja encontrar, como lo hemos dicho antes, Él no se esconde, no da la espalda, Él nos ha sido entregado.


El Sacramento central, el eje de nuestra vida, es la mismísima Eucaristía, en Ella Él se nos entrega; entrega inerme, entrega total, para que lo devoremos. Cuando –algunas personas lo reciben en la mano- al tenerlo en el cuenco de nuestra mano, lo descubrimos totalmente Inerme Indefenso, Dominado, Víctima. Tratemos de recordarlo cuando ha estado así en “nuestras manos”, el Sacerdote nos lo entrega, y en la entrega se encierra ese momento de absoluta docilidad, un “haz conmigo lo que tú quieras”, un “”trátame como tu voluntad decida”. Decíamos que, el “sacerdote nos lo entrega”, así como el Padre Celestial nos lo ha dado, por eso, llamamos al Sacerdote, “Padre”, porque también él nos lo entrega, como un “acto análogo”. Nuestro Belén sacramental porque Belén es “Casa de Pan”.

Vayamos a la perícopa del Evangelio que leemos en esta fecha: Están, en primer término, Jesús, que nos ha sido dado; luego Herodes; unos μάγοι ἀπὸ ἀνατολῶν “magos de oriente”; los sumos sacerdotes y los escribas; y María.

Jesús y María están allí juntos, entregados, juntos inermes, juntos ofrecidos. María, como siempre, al cuidado de su Hijo.

Herodes por su parte, el que se siente amenazado, el que hipócritamente dice querer saber dónde está el Mesías para κἀγὼ ἐλθὼν προσκυνήσω αὐτῷ ir a “adorarlo”, este es Herodes el ἐταράχθη “sobresaltado” que se sobresaltó junto con todo Jerusalén. Si el Recién Nacido es Rey de los Judíos entonces representa para él una amenaza, una “competencia”: «En el año 7 a.C., Herodes había hecho ajusticiar a sus hijos Alejandro y Aristóbulo porque presentía que eran una amenaza para su poder. En el año 4 a. C. había eliminado por la misma razón también al hijo Antípater (cf. Stuhlmacher, p. 85)»[1]

Por su parte los Sacerdotes y los escribas al ser consultados dan perfectamente las señas de la cuna del Mesías, pero –parece increíble- «Estos tiene la respuesta exacta. Mueven los ojos sobre las Escrituras, pero estas no mueven sus pies hacia el Señor.»[2] El paralelismo en nuestras vidas es –como mínimo- alarmante. ¿Cuántos de nosotros conocemos las Escrituras, sabemos las respuestas exactas, pero no se nos mueven los pies, ni las manos, ni el corazón?... nos hallamos ante esta dualidad entre vida y conocimiento; el conocimiento ha sido esterilizado, se la ha amputado cualquier “fertilidad”, la mente maneja datos, pero los datos no generan vida, son información muerta; o, muchas veces, aún peor, generan quietismo, son freno, generan alienación, letargo, indiferencia.

Están, por otra parte, los Magos de Oriente, «No pertenecían al pueblo de Israel y por tanto no estaban entre el pueblo elegido y privilegiado del que tanto se valían los fariseos para discriminar a los que no eran de su raza. Pero eran buscadores. Ni toda la ciencia, ni todo el conocimiento que habían acumulado en sus vidas, les habían servido para darle esperanza y propósito a sus vidas; ahora estaban frente a un misterio: un rey hecho niño.

Estos sabios representan a los inquietos de hoy, a los que buscan, a los que se dejan sorprender por lo pequeño y sencillo, a los que aún tienen capacidad de asombro ante los milagros que suceden todos los días frente a nuestros ojos…»[3]

Estos sabios son un modelo, un tipo para nosotros. Nos hacen una propuesta, tienen para nosotros una oferta. Ellos buscan en las estrellas, en la naturaleza, en la creación; pero también buscan en las Escrituras: han visto surgir su estrella (en la naturaleza) pero saben que es el rey de los judíos (lo cual han sabido en las Escrituras). Por eso ellos caracterizan al “buscador”. Sin embargo, ellos no se limitan a buscar verdades “científicas”, buscan las “verdades” más trascendentes, están buscando al Mesías, al Anunciado, al Vaticinado, al Esperado. Y, a diferencia de los sacerdotes y los escribas, ellos se ponen en camino, se desinstalan, se desacomodan, se toman molestias, viajan grandes distancias en un momento histórico en el que viajar requería “fastidiarse”, “correr riesgos”. Aquí vienen a cuentas y se acomodan perfectamente unas palabras del Papa Francisco en la Evangelii Gaudium: #20. “En la Palabra de Dios aparece permanentemente este dinamismo de «salida» que Dios quiere provocar en los creyentes. Abraham aceptó el llamado a salir hacia una tierra nueva (cf. Gn 12,1-3). Moisés escuchó el llamado de Dios: «Ve, yo te envío» (Ex 3,10), e hizo salir al pueblo hacia la tierra de la promesa (cf. Ex 3,17). A Jeremías le dijo: «Adondequiera que yo te envíe irás» (Jr 1,7). Hoy, en este «id» de Jesús, están presentes los escenarios y los desafíos siempre nuevos de la misión evangelizadora de la Iglesia, y todos somos llamados a esta nueva «salida» misionera…”


Más adelante, en el numeral 23, nos dirá que: “La intimidad de la Iglesia con Jesús es una intimidad itinerante, y la comunión «esencialmente se configura como comunión misionera». Fiel al modelo del Maestro, es vital que hoy la Iglesia salga a anunciar el Evangelio a todos, en todos los lugares, en todas las ocasiones, sin demoras, sin asco y sin miedo. La alegría del Evangelio es para todo el pueblo, no puede excluir a nadie. Así se lo anuncia el ángel a los pastores de Belén: «No temáis, porque os traigo una Buena Noticia, una gran alegría para todo el pueblo» (Lc 2,10). El Apocalipsis se refiere a «una Buena Noticia, la eterna, la que Él debía anunciar a los habitantes de la tierra, a toda nación, familia, lengua y pueblo» (Ap 14,6).”

Jesús, los reyes magos, buscando entre las estrellas,
descubrieron la tuya y la siguieron.
Haznos descubrir tu presencia en medio del ruido
y de nuestros ajetreos cotidianos.
Jesús, muéstranos tu estrella,
danos fuerza y valor para seguirla.
Jesús, ayúdanos a ser pequeñas y alegres estrellas
para guiar y conducir a otros hasta ti. Amén.


[1] Benedicto XVI, LA INFANCIA DE JESÚS. Ed. Planeta, Bogotá – Colombia 2012. p.113
[2] Fausti, Silvano. UNA COMUNIDAD LEE EL EVANGELIO DE MATEO. San Pablo. Bogotá-Colombia. 2ª reimpresión 2011. p. 27

[3] Pulido, Luis Alfredo . mccj. UNA NAVIDAD CONTRACORRIENTE. En revista IGLESIA SINFRONTERAS. # 361. Dic 2012. pp. 46-48

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