sábado, 30 de enero de 2016

FIDELIDAD DEL DISCIPULADO


Jer 1,4-5.17-19; Sal 70,1-2.3-4a.5-6ab.15ab.17; 1Cor 12,31–13,13; Lc 4,21-30

¡Ayúdanos, te lo rogamos, a penetrar en el misterio de tu fidelidad!
Carlo María Martini

Vivir el amor y, así, llevar la luz de Dios al mundo.
Benedicto XVI

Frágiles como somos, el Señor nos llama a ser fieles a la vocación con la cual ha pronunciado, con su tierna voz, el llamado a seguirlo. En eso radica nuestra dignidad de vocacionados. Nos llama con amor y se muestra con signos de amor, esos signos son “datos”, en cuanto son obsequio generoso entregado para que podamos amarle. Si bien es cierto no lo podemos “ver” en su “objetividad” (puesto que Él no es objeto), se nos revela, para que podamos “pre-sentir” Quien es. Sin embargo, “… al presente, todo lo vemos como en un mal espejo y en forma confusa” –nos dice San Pablo (1Cor 13, 12b), esta manera de ver es, por ahora, parcial, pero hay un “entonces”, que permitirá que nuestro conocimiento sea plenificado, ese entonces es escatológico, alcanzará la perfección del ser por el conocimiento perfeccionado.

En el ahora, que visualizamos como un “campo de entrenamiento”, contamos con la opción de ejercitarnos en las virtudes que nos perfeccionan (justicia, fraternidad, solidaridad, paz); somos como “niños”, en mucho, hablamos, pensamos y razonamos como niños, pero, no permanecemos como niños, nuestra existencia “crece”, “madura”, “progresa” (ciertamente no de manera lineal), hacía ese “entonces”, cuando conoceremos a Dios “cara a cara” y le fe así como la esperanza se volverán innecesarias e inútiles.

«En efecto, nadie ha visto a Dios tal como es en sí mismo. Y, sin embargo, Dios no es del todo invisible para nosotros, no ha quedado fuera de nuestro alcance. Dios nos ha amado primero, dice la citada Carta de Juan (cf. 4, 10), y este amor de Dios ha aparecido entre nosotros, se ha hecho visible, pues « Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él » (1 Jn 4, 9). Dios se ha hecho visible: en Jesús podemos ver al Padre (cf. Jn 14, 9). De hecho, Dios es visible de muchas maneras.»[1] Este “dato” es lo que testimoniamos, y su testimonio es nuestro nutriente hacia el “crecimiento”, hacía la “maduración”, hacía nuestra trascendencia de la infancia espiritual hacía nuestra adultez y plenificación. Nuestra vida cobra un “sentido”, dar testimonio de Jesús, que es el Rostro conocido por nosotros del Padre. Y ese testimonio, su ejercicio constante en el “campo de entrenamiento”, lo damos en una lucha por ser constantes y por hacerlo siempre lo mejor que podamos. En este ejercicio se pone en juego la fidelidad que no es “otra cosa” diversa del amor, sino uno de sus rasgos característicos. El amor es fiel, permanece contra la “adversidad” del tiempo: “El amor nunca pasará”(1Cor 13, 8a).


Nos gusta insistir en el significado de la palabra mártir, palabra griega que significa “testigo”. Siempre ponemos en primer plano -con esta palabra- la idea del sacrificio cruento para avalar nuestras creencias, soportando las torturas, inclusive, hasta dar la vida. Pero este don, este regalo que da Dios a algunos de sus elegidos, no es el único modo del martirio. Hay un modo –casi diríamos que mejor, si no fuera porque el propio Jesús perfeccionó el martirio de sangre muriendo en la cruz-; es el que se suele denominar “martirio blanco” que consiste en la constancia, en la durabilidad del testimonio, consiste en vivir toda la vida en coherencia con lo que creemos. Por tanto, el martirio blanco es un martirio en términos de perseverancia, de heroica persistencia. Observemos que ya en la Primera Lectura se nos previene: “Te harán la guerra, pero no podrán contigo, porque yo estoy a tu lado para salvarte”.(Jr 1,19) Jeremías es figura de Jesús en el Antiguo Testamento.

Es una Palabra muy tierna de Dios cuando revela que desde antes de ser concebido ya Dios había trazado una vocación profética para Jeremías. Este encargo-llamada no puede soslayarse, ni puede ser desdeñado; ya en otra parte y en la situación del joven Samuel (véase 1 Sam 3, 10) vimos el designo de muy voluntaria obediencia representado por la respuesta “¡Habla, que tu siervo escucha”. Esta presencia -previa a nuestra concepción- en el pensamiento de Dios, encierra su paternal designio de llamarnos a la vida, con toda razón pensamos en Él en términos de Padre dado que ya deseó nuestra existencia cuando todavía no “existíamos”, valga decir, que estuvimos primero en el pensamiento de Dios-Padre antes de estar en el vientre materno. Y no sencillamente como un deseo vago de “tener un hijo” sino como el hijo muy deseado que “ya es conocido” porque vamos a ser lo que Él ha querido y no otro. Quisiéramos insistir en la belleza del designio puesto que “si ya nos conocía” no podemos defraudarlo porque ya sabía quiénes somos, junto con nuestras limitaciones y nuestras fragilidades; conocernos -desde antes- significa poder perdonarnos lo que seremos y –verdadero amor paternal- amarnos “a pesar de”.

Todavía un rasgo más del amor paterno: nos desea porque sus “amorosos proyectos” nos toman en cuanta, nos incluyen. Nos ama y entramos en sus planes, en los que vamos a jugar un “importante” rol. Desmiente la actitud de la paternidad irresponsable que “echa hijos al mundo” y, se desentiende de ellos. Este es Otro tipo de Padre, es un Padre Providente. En la forma de expresarlo el profeta Jeremías, revisemos como es próvido Dios en su Paternidad: Hace a su elegido
a)    “Ciudad fortificada”
b)    “Columna de hierro”
c)    “Muralla de bronce”
No importa quien venga a rivalizar o a amenazar, sean los reyes de Judá, o sus jefes, o sus sacerdotes, o los simples campesinos, o toda la tierra, o sea, todo el mundo. Y, es así como le infunde semejante fortaleza, “¡no podrán con él!”.

Jeremías como Jesús en Galilea fue poco escuchado, Jesús también los prevenía, les aconsejaba, les advertía seguir la Ley de Dios, a su pueblo; pero ¡que duro es poder profetizar en el seno de nuestra propia gente! Parece ser que nadie tiene el corazón más sordo que aquellos que más cerca están de nosotros. Esto lleva a Jesús a declarar: “nadie es profeta en su tierra” Lc 4, 24.

Cómo se airaron aquellos Galileos que estaban en la sinagoga porque si eran judíos -como lo eran- se creían dueños del monopolio de la salvación, y Jesús les muestra que la fe en Dios trasciende las fronteras, que Dios no es el Dios de una raza, ni de cierta nacionalidad sino que Dios-Padre-Providente no hace acepción de raza, cultura, país sino que su corazón salva a todo el que se reconoce como su hijo, al que lo acepta y lo obedece, al que construye paz y ama obrar con justicia, y -muy especialmente- a quienes reconocen en los más débiles el rostro del Padre Celestial.


Volvamos a Jeremías como proto-imagen de Jesús: «…a pesar de toda la debilidad de Jeremías, resalta su fidelidad inamovible a la palabra de Dios. Tiene miedo de la prisión, de la muerte, pero sabe anunciar y dar a conocer la palabra del Señor, sin dudar siquiera un instante y, ante el rey, dice explicita y claramente: caerás en manos del enemigo, serás apresado, debes rendirte… La gracia que debemos pedir. No la de tener siempre una valentía heroica sino la gracia de decir, de hacer, de expresar cada vez lo que corresponde a nuestra misión, ser fieles a nuestro mandato, cumplir las tareas cotidianas con fidelidad… No busquéis el ser héroes, estad contentos con vivir la fidelidad a la Palabra con paciencia, día a día, no dejándoos asustar por vuestros propios miedos y cobardías… Tampoco nosotros somos héroes, y conviene conocerse y aceptarse como somos porque el Señor ve nuestra debilidad, nuestro miedo al sufrimiento, a la persecución, al martirio.»[2]

«La fe, que hace tomar conciencia del amor de Dios revelado en el corazón traspasado de Jesús en la cruz, suscita a su vez el amor. El amor es una luz —en el fondo la única— que ilumina constantemente a un mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y actuar. El amor es posible, y nosotros podemos ponerlo en práctica porque hemos sido creados a imagen de Dios.»[3]





[1] Benedicto XVI, DEUS CARITAS EST. #17
[2] Martini, Carlo María VIVIR CON LA BIBLIA ed. Planeta Santafé de Bogotá D.C. 1999 pp. 293-295
[3] Benedicto XVI. Op. Cit. #39

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