sábado, 29 de abril de 2023

DOLOR, GRATITUD, ÁNIMO Y ALABANZA


Hch 2,14a.36-41; Sal 22, 1-6; 1 Pe 2,20b-25; Jn 10,1-10

60 Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones

 

El pivote de toda nuestra existencia

La palabra κήρυγμα kerigma está directamente relacionada con el “primer anuncio”. Se origina en la palabra griega keryx (plural kerykes) y alude al oficial cuya función consistía en proclamar un anuncio, llevar un mensaje (kerigma), hacer una proclamación, ser portador de una proclama. Los romanos los llamaban caduccatores porque portaban un caduceo -puesto que estaban consagrados a Mercurio, mensajero de los dioses- y jefe de oradores y pastores. Entre sus funciones estaba la de imponer silencio para que el rey pudiera hablar o –en los juegos olímpicos- tocar la trompeta para después poder hacer una proclamación. El heraldo recibe la autoridad de parte de Dios para manifestar su palabra mediante el mensaje que debe predicar y así llevar a los elegidos de Dios a la fe y al conocimiento de la verdad (Tit 1,1) “… con la proclamación que me han encomendado, por disposición de nuestro Salvador, Dios” (Tit 1, 3b). Pero hablamos de “primer anuncio” porque no nos estamos refiriendo a la catequesis posterior que profundiza y estructura la fe sino al llamamiento inicial que la suscita.

 

Pongámoslo en las palabras de Papa Francisco: «… lo importante de la predica es el anuncio de Jesucristo, que en teología se llama el kerigma. Y que se sintetiza en que Jesucristo es Dios, se hizo hombre para salvarnos, vivió en el mundo como cualquiera de nosotros, padeció, murió, fue sepultado y resucitó. Eso es el kerigma, el anuncio de Cristo que provoca estupor, lleva a la contemplación y a creer. Algunos creen “de primera”, como Magdalena. Otros creen luego de dudar un poco. Y otros necesitan meter el dedo en la llaga, como Tomás. Cada uno tiene su manera de llegar a creer. La fe es el encuentro con Jesucristo… Después del encuentro con Jesucristo viene la reflexión, que sería el trabajo de la catequesis. La reflexión sobre Dios, Cristo y la Iglesia, de donde se deducen luego los principios, las conductas morales religiosas, que no están en contradicción con las humanas, sino que le otorgan una mayor plenitud. Generalmente, observo en ciertas elites ilustradas cristianas una degradación de lo religioso por ausencia de una vivencia de la fe… no se le presta atención al kerigma y se pasa a la catequesis, preferentemente al área moral… relegamos el tesoro de Jesucristo vivo, el tesoro del Espíritu Santo en nuestros corazones, el tesoro de un proyecto de vida cristiana que tiene muchas otras implicaciones…»[1]

 


Kerigma es el caso de la predicación de Pedro en el marco del evento de Pentecostés que tenemos en la Primera Lectura de este IV Domingo de Pascua. Él hace su proclamación de Jesús denunciando cómo se le victimó crucificándolo, pero Dios lo ha acreditado: ἀποδεδειγμένον, que proviene del verbo ἀποδείκνυμι (acreditar, manifestar, confirmar, certificar, constituir), o sea, que Dios le da a Jesús unas “cartas credenciales”, a saber, a) δυνάμεσι poder, habilidad, milagro; b) τέρασι maravillas, prodigios; y, c) σημείοις signos.

 

Esta argumentación es muy importante porque los prodigios que Jesús obraba no formaban parte de una campaña para captar adeptos, no era una campaña para lanzar una candidatura, no se trataba del lanzamiento de un “producto” al mercado; se trata, en realidad, de una revelación, es una manifestación de una realidad trascendente, requiere una aclaración, es algo que hace necesario un “traductor” que permita acceder a este lenguaje Divino. Es ahí donde entra en funciones el keryx, que proclama el anuncio, el mensaje (kerigma), que lleva a tomar conciencia, que guía, que “pastorea” en el sentido de conducir la percepción de esta verdad que –aunque salta a la vista- no es auto-evidente. Lo que hace Pedro es abrirles los ojos a su auditorio para que comprendan que Jesús es su Salvador y que esto Dios mismo lo ha respaldado revistiéndolo de “poderes” superiores, asombrosos, sólo posibles al mismísimo Dios: καὶ Κύριον αὐτὸν καὶ Χριστὸν ἐποίησεν Θεός Dios lo ha nombrado Señor y Mesías. Este aval de Dios Padre tiene su cúspide en la Resurrección, que es la “prueba maestra”, el sumo respaldo.

 

Sin embargo, y esto también se debe acotar, el colirio que abre los ojos es la Gracia del Espíritu Santo. No de otra manera se entiende cómo esas sencillas palabras conmovieron tan hondamente a los escuchas que inmediatamente se muestran tan dispuestos que dan así, súbitamente, el siguiente paso que sigue a la aceptación, ponerse a disposición de hacer lo que se deba. Por eso preguntan: ¿Qué tenemos que hacer?


 

Así se pasa de los doce a la Comunidad eclesial, “…unas tres mil personas”. Se da el paso hacía uno de los más antiguos signos sacramentales de la Alianza: el Bautismo. Así esta Amistad y el pacto bilateral que Dios nos ofrece, encuentra un signo de su establecimiento y promesa de cumplimiento en el sacramento del bautismo. Para el hombre es compromiso de cambio, de conversión. Para Dios, es ofrecimiento de fidelidad, de permanencia, de Algo inquebrantable. Jesucristo es la Primera Palabra, será la Última y es, también, la Palabra Central. Es el eje del kerigma, será el núcleo de la catequesis y estará en el centro de toda nuestra vida, dándole sentido a toda ella.

 

Nuestro Pastor vela

Ποιμένα καὶ Ἐπίσκοπον

 

 

¿Dónde pastoreas, Pastor Bueno, Tú que cargas sobre tus hombros a toda la grey? Muéstrame el lugar de tu reposo, guíame hasta el pasto nutritivo, llámame por mi nombre, para que yo escuche tu voz y tu voz me dé la vida eterna»

San Gregorio de Niza

 

Uno de los primeros elementos que nos entrega el kerigma es el encuentro con un Dios que cuida, protege, defiende, vela, ampara. Esas son las funciones de un pastor (y de un Ἐπίσκοπον [episkopon] “obispo”, “supervisor”; la función es cuidar y proteger, ¡qué coincidencia!); así que nos encontramos con Dios-Buen-Pastor y Guarda. Reflexionando en otro momento sobre el Buen Pastor descubríamos en Él, en su Presencia protectora, el antídoto contra toda zozobra: ¡No temáis!  Ese es el Dios que nos acompaña a nosotros en nuestro caminar, (el que con tanto esfuerzo el enemigo se empeña en robarnos, porque ya sabemos que a ese le gusta nuestra intranquilidad, nuestra preocupación, nuestro nerviosismo; ese hace buenas migas con nuestro corazón desgarrado por los afanes y las angustias, medra en nuestra zozobra; nos volvemos sus presas fáciles, es feliz cuando nos debilita con la intranquilidad de lo que sobrevendrá); cuando todo eso debe ponerse en las manos de Dios. Si no somos dueños ni de la caída o permanencia de nuestros cabellos pegados al cuero cabelludo, ¿qué podremos prevenir con afanarnos? ¡Insensatos!

 


En cambio, si logramos aquietarnos en la paz que nos regala el Señor, ¡qué solaz!, ¡qué infinita dulzura de paz y serenidad! Comparable a la grey cuando sabe que su Pastor la cuida-y-guarda (1Pe 2, 25), que está a cargo, que vigila al lobo y sus acechanzas, que no lo dejará atacarnos, que se llevará una golpiza de su Cayado. Y no, no es inconciencia, no es irresponsabilidad; por el contrario, es comprensión clara de nuestros alcances, de nuestra fragilidad, de nuestros límites. Es, también, conciencia humilde y justiprecio de Quien-es-el-Todopoderoso. Él nos da la paz que el mundo no puede darnos y que, por el contrario, se empeña en conculcarnos.

 

En cambio, nuestro Pastor nos conduce hacia prados tranquilos, su Vara y su Cayado nos dan seguridad. Y no nos sirve una copa mezquina, por el contrario, nos sirve la copa rebosante que es la copa de la plenitud de vida, como lo afirma en la última frase de la perícopa del Evangelio de este día. Recordemos aquí, en las Bodas de Caná, “seis tinajas de piedra… con una capacidad entre setenta y cien litros…” ¿no es esto reflejo de su generosa prodigalidad?

 

«Como un pastor guía a su grey, Así Dios guía a su pueblo, le da confianza en el camino, por cuanto conoce sus exigencias y sus necesidades. Él sostiene nuestros pasos en el andar del tiempo, hasta que nos reúna en su reino, y entonces será una sola grey y un solo pastor (cf. Jn 10, 16), en la casa de Dios.»[2]

 

Bajo la más completa libertad.

¡Ah, que terrible es la tentación de tratar de encerrar al pastor en nuestro redil, detrás de nuestra puerta…! 

Helder Câmara

 

Se puede intentar construir el reino a la fuerza, por imposición, a sangre y fuego, obligando por decreto a que se le acepte; pero ese no es el Reino que Jesús nos propone. Jesús en el Evangelio se auto-designa como “Puerta”: Ἀμὴν ἀμὴν λέγω ὑμῖν ὅτι ἐγώ εἰμι θύρα τῶν προβάτων. Jn 10, 7b; y más adelante dice que ἐάν τις εἰσέλθῃ, σωθήσεται, καὶ εἰσελεύσεται καὶ ἐξελεύσεται “…quien entra por mí se salvará; podrá entrar y salir …” (Jn 10, 9 b) y queremos enfatizar esta posibilidad de “salir” porque nos recuerda la libertad bajo la cual se construye el Reino que Él nos propone. Sí, podemos entrar, pero también si queremos, podemos salir; como el “hijo prodigo”, podemos si queremos ir a pasar fatigas, hambre e incomodidades, y podemos malgastar la herencia, y entregarnos a la vida licenciosa, porque en la casa del Padre se vive por gusto, no porque estemos amarrados a la pata de la cama.

 

Muchos han visto la lentitud con la que los corazones maduran hacía la aceptación de la propuesta de Jesucristo, muchos querrían el Reino para mañana (y nos dicen que “para mañana es tarde”) y entonces, buscan como solución a su premura, las vías impositivas dejando de lado la libertad del hombre. Nos argumentan con tenacidad que cada minuto de tardanza es ventaja para el enemigo que no se detiene, que aprovecha esa demora para fortalecerse y nos reprochan precisamente eso que “a cada instante el enemigo se hace más fuerte”, y que el enemigo jamás estará dispuesto a renunciar a sus prebendas sino es por las vías de fuerza.

 

No sabemos si lo primero que se debe responder es que “para Dios no hay imposibles”, ¡recordémoslo bien, recordémoslo siempre! Después repetiremos, que el Reino no se puede construir a la brava y que no se puede imponer por vías de hecho, tiene necesidad de tomar en cuenta el albedrio del ser humano, tiene que conquistar el corazón y ser aceptado, de otra manera siempre será como un gusano que corroe, insatisfecho por las cadenas, estará codiciando el pasado, reclamando las cebollas que comía en la esclavitud, cuando en Egipto arrastraba las pesadas cadenas. Meditemos en aquello de la “jaula de oro”, pese a que sea de oro, nada cambia respecto a ser una prisión que nos detiene el vuelo.

 


Dios nos creó con esa cualidad, (cualidad que para los impacientes es un despreciable defecto) ¡ser libres! y la construcción del Reino (del Reino verdadero) tiene que tomar en cuenta esa variable de nuestra personalidad, no nos podemos extirpar la libertad para poder vivir en “la jaula de oro”, que por otra parte no tiene nada que ver con el Reinado de Dios. Sí Dios es el Dios del amor, ¿cómo podríamos gozar de un Reino donde el amor es por la fuerza? Sería como un Pastor que trata a su rebaño a palazos como modalidad de su “cuidado”, pero ¡qué cuidado es ese! ¿Bajo qué óptica puede verse la golpiza como Paraíso? Sólo cuando tus ojos descubran que es el Paraíso, tendrás deseos de entrar, y habitar en él, por años sin término.

 

En la estructura de esta perícopa del Evangelio según San Juan, Jesús nos habla del Buen Pastor, pero también denuncia a todos los que, amparados en su autoridad religiosa o política han obrado como “malos pastores” y se han cuidado de engordar ellos, descuidando al rebaño; los denuncia como ladrones que han entrado sólo a saquear para su propio beneficio. Por otra parte, cuando dice “…si alguno entra…” [«Él nos hizo y somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño» (Sal 100,3)] está indirectamente mencionando al otro grupo de ovejas, a las ovejas díscolas, las que hacen oídos sordos y simulan que la cosa no es con ellas, las que se niegan a entrar, pero en ningún momento se insinúa que debamos hacerlas entrar a fuerza de garrote.

 

Responder a su Llamada

"también vosotros, cual piedras vivas, entrad en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo."

I Pe 2, 5

 

La vocación es un fruto que madura en el campo bien cultivado del amor recíproco que se hace servicio mutuo, en el contexto de una auténtica vida eclesial. Ninguna vocación nace por sí misma o vive por sí misma. La vocación surge del corazón de Dios y brota en la tierra buena del pueblo fiel, en la experiencia del amor fraterno.

Papa Francisco

 

Queremos aquí, presentar una brevísima sinopsis -aun cuando sea apretadísima- del Mensaje del Santo Padre Francisco para la 60 Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones que tiene lugar hoy, instituida por san Pablo VI en 1964, durante el Concilio Ecuménico Vaticano II. Este año les propongo -dice Papa Francisco- reflexionar y rezar guiados por el tema “Vocación: gracia y misión”.


 

Es una ocasión preciosa para redescubrir con asombro que la llamada del Señor es gracia, es un don gratuito y, al mismo tiempo, es un compromiso a ponerse en camino, a salir, para llevar el Evangelio. Estamos llamados a una fe que se haga testimonio, que refuerce y estreche en ella el vínculo entre la vida de la gracia —a través de los sacramentos y la comunión eclesial— y el apostolado en el mundo. Animado por el Espíritu, el cristiano se deja interpelar por las periferias existenciales y es sensible a los dramas humanos, teniendo siempre bien presente que la misión es obra de Dios y no la llevamos a cabo solos, sino en la comunión eclesial, junto con todos los hermanos y hermanas, guiados por los pastores. Porque este es, desde siempre y para siempre, el sueño de Dios: que vivamos con Él en comunión de amor.

 

Dios nos “concibe” a su imagen y semejanza, y nos quiere hijos suyos: hemos sido creados por el Amor, por amor y con amor, y estamos hechos para amar. Y su iniciativa y su don gratuito esperan nuestra respuesta. La vocación es «el entramado entre elección divina y libertad humana»[3]

 

Nos descubrimos hijos e hijas amados por el mismo Padre y nos reconocemos hermanos y hermanas entre nosotros. Santa Teresa del Niño Jesús, cuando finalmente “vio” con claridad esta realidad, exclamó: «¡Al fin he encontrado mi vocación! ¡Mi vocación es el amor…! Sí, he encontrado mi puesto en la Iglesia [...]. En el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré el amor»[4]


 

Hace cinco años, en la Exhortación apostólica Gaudete et exsultate, me dirigía a cada bautizado y bautizada con estas palabras: «Tú también necesitas concebir la totalidad de tu vida como una misión» (n. 23). Sí, porque cada uno de nosotros, sin excluir a nadie, puede decir: «Yo soy una misión en esta tierra, y para eso estoy en este mundo» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 273).

 

Pastor bueno, vela con solicitud sobre nosotros y haz que el rebaño adquirido por la Sangre de Tu Hijo pueda gozar eternamente de las verdes praderas de tu Reino. Por Jesucristo nuestro Señor.

De la Oración Post-comunión

 

Queridos hermanos y hermanas, la vocación es don y tarea, fuente de vida nueva y de alegría verdadera. Que las iniciativas de oración y animación vinculadas a esta Jornada puedan reforzar la sensibilidad vocacional en nuestras familias, en las comunidades parroquiales y en las de vida consagrada, en las asociaciones y en los movimientos eclesiales. Que el Espíritu del Señor resucitado nos quite la apatía y nos conceda simpatía y empatía, para vivir cada día regenerados como hijos del Dios Amor (cf. 1 Jn 4,16) y ser también nosotros fecundos en el amor; capaces de llevar vida a todas partes, especialmente donde hay exclusión y explotación, indigencia y muerte. Para que se dilaten los espacios del amor [5] y Dios reine cada vez más en este mundo.

 

 



[1] Rubin, Sergio. Ambrogetti, Francesca. EL JESUITA. LA HISTORIA DE FRANCISCO EL PAPA ARGENTINO. Ed. Vergara Grupo Zeta. Bs As. Argentina 2010 pp. 88-89

[2] De Capitani, Giorgio; Ambrosi, Olga. SALMOS DE LA TERNURA. Ed. San Pablo. Caracas- Venezuela 1993. p. 15

[4] Manuscrito B, CARTA A MARÍA DEL SAGRADO CORAZÓN (8 de septiembre de 1896): Obras Completas, Burgos 2006, 261.

[5] «DILATENTUR SPATIA CARITATIS»: San Agustín, Sermo 69: PL 5, 440.441.

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