sábado, 17 de septiembre de 2022

SOMOS NADA MÁS QUE ADMINISTRADORES

 


Am 8, 4-7; Sal 112, 1-2. 4-6. 7-8; 1 Tim 2, 1-8; Lc 16, 1-13

 

No viváis aislados, cerrados en vosotros mismos, como si estuvieseis ya justificados, sino reuníos para buscar juntos lo que constituye el interés común.

Bernabé, Epistula 4,10.

 

Como notamos de inmediato, el epígrafe contiene una exhortación a la sinodalidad. Estamos siendo convidados a trabajar por el bien común recorriendo una trayectoria concertada, andándola fraternalmente para edificar una ecología humana integral; trabajar por el bien de la persona humana, el bienestar social y el desarrollo de los grupos, la paz, entendida como una estabilidad y seguridad de un orden justo, la verdad, la justicia y el amor.

 

En el Libro del Génesis, en 1, 26 aparece una palabra que define al ser humano: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza; que ellos dominen los peces del mar, las aves del cielo, los animales domésticos y todos los reptiles”, esta palabra וְיִרְדּוּ֩ significa tener dominio, enseñorearse. Luego, en el verso 1,28 se encuentra lo siguiente: “Y los bendijo Dios y les dijo ‘Sean fecundos, multiplíquense, llenen la tierra y sométanla…’” en este caso se trata de la expresión וְכִבְשֻׁ֑הָ que se ha traducido “sométanla”. Si vamos al verso (2,15) encontraremos allí “El Señor Dios tomo al hombre y lo colocó en el Jardín del Edén, para que lo guardara y lo cultivara”, se trata ahora de la expresión לְעָבְדָ֖הּ וּלְשָׁמְרָֽהּ׃ donde, la primera se puede traducir por labrarla o, sencillamente, trabajarla, y, la segunda por ayudarla, protegerla, vigilarla. No es caprichoso este examen de las palabras que aparecen en el principio del Génesis, porque ellas han servido de base para edificar toda una antropología que define la relación del ser humano y el resto de su contexto, el marco espacial que Dios le asignó, lo que ahora llamamos “Nuestra Casa Común, que engloba un conjunto de relaciones del ser humano, sus semejantes, el ambiente planetario y la Divinidad, Dueña y Autora verdadera de toda la realidad.

 


Antes de adentrarnos en la Lecturas de este Domingo XXV Ordinario (C), queremos proponer -a modo de pórtico- releer los numerales 65-69, de la Laudato si’ (Alabado seas) de Papa Francisco:

Sin repetir aquí la entera teología de la creación, nos preguntamos qué nos dicen los grandes relatos bíblicos acerca de la relación del ser humano con el mundo. En la primera narración de la obra creadora en el libro del Génesis, el plan de Dios incluye la creación de la humanidad. Luego de la creación del ser humano, se dice que «Dios vio todo lo que había hecho y era muy bueno» (Gn 1,31). La Biblia enseña que cada ser humano es creado por amor, hecho a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1,26). Esta afirmación nos muestra la inmensa dignidad de cada persona humana, que «no es solamente algo, sino alguien. Es capaz de conocerse, de poseerse y de darse libremente y entrar en comunión con otras personas». San Juan Pablo II recordó que el amor especialísimo que el Creador tiene por cada ser humano le confiere una dignidad infinita. Quienes se empeñan en la defensa de la dignidad de las personas pueden encontrar en la fe cristiana los argumentos más profundos para ese compromiso. ¡Qué maravillosa certeza es que la vida de cada persona no se pierde en un desesperante caos, en un mundo regido por la pura casualidad o por ciclos que se repiten sin sentido! El Creador puede decir a cada uno de nosotros: «Antes que te formaras en el seno de tu madre, yo te conocía» (Jr 1,5). Fuimos concebidos en el corazón de Dios, y por eso «cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario».

Los relatos de la creación en el libro del Génesis contienen, en su lenguaje simbólico y narrativo, profundas enseñanzas sobre la existencia humana y su realidad histórica. Estas narraciones sugieren que la existencia humana se basa en tres relaciones fundamentales estrechamente conectadas: la relación con Dios, con el prójimo y con la tierra. Según la Biblia, las tres relaciones vitales se han roto, no sólo externamente, sino también dentro de nosotros. Esta ruptura es el pecado. La armonía entre el Creador, la humanidad y todo lo creado fue destruida por haber pretendido ocupar el lugar de Dios, negándonos a reconocernos como criaturas limitadas. Este hecho desnaturalizó también el mandato de «dominar» la tierra (cf. Gn 1,28) y de «labrarla y cuidarla» (cf. Gn 2,15). Como resultado, la relación originariamente armoniosa entre el ser humano y la naturaleza se transformó en un conflicto (cf. Gn 3,17-19). Por eso es significativo que la armonía que vivía san Francisco de Asís con todas las criaturas haya sido interpretada como una sanación de aquella ruptura. Decía san Buenaventura que, por la reconciliación universal con todas las criaturas, de algún modo Francisco retornaba al estado de inocencia primitiva. Lejos de ese modelo, hoy el pecado se manifiesta con toda su fuerza de destrucción en las guerras, las diversas formas de violencia y maltrato, el abandono de los más frágiles, los ataques a la naturaleza.

No somos Dios. La tierra nos precede y nos ha sido dada. Esto permite responder a una acusación lanzada al pensamiento judío-cristiano: se ha dicho que, desde el relato del Génesis que invita a «dominar» la tierra (cf. Gn 1,28), se favorecería la explotación salvaje de la naturaleza presentando una imagen del ser humano como dominante y destructivo. Esta no es una correcta interpretación de la Biblia como la entiende la Iglesia. Si es verdad que algunas veces los cristianos hemos interpretado incorrectamente las Escrituras, hoy debemos rechazar con fuerza que, del hecho de ser creados a imagen de Dios y del mandato de dominar la tierra, se deduzca un dominio absoluto sobre las demás criaturas. Es importante leer los textos bíblicos en su contexto, con una hermenéutica adecuada, y recordar que nos invitan a «labrar y cuidar» el jardín del mundo (cf. Gn 2,15). Mientras «labrar» significa cultivar, arar o trabajar, «cuidar» significa proteger, custodiar, preservar, guardar, vigilar. Esto implica una relación de reciprocidad responsable entre el ser humano y la naturaleza. Cada comunidad puede tomar de la bondad de la tierra lo que necesita para su supervivencia, pero también tiene el deber de protegerla y de garantizar la continuidad de su fertilidad para las generaciones futuras. Porque, en definitiva, «la tierra es del Señor» (Sal 24,1), a él pertenece «la tierra y cuanto hay en ella» (Dt 10,14). Por eso, Dios niega toda pretensión de propiedad absoluta: «La tierra no puede venderse a perpetuidad, porque la tierra es mía, y vosotros sois forasteros y huéspedes en mi tierra» (Lv 25,23).

Esta responsabilidad ante una tierra que es de Dios implica que el ser humano, dotado de inteligencia, respete las leyes de la naturaleza y los delicados equilibrios entre los seres de este mundo, porque «él lo ordenó y fueron creados, él los fijó por siempre, por los siglos, y les dio una ley que nunca pasará» (Sal 148,5b-6). De ahí que la legislación bíblica se detenga a proponer al ser humano varias normas, no sólo en relación con los demás seres humanos, sino también en relación con los demás seres vivos: «Si ves caído en el camino el asno o el buey de tu hermano, no te desentenderás de ellos […] Cuando encuentres en el camino un nido de ave en un árbol o sobre la tierra, y esté la madre echada sobre los pichones o sobre los huevos, no tomarás a la madre con los hijos» (Dt 22,4.6). En esta línea, el descanso del séptimo día no se propone sólo para el ser humano, sino también «para que reposen tu buey y tu asno» (Ex 23,12). De este modo advertimos que la Biblia no da lugar a un antropocentrismo despótico que se desentienda de las demás criaturas.

A la vez que podemos hacer un uso responsable de las cosas, estamos llamados a reconocer que los demás seres vivos tienen un valor propio ante Dios y, «por su simple existencia, lo bendicen y le dan gloria», porque el Señor se regocija en sus obras (cf. Sal 104,31). Precisamente por su dignidad única y por estar dotado de inteligencia, el ser humano está llamado a respetar lo creado con sus leyes internas, ya que «por la sabiduría el Señor fundó la tierra» (Pr 3,19). Hoy la Iglesia no dice simplemente que las demás criaturas están completamente subordinadas al bien del ser humano, como si no tuvieran un valor en sí mismas y nosotros pudiéramos disponer de ellas a voluntad. Por eso los Obispos de Alemania enseñaron que en las demás criaturas «se podría hablar de la prioridad del ser sobre el ser útiles». El Catecismo cuestiona de manera muy directa e insistente lo que sería un antropocentrismo desviado: «Toda criatura posee su bondad y su perfección propias […] Las distintas criaturas, queridas en su ser propio, reflejan, cada una a su manera, un rayo de la sabiduría y de la bondad infinitas de Dios. Por esto, el hombre debe respetar la bondad propia de cada criatura para evitar un uso desordenado de las cosas»

 

El Evangelio nos pone en el papel protagónico a un οἰκονόμος, [oiconomos] es el ecónomo, que por lo general era un esclavo-liberto que se encargaba de la administración de la casa, como una especie de “mayordomo”; la palabra ecónomo viene de la palabra οἰκο que significa precisamente “casa” u “nomos”, conjunto de normas y leyes. Sin embargo el papel del ecónomo no se restringía a los asuntos internos puesto que él disponía de recursos dados por su amo, para mercar y comprar todas las vituallas que hubiere menester para la manutención de la casa. Queremos hacer ver que su injerencia llegaba más allá de la esfera del mayordomo, era más bien un “economista” que podríamos designar mejor como administrador, y de hecho así se le ha traducido. Es importante entender bien de qué se trataba su rol, porque este personaje es quien nos va a representar a nosotros en esta parábola, es él quien ha recibido el mismo encargo que a nosotros se nos ha confiado. La acusación que llegó a oídos del “Dueño” (con esta palabra queremos destacar la oposición que hay entre Dios y nosotros, Él es el Único y Verdadero Dueño y Señor, nosotros no podemos perder la perspectiva, somos simplemente “encargados” de unos bienes que se nos han puesto a disposición, y el encargo implica revocabilidad; en la parábola se nos recuerda que, otro día, se nos puede llamar a “calificar servicios”, como se dice en el lenguaje militar), fue la que -en su ausencia- se dedicó a “malgastar sus bienes”, ahí está, expresamente, plasmada la relación Dueño/administrador.

 


Aún hay más, si vamos a la palabra administrador tenemos en ella tres raíces: la palabra ad, y la palabra minister y –contenida en ella- la palabra minus. Es decir administrador conlleva otra oposición la de magister/minister (maestro/ministro). Maestro contiene la etimología magis que viene del latín “el que más” (de ahí que en muchas lenguas “maestro” deviene “master, o sea “amo”), ministro, en cambio, es portador de minus “el que menos”; ambos son “servidores” que es el sentido del “ministerio”, pero el maestro es el que “sabe más” y el “ministro” le está subordinado por sus limitaciones en saber o en habilidad. Que no se nos olvide la raíz AD que significa "ante" y que sencillamente no nos deja olvidar la subordinación; será llamado a “rendir cuentas” poniéndose “ante” el empleador, el que lo llamó al cargo: el administrador es un “encargado” por Alguien que le es Superior, El que delegó en él la función de gobernar-controlar en su Nombre: No somos más que simples administradores puestos en “responsabilidad” por Aquel que nos prestó el encargo (Cfr. Lc 17, 10).

 

¿Cómo, y esa es la pregunta clave para este Domingo, podemos con lo que nos entregó Dios Nuestro Señor, tener a alguien que nos reciba cuando seamos llamados a “calificar servicios”? Si la cosa fuera para ganarnos opciones y prelaciones en esta vida, la parábola sería prácticamente inmoral; se trata de ganar “intercesores” cuando el “Dueño” nos llame a rendirle cuentas. Estamos viendo cómo podemos en esta vida, con los tesoros que Dios nos pone en administración, ganar “Amigos”. ¿Amigos para qué, a dónde nos van a acompañar esos “amigos”, qué clase de gustos y alegrías compartiremos con los que así hemos acercado? El Evangelio nos lo dice muy claramente: “Gánense amigos para que, cuando ustedes mueran, los reciban en el Cielo.”

 

Y ¿cómo se aplica eso de llamar a los “deudores” y achicarles la deuda, haciéndoles nuevos recibos con cuentas a pagar reducidas? Digámoslo con resumida brevedad: Las obras de Misericordia: Corporales y Espirituales[1].

 


¡Sí, eso es todo! La manera de ganar amigos para encontrarnos con ellos en la Patria Celestial es el cumplimiento de las obras de Misericordia, el desprendimiento generoso de todo lo que Dios nos ha dado. No retener, no atesorar, no acaparar, sino a manos llenas escribirle al uno: Tú debías cien sacos de trigo, toma tu recibo haz uno nuevo sólo por cincuenta, y al otro, date prisa escribe que debes tan solo ochenta. Aliviar las cargas de todos, hacérselas más llevaderas, tener para con todos, entrañas de misericordia, aprender la dulce ternura de Jesús, cambiarles el yugo por uno que sea suave y liviano.

 

Y cuando ya hayáis logrado eso, vivir en santidad y justicia, es decir vivir en Misericordia, como un buen “ecónomo”, leed el versículo 10 del capítulo 17 de San Lucas: “cuando hayáis hecho todo lo que se os ha ordenado, decid: ‘Siervos inútiles somos; hemos hecho sólo lo que debíamos haber hecho’.”

 

La Primera Lectura, en cambio, denuncia y señala para ilustrar nuestra conciencia, lo que hace el pésimo administrador, el que irá allí donde reina la angustia y se sufre hasta vivir en constante rechinar de dientes: esos viven afanados por la riqueza, se desvelan para atesorar y quieren que amanezca más temprano para implementar sus “chanchullos”, alteran pesos y medidas para ampliar su margen de beneficio, pagan sueldos de hambre, y hacen pasar el “salvado” por “trigo bueno”, son los pauperizadores. Pero, Dios ha puesto su Santo Nombre en garantía, Él no olvidará esa injusticia, que es peor y tiene su agravante en que se hace contra el “pobre”, el elegido para hacerle víctima de todos estos atropellos.

 

La Carta de San Pablo a Timoteo nos señala otra obra de Misericordia: ser orantes, ganar “indulgencias” orando por los demás. Nos recuerda ser Intercesores y abogar por toda la humanidad, pero muy especialmente por aquellos que tienen cargos de autoridad. Aún esos que han alterado medidas y explotado hasta expoliar el último centavo Dios-Padre los quiere salvar, porque su Misericordia es generosa, porque Él no escatima, porque su Amor es Eterno (y eterna es su Misericordia). ¡Ojo, miremos lo que dice la Carta, que nos purifiquemos de odios y rencores! «… evitando, eso sí, mover a los pobres al odio, porque ello sería tanto como animar a los oprimidos de hoy, a convertirse en los opresores de mañana.»[2] Para poder presentar nuestros ruegos y súplicas y alzar las manos hacia nuestro Dueño y Señor. Los intercesores válidos son los que tienen sus “manos puras”.

 


El Salmo nos muestra y nos refrenda cómo es Nuestro Señor, Él nos sacará de nuestras vejaciones, nos ha rescatado pagando el precio de la Sangre de su Propio Hijo; y –pese a nuestra indigencia- nos lleva a sentar en el estrado de los Verdaderos Gobernantes, de los Pastores que han administrado con rectitud, la Corte Celestial de los Justos.



[1] El Romano-Argentino Pontífice nos ha propuesto añadir una nueva obra de Misericordia: “… la misma vida humana en su totalidad incluye el cuidado de la casa común…me permito proponer un complemento a las dos listas tradicionales de siete obras de misericordia, añadiendo a cada una el cuidado de la casa común. Como obra de misericordia espiritual, el cuidado de la casa común precisa de la contemplación agradecida del mundo… como obra de misericordia corporal, el cuidado de la casa común, necesita simples gestos cotidianos donde rompemos la lógica de la violencia, del aprovechamiento, del egoísmo y se manifiesta en todas sus acciones que procuran construir un mundo mejor”

 

 

[2] Dom Helder Câmara. EL EVANGELIO CON DOM HELDER. Ed. Sal Terrae Santander 1987 p.142

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