sábado, 24 de septiembre de 2022

PUESTOS ANTE EL TRIBUNAL DE LA MISERICORDIA



Am 6,1a,4-7; Sal 145, 7. 8-9a. 9bc-10; 1Tm 6,11-16; Lc 16,19-31

 

El impulso místico no es un lujo. Sin él, la vida moral es puro retroceso; el ascetismo es sequía; la docilidad, sueño; la práctica religiosa solo rutina.

Henri de Lubac

 

Toda la Liturgia en cada Eucaristía reclama hondamente nuestra atención. Todo lo que sucede, todo lo que se dice, todo en ella espera nuestro cuidado. Muchas veces, muchísimas, dejamos pasar -por ejemplo- la antífona de Entrada, la Oración Colecta, la Aclamación antes del Evangelio, la Oración sobre las ofrendas, la antífona de Comunión, la Oración post-comunión. Todas estas oraciones se articulan con una hermosa armonía, con una magistral precisión, son como verdaderos ángeles que nos conducen a lo largo del Santo Sacrificio, durante toda la Fracción del Pan y hasta las oraciones conclusivas y la bendición final. La Eucaristía es, como una maravillosa pieza de joyería que no se puede desmantelar caprichosamente, a riesgo de destruir la estética del conjunto y el resplandor místico que ilumina el alma. Podríamos ensayar, este Domingo, a examinar y cobrar cierta conciencia sobre estas orfebrerías de nuestro XXVI Domingo Ordinario (C).

 

¡Aquí vamos! En la Oración Colecta ofrecemos querer “apresurarnos hacia lo que nos prometes. Y, ¿qué es lo que Dios nos promete? Para contestar esta pregunta vamos a exponer el elenco de las promesas divinas en esta liturgia, extractándolas del Salmo:

a)    El Señor siempre es fiel a su Palabra,

b)    Él hace justicia al oprimido;

c)    Él proporciona pan a los hambrientos

d)    Y libera al cautivo

e)    Abre los ojos de los ciegos

f)     Alivia al agobiado.

g)    Ama al justo

h)    Toma a su cuidado al forastero.

i)      Sustenta tanto al huérfano como a la viuda,

j)      Trastorna los planes del inicuo

k)    Reina Eternamente, traducido este eternamente, significa por los siglos de los siglos.

 


Pasemos, ahora, a la Antífona de Entrada. Allí decimos -reconociendo los cargos que se nos imputan- “Todo lo que hiciste con nosotros, Señor, es un castigo merecido, porque pecamos contra Ti y no obedecimos tus mandatos”. Pero inmediatamente después, declaramos- es una injusticia, ¿qué pecado hemos cometido? ¡si somos de los más santos de los santos! Y, entonces, Dios -con toda su Paciencia, que es Infinita- nos contesta por boca del profeta Amós:

a)    Se reclinan sobre divanes adornados con marfil

b)    Se recuestan sobre almohadones

c)    Se comen los corderos del rebaño y las terneras cebadas.

d)    Canturrean al son del arpa

e)    Y -además-, siguiendo el mal ejemplo de David, se inventan nuevos instrumentos

f)     Se atiborran de vino (o de cualquier bebida embrutecedora),

g)    Se engalanan con perfumes costosos, y no con los que son un poco caros, sino con los más costosos.

Y, como dicen por ahí, tratando de disimular la gravedad de estos extravíos, eso no es nada grave; lo grave está en que “NO NOS PREOCUPAMOS POR LAS DESGRACIAS DE NUESTROS HERMANOS”. ¡Si, como decía Cantinflas, “Ahí está el detalle”!

 

Aquí viene el detalle, ¡menudo detalle, de la mayor importancia, que no siempre es debidamente advertido cuando leemos la parábola!: ¿Dónde estaba el mendigo, Lázaro? “Yacía en la entrada de la casa del rico” (Cfr.). El punto no está en ser rico para merecer el lugar de castigo, ni el asunto radica en ser pobre para ir a parar al “seno de Abrahán”. Es posible que los destinos de estos dos hombres hubieran sido contrarios, si sus relaciones aquí, en vida, hubieran sido diferentes.

 

¿Os parece moral que alguien yazga por la puerta de tu casa, y ese alguien padezca indigencia, mientras tú gozas de manjares y banqueteas? ¡Ese es el problema y ahí está el eje del asunto! Toda la moral cristiana reposa sobre este pivote. Somos todos hermanos en Cristo Nuestro Señor, y no puedo ser indiferente e indolente ante la suerte de mi hermano. Allí donde haya dolor, necesidad, padecimiento, soledad, hambre o sed, allí donde está el desamparado, el preso, el enfermo, el destechado, el desplazado, allí estamos llamados a hacer presente a Dios-Padre-Providente. Ese es el sentido más humano y humanitario de la religión. Pero la fe no se conforma con deshacer entuertos, sino que ¡los deshace en el Santo Nombre de Dios!

 


Así barrer o cocinar, dar un pan o un vaso de agua, consolar al triste o visitar al enfermo, acompañar al solitario o visitar al prisionero que purga su condena tras las rejas, todos estos actos cobran su dimensión cuando se hacen –como la hacía Santa Teresa de Calcuta, paradigma cercano de la bondad- viendo tras el rostro del menesteroso, el rostro dolorido de Jesucristo que sube al Calvario cargando su cruz a cuestas. Jesús deja de ser ese ente melcochudo, abstracto y etéreo tras del que nos agazapamos; y, pasa a ser “nuestro prójimo”, el hermano herido, golpeado, molido a palos, tirado allí, a la vera del camino.

 

En cambio, y esto hay que repetirlo con frecuencia, el acto se desluce y adquiere simplemente una dimensión arrogante de vanidad egocéntrica, si se efectúa por pura filantropía. No que se vuelva un acto malo, nada de eso; pero ya no es acto “religioso” porque ya no re-liga nada. Tenemos que cobrar conciencia que lo religioso re-liga al hombre con Dios, restablece-un-lazo-de-unión con la Divinidad, hace que el ser humano traiga al escenario de su mente la idea de ser hijo de Dios como la idea de ser hermano de los otros (que también son hijos de Dios). Es una filantropía construida sobre un basamento que nos hermana a todos, no es filantropía desnuda, sino solidaridad con el que yace allí postrado, andrajoso, llagado y… acosado por los perros que lamen sus heridas. (¡Es muy triste porque es más humanitario el perro, tiene más sensibilidad, se muestra más compasivo, porque lamer es también gesto cariñoso, consolador, fraternal! El perro brinda una hospitalidad que nos evoca al burro y al buey que la tradición ha puesto en el  pesebre para entibiarle la cuna al Niño Dios).

 

Tener esta idea bajo los reflectores de nuestro pensamiento podríamos decir que es un Mandamiento de todo buen cristiano. Podemos llevar nuestra tesis un paso más allá y afirmar que no es cristiano quien no comprende y no vive esta idea como base de su existencia. Nunca habremos enfatizado suficientemente la importancia de este pensamiento. De alguna manera podríamos ver este imagen en todas las páginas evangélicas y, concluir afirmando que Jesús todo lo que quiere y lo que enseña apunta en esta dirección. Pongamos una piedrita más en este proceso y subrayemos que no sólo en el Nuevo Testamento nos encontramos con esta revelación, ya las páginas del Antiguo Testamento pujan vigorosamente por poner en primer lugar a nuestros hermanos, al prójimo, y es que este pensamiento está a la base de aquello de que ¡Misericordia quiero y no sacrificios!


 

Agreguemos que la ruta de la santidad está tachonada de estos resplandores; ¿Cuántos santos han gastado su vida socorriendo a los necesitados? ¿Cuantos han vivido vigilias y desvelos movidos por esta causa, dando todo cuanto tenían atendiendo niños, leprosos, enfermos de toda índole?… y si la vida cobra su mayor sentido cuando se lee como un derrotero hacia la santidad, entonces tenemos que decir -a renglón seguido- que la santidad es el ejercicio constante de la Misericordia. Por eso el propio Dios, su Sagrado Corazón, se expresa como Señor de la Misericordia.

 

Y, por los mismo y tanto, son la indiferencia y la indolencia los peores males y los mayores pecados, porque “cuando no lo hicisteis a uno de estos más pequeños, tampoco a mí lo hicisteis” (Mt 25, 45). En la Primera Lectura, de la profecía de Amos, está enunciado, casi como mandamiento, con un “¡Ay de ustedes!”: “(los que) no se preocupan por las desgracias de sus hermanos”,  recibirán –ya en esta vida- justicia. En el Evangelio se nos aclara que esa “justicia” puede dilatarse hasta la otra vida, recibiendo aquí males, y entonces, allá, bienes compensatorios, que en el texto aparecen designados con la palabra παρακαλέω [paracaleo], que traducimos por “consuelo”, y que tiene relación con la idea de ser llamado para estar ahí al lado, como pasa con el “abogado defensor” que se pone al lado para defender, para interceder por su “defendido”, es una palabra forense, con matices legales, que alude al “Tribunal en la Presencia de Dios”, a la “Corte Celestial”, y con  la que nos referimos también al Espíritu Santo al que llamamos precisamente Paráclito (a quien -a menudo- designamos como “el Consolador”). Ese consuelo es la protección, el apadrinamiento del Santo Espíritu, quien lo cobija con su cercanía teniéndolo a Su lado. La imagen que evoca esta situación es de ternura maternal, como tomando al hijo entre los brazos, que en el texto del Evangelio, se refiere a Abrahán en funciones maternales y acuna a su protegido en su κόλπον “seno”, término con el cual designamos el ámbito de la más dulce protección maternal. Ese es el “premio”, el “regalo” compensatorio que recibe Lázaro (Lázaro es la forma popular del Eleazar), que dicho sea de paso significa “el ayudado por Dios”), mientras –cabe destacarlo- el rico ante los ojos de Dios, en el Tribunal Celestial, ni siquiera merece tener nombre, en tierra era un rico, en el Seno de Abraham es un “don nadie”. Tiene un “apodo”, Epulón, es decir “el Rico Tragón”

 


Esta acogida en el regazo del Padre-del-Pueblo-elegido, gesto Misericordioso, impregnado de sentido solidario y fraternal, está –por así decirlo- decorado con unos rasgos de dulzura, de cuidado, que se enumeran en la Carta a Timoteo, en la perícopa que leemos en la Segunda Lectura de este XXVI Domingo Ordinario del ciclo C: Rectitud, piedad, fe, amor, paciencia y mansedumbre. Como lo mencionábamos arriba, no se trata de una “fría filantropía”, sino del tierno cariño entre hermanos que se aman de verdad, ternura dulcificada que usamos en el trato entre familiares, aquí estamos hablando de trato paternal y maternal. Hay una manera de abajarse, de inclinarse, de ponerse al lado de Lázaro, que Jesús nos ilustró con su imagen de la toalla alrededor de la cintura, arrodillándose –con piadoso gesto- a lavarles los pies a sus discípulos. Esta imagen designa para nosotros los creyentes el tono y el color que tiñen estas acciones, gesto revestido de piedad, de afabilidad, de cordialidad: esa es la manera, con todo afecto y sumo cuidado.

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