sábado, 26 de febrero de 2022

TODAS NUESTRAS FUERZAS PUESTAS EN ADORARLE



Sir 27,5-8; Sal 92(91), 2-3. 13-14. 15-16; 1 Cor 15,54-58; Lc 6,39-45

 

Aquel que aun pretende vencer a alguien no puede -y esa es una de las verdades básicas a las que se refiere el evangelio- hacer nada por la paz. Quien todavía quiere tener la razón, no puede hacer nada más por la verdad, puesto que la verdad siempre es mayor que el conocimiento de un hombre cualquiera. Y quien todavía persigue el poder, no despierta ninguna confianza.

Jörg Zink

 

No podemos desgastar nuestras energías -más bien escasas- en rencores, en vivir preocupados por la chismografía y la crítica cizañera, en afanarnos y multiplicar nuestros desvelos por las flaquezas de nuestros hermanos. El Domingo pasado hablábamos del Amor, del amor a la manera Divina, de la cúspide del Amor, del Perdón, el supremo Don, la semilla prodigiosa que Dios ha plantado en nuestro pecho. Hoy hablaremos de la empatía, de la ternura, de la necesidad urgente de un corazón dulcificado -no melifluo- de la capacidad de ser indulgentes, comprensivos con las fragilidades de nuestros prójimos, para poder vivir la fraternidad de ser todos hijos de Dios: Vamos a pivotar en torno a la dialéctica liturgia-indulgencia. En este Domingo VIII Ordinario, concluiremos este primer tramo del Tiempo Ordinario. El próximo Domingo ya estaremos en Cuaresma. Detengámonos a contemplar nuestra petición en la oración Colecta de este Domingo: “Concédenos, Señor, que el mundo progrese según tu designio de paz para nosotros, y que tu Iglesia se alegre en su confiada entrega”. Es decir, que se haga Su Divina Voluntad -conscientes que su Voluntad es que logremos convivir en armonioso entendimiento con todos los seres humanos y con todas las criaturas que Él nos ha puesto como contexto. Todos los bautizados vivirán en una dicha paradisiaca si asumen que ese designio de fraternidad armoniosa es Su Designio para nuestro ser, y gozaremos la bienaventuranza de empeñarnos en fiel obediencia.

 


Luego, pasamos hoy a saborear el sentido de nuestra liturgia: ¿A quién exaltar, a quién loar? ¿quién merece nuestros cánticos y los mejores sones de nuestro laúd y de nuestra arpa-de-diez-cuerdas? La respuesta nos la ofrece el Salmo hímnico: Toda nuestra alabanza, toda honra y toda dignificación para Quien se distingue por estar adornado con חֵסֵד el Amor-Misericordioso y אֱמוּנָה la más firme fidelidad. Estos son los rasgos con los que el Salmo abre “definiendo” a Dios. Ese Dios que nos revela el Salmo, nos señala la ruta para llegar a la categoría de צַדִיק “justo”. La propuesta que subyace en el Salmo 92(91) y que viene a actualizarse como propuesta para el hoy de nuestra vida. La persona que alcanza en su edificación estos atributos será llamado “justo” por nadie más que el Mismísimo Dios. Este concepto se presenta con frecuencia en el Primer Testamento ha llegado a ser un poco extraño a nuestro lenguaje vigente, quizás hoy se usa más para referirnos a él, la palabra “Santo”. Redondeando, “santo” es quien procura ser misericordioso y fiel como el Padre es Misericordioso y Fiel. De esta manera, en la línea de fuerza de estos dos Valores, se direcciona la vida y –especialmente- el deber-ser del ser humano. Dios creo al hombre e hizo esencial a su ser la comunicación, lo creó a su Imagen y Semejanza lo hizo ser-que-comunica porque Dios es un ser que comunica y se comunica; Dios es Comunicación y es Comunicación de Amor y Misericordia, o mejor aún de Amor-Misericordioso.

 

Aún insistamos en esta propuesta de vida, de crecimiento en la fe. Miremos con detenimiento cómo “premia” Dios al justo. Ante todo, crece como una palmera, se alza como un cedro del Líbano, (retornando a los temas del Salmo 1)- sembrado en la Casa del Señor, en los חָצֵר atrios de Dios, la palabra hebrea alude a su Palacio, su Basílica o Domicilio, su Corte, enfocando hacia los que lo acompañan permanentemente. ¿Cómo acompañar permanentemente a Dios? siguiendo a su Hijo, Quien nos invita a seguirle, y eso es lo que se ha recalcado en lo que va corrido de esta primera parte del año litúrgico: llamado y permanencia en el discipulado. Él ha venido a manifestarse y su manifestación se hizo llamada y su llamada es compromiso de “fidelidad”, de “firmeza inconmovible” como se llama en la Primera Carta a los Corintios en la perícopa que leemos este Domingo, como Segunda Lectura, donde también se nos da otra ubérrima indicación, que no basta “mantenerse” sino que hay otro paso a dar cada vez, “progresar siempre en la obra del Señor”.

 


Papa Francisco, en la Gaudete et Exsultate, cita a León Bloy: “existe una sola tristeza, la de no ser santos”. Y, en el numeral 32 nos dice: “No tengas miedo de la santidad. No te quitará fuerzas, vida o alegría. Todo lo contrario, porque llegarás a ser lo que el Padre pensó cuando te creó y serás fiel a tu propio ser. Depender de él nos libera de las esclavitudes y nos lleva a reconocer nuestra propia dignidad.” Y tiene mucha razón porque se nos ha repetido que la santidad es lúgubre y aburrida. Una de las engañifas propias del Malo es la de susurrarnos que sólo en el pecado encontraremos dicha y gozo, porque el santo tiene que abstenerse de todo eso. Pero ese “todo” del que se abstiene el santo, es nada; en cambio, aquello de lo que no se priva, es el todo, el verdadero todo. Nadie es más feliz que el santo y el santo –simplemente- es el que se mantiene fiel a la Voluntad de Dios. Por eso el que permanece y progresa en fidelidad a Dios, vive sumido en la dicha total y real.

 

En el salmo leemos que: “Tus acciones Señor, son mi alegría, y mi júbilo, las obras de tus manos”, sin embargo, eso no les es dado a todos comprenderlo, “El ignorante no lo entiende ni el necio se da cuenta.”

 

La palabra es uno de los elementos constitutivos del ser humano, aunque se ha hecho frecuente verla con desdén frente a la acción. Pero la palabra no es meramente verbalidad, la palabra -téngase muy en cuenta- también es acción. Todavía hay más, la palabra tiende un puente entre el espíritu y la “carne”, para dar unidad a la persona humana. De no ser por la palabra -aún por la no pronunciada sino solamente dicha en la mente- esas dos dimensiones de la humanidad estarían escindidas. La palabra, acercando estas dos esferas, trasciende nuestra materialidad y espiritualiza nuestra materia. En la Primera Lectura, se rescata el valor de la palabra, se la dignifica, señalando como es análoga al fruto de un árbol. La palabra ha generado la dimensión humana, el ámbito donde se desenvuelven nuestras relaciones de existencia: la comunicación, la solidaridad, la fraternidad, la unión, la afectividad y en la cúspide, el Amor, la esperanza y la Fe. Todo ese plano de la criatura humana es llamado, en el Eclesiástico, la cultura. El hombre exhibe su verdadera interioridad con el lenguaje. El lenguaje, es llamado en el Eclesiástico, “el horno que prueba al hombre”. Además, el habla no cesa en la intercomunicación humana sino que se expende y se trasciende en la comunicación con Dios, haciendo de ella facultad de comunicarse con Dios de entenderle y poderle responder. Esa respuesta puede ser alabanza, glorificación, oración. O, puede ser cerrazón o –inclusive- indiferencia. «…palabras que subvierten la mentalidad de este mundo que nos habitúa a mirar la paja en el ojo ajeno y al olvidar la viga que tenemos en el nuestro. Esta actitud no sólo nos vuelve ciegos, sino que además nos conduce inexorablemente a la fosa de la división y de la violencia.»[1]

 


En el Evangelio se expresará de otra manera cuando concluye la perícopa diciendo: “de lo que reboza el corazón, habla la boca” es cierto que podemos comparar el corazón con un granero, una bodega cuyas existencias son los abarrotes que se hayan acumulado. Al abrirla ¿adivinen qué hallaremos en ella? Por supuesto, oíd a quienquiera su discurrir, y tendréis excelente radiografía de su corazón, “… la persona es probada en su conversación. El fruto revela el cultivo del árbol, así la palabra revela el corazón de la persona.” A todas estas, un dilecto amigo suele decir: “Un amigo es quien te habla de Dios”, y es grato y armonioso sonido para mis sentidos, pensar que verdaderamente un amigo es -quien al abrir su despensa- se halla más que llena, abarrotada, pletórica, repleta con el Amor de Dios, con el Amor-Misericordia. La amistad es el Amor Divino que se comparte, es la comunicación de Dios. Completemos el silogismo infiriendo que hemos de permitirle a Dios llenarnos el corazón, para poderlo comunicar. Ese es el Santo, el que vive lleno de Dios y lo puede dar. Concluyamos este razonamiento volviendo sobre la cita de León Bloy: “existe una sola tristeza, la de no ser santos”.

 

Ese vacío de Luz, esa oscuridad de muerte, habita al ciego, que no ha podido ver la Luz. Si está vacío de Luz, cuando deje ver el interior de su corazón, ¿qué podremos hallar allí?: ¡tiniebla y más tiniebla! ¿Cómo podría este ciego dejar escapar de sí algo distinto a su propia oscuridad? El ciego de la vista puede ser totalmente víctima de su ceguera, pero el ciego del corazón es reo de su desgracia: él la ha elegido y fraguado. No puede aconsejar, está seco. Dará sólo frutos de muerte y tiniebla. Al saborear su producto será amargo. Su ojo ha sido cegado arrancándolo de cuajo y sembrando en su lugar una “viga” que impedirá la regeneración de cualquier célula ocular.

 

No hay luz que venga de la oscuridad así como no puede haber oscuridad que provenga de la luz. La Luz verdadera no hace más que hacer más visible cualquier obstáculo. Como un “faro” señalará las zonas de alto riesgo y te prevendrá de dar pie allí donde las rocas y los obstáculos te lastimarían. Y hay una Luz más clara que cualquiera otra. Él mismo lo dijo: “Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la Vida”.


 

Es descorazonador pensar que por llevar la idea nos entreguemos en cuerpo y alma a las tinieblas. Ni siquiera con razones meramente significativas. Huelgan las razones en un mundo donde no solo se desconfía de las palabras sino que se recela profundamente de la razón. Y no porque la razón nos haya defraudado sino porque no hemos sido capaces de la coherencia. Coherencia implica fidelidad, implica compromiso, exige avanzar con la mirada puesta en la Luz, en su Fuente. Nuestro faro propio es la fe, pero si la dejamos pasar, si cerramos los ojos a su paso, si sólo tenemos visión para los defectos y los errores… Haciendo pasar el billete falso de la “criticonería” por moneda legal de “pensamiento crítico”, nos empeñamos en achacar las responsabilidades y evadir las propias. Tiene la culpa el estado, los gobiernos, los particos políticos, los despachos oficiales y las oficinas privadas, tienen la culpa la Iglesia, el Vaticano, la diócesis, el arciprestazgo, la Parroquia, el cura, y así sucesivamente…

 

Viene a la mente un pensamiento de Carlos Vallés, sacerdote jesuita español: «… no quiero discutir con nadie. Sólo quiero vivir la integridad de la felicidad que hoy me das y dejar que los demás vean lo auténtico de mi alegría. Mi único testigo es mi buen humor; mi mensajero es mi satisfacción personal.»[2] esta es una propuesta de paz, hallar la paz en el corazón, evitar detonaciones agresivas frente al pensamiento diferente. No hay que hacerle la guerra a nadie. Lo que hay que hacer es ratificar nuestra gratitud con Dios y en eso se reflejará gratitud y alegría, también alegría agradecida. Ese será mi testimonio. ¡Pieza maestra de la nueva evangelización!

 

Miremos el #103 de la Gaudete et Exsultate: “Nosotros también, en el contexto actual, estamos llamados a vivir el camino de iluminación espiritual que nos presentaba el profeta Isaías cuando se preguntaba qué es lo que agrada a Dios: «Partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, cubrir a quien ves desnudo y no desentenderte de los tuyos. Entonces surgirá tu luz como la aurora» (58,7-8).”

 


El Evangelio es claro y prístino: "¿Cómo es que miras la paja que hay en el ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que hay en tu propio ojo? ¿Cómo puedes decir a tu hermano: "Hermano, deja que saque la paja que hay en tu ojo", no viendo tú mismo la viga que hay en el tuyo? Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces podrás ver para sacar la paja que hay en el ojo de tu hermano." Enjuiciar al hermano es un verdadero boomerang, sólo que retorna con brío centuplicado. Entonces, no discutas con nadie, no polemices, aquilata tu buenaventura, regocíjate mejor en la superación de tus falencias, ten ojo agudo con tus propias faltas y se indulgente con las ajenas. Deja brotar de tu corazón misericordioso, argumentos eximidores, mitigantes de sus debilidades. No para tejer complicidades ni para llamar virtud a lo que de suyo es vicio, sino para prodigar una acogida misericordiosa a quien, probablemente tiene escasos recursos para enfrentar el pecado y sólo descubriendo la Infinita capacidad del Perdón de Dios, podrá levantarse.  Y, en nuestros pequeños perdones, se transparenta la esperanza de hallar a Alguien que pueda perdonar lo que –quizás en perspectiva- parece imperdonable.

 

Volvamos por un instante a la Primera Lectura. Allí, en el Eclesiástico se nos alude a la gratitud y también al Culto. Dios nos ha dado labios, paladar, lengua y cuerdas vocales: ya eso amerita gratitud, la voz y la palabra son dones tan descomunales que no nos queda de otra, elevar nuestro corazón lleno de gratitud. Señor, porque has obrado maravillas. Y, cuando participo de la Eucaristía, no puedo dejar de vincular mi ser al culto, haciendo lo que me corresponde como laico, poner mi voz y mi lengua al servicio de la adoración, aprender las fórmulas litúrgicas que a nosotros como pueblo de Dios nos compete contestar. Participar de la Eucaristía ese es nuestro rol: Adorar, loar, glorificar, tañer el arpa de diez cuerdas. Quisiéramos cerrar con las palabas de la Antífona de Comunión: “Cantaré al Señor por el bien que me ha hecho, cantaré el Nombre del Dios Altísimo.”

 

 

 

 



[1] Paglia Vincenzo. UNA CASA RICA EN MISSERICORDIA. EL EVANGELIO DE LUCAS EN FAMILIA. Ed. San Pablo. Bogotá-Colombia 2016. p.48

[2] Vallés, Carlos G. BUSCO TU ROSTRO. ORAR LOS SALMOS Ed. Sal Terrae  Santander-España 1989 p. 178.

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