sábado, 22 de mayo de 2021

SANTIDAD Y RECONCILIACIÓN

 


Hech 2,1-11; Sal 103; I Cor 12,3b-7.12-13; Jn 20,19-23

 

Tu identificación con Cristo y sus deseos, implica el empeño por construir, con Él, ese reino de Amor, Justicia y Paz para todos.

Papa Francisco

 

Y yo rogaré al Padre que les envíe otro Paráclito (Abogado) que esté con ustedes siempre,…

Jn 14, 16

 

La acción del Espíritu Santo es la extraordinaria respiración cotidiana de la Iglesia.

Carlo María Martini

 

Podemos partir de la Dominum et vivificantem de Pablo VI, que dice en la conclusión (#67): «… sólo el Espíritu Santo « convence en lo referente al pecado » y al mal, con el fin de instaurar el bien en el hombre y en el mundo: para « renovar la faz de la tierra ». Por eso realiza la purificación de todo lo que « desfigura » al hombre, de todo « lo que está manchado »; cura las heridas incluso las más profundas de la existencia humana; cambia la aridez interior de las almas transformándolas en fértiles campos de gracia y santidad. « Doblega lo que está rígido », « calienta lo que está frío », « endereza lo que está extraviado » a través de los caminos de la salvación.

 

Orando de esta manera, la Iglesia profesa incesantemente su fe: existe en nuestro mundo creado un Espíritu, que es un don increado. Es el Espíritu del Padre y del Hijo; como el Padre y el Hijo es increado, inmenso, eterno, omnipotente, Dios y Señor.293 Este Espíritu de Dios « llena la tierra » y todo lo creado reconoce en él la fuente de su propia identidad, en él encuentra su propia expresión trascendente, a él se dirige y lo espera, lo invoca con su mismo ser. A él, como Paráclito, como Espíritu de la verdad y del amor, se dirige el hombre que vive de la verdad y del amor y que sin la fuente de la verdad y del amor no puede vivir. A él se dirige la Iglesia, que es el corazón de la humanidad, para pedir para todos y dispensar a todos aquellos dones del amor, que por su medio « ha sido derramado en nuestros corazones ».294 A él se dirige la Iglesia a lo largo de los intrincados caminos de la peregrinación del hombre sobre la tierra; y pide, de modo incesante la rectitud de los actos humanos como obra suya; pide el gozo y el consuelo que solamente él, verdadero consolador, puede traer abajándose a la intimidad de los corazones humanos; 295 pide la gracia de las virtudes, que merecen la gloria celeste; pide la salvación eterna en la plena comunicación divina a la que el Padre ha « predestinado » eternamente a los hombres creados por amor a imagen y semejanza de la Santísima Trinidad.»

 


Daremos un gran salto histórico, para hacer una cita –ahora- de Papa Francisco que en la Gaudete et exsultate, ## 6-7.14 dice: El Espíritu Santo derrama santidad por todas partes, en el santo pueblo fiel de Dios,… Me gusta ver la santidad en el pueblo de Dios paciente: a los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo. En esta constancia para seguir adelante día a día, veo la santidad de la Iglesia militante. Esa es muchas veces la santidad «de la puerta de al lado», de aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios,… Todos estamos llamados a ser santos viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio en las ocupaciones de cada día, allí donde cada uno se encuentra. ¿Eres consagrada o consagrado? Sé santo viviendo con alegría tu entrega. ¿Estás casado? Sé santo amando y ocupándote de tu marido o de tu esposa, como Cristo lo hizo con la Iglesia. ¿Eres un trabajador? Sé santo cumpliendo con honradez y competencia tu trabajo al servicio de los hermanos. ¿Eres padre, abuela o abuelo? Sé santo enseñando con paciencia a los niños a seguir a Jesús. ¿Tienes autoridad? Sé santo luchando por el bien común y renunciando a tus intereses personales.»

 

Jesús nos ha dado el Espíritu; ya nos prevenía que nos convenía que Él se “fuera” porque de no ser así no vendría el Παράκλητος “Consolador”, en cambio, si Él se “iba” nos lo enviaría (Cfr. Jn 16, 7). Quizá se podría interpretar como si mientras su Presencia Corpórea estuviera el Espíritu estaría como condensado en su Presencia, y habiendo “partido”, esa “condensación” en Él, ya no se precisaría más y se podría “repartir” entre los miembros de su Cuerpo Místico, es decir entre sus discípulos. Así como lo proponía el domingo de la Ascensión, Él no se va sino que permanece porque se queda en quienes serán sus representantes en lo sucesivo. Pero su Presencia se “Celestializa” para “sentarse” a la Derecha del Padre, es decir para retomar su “manera de ser” propia, la de la Divinidad, que es forma espiritual. Por eso entendemos la Ascensión como una “entronización” de Jesús con una imagen “real”, como un Rey que se sienta en su Trono, porque el Trono significa su poder, su autoridad; y, como Primer Ministro, va y se sienta a la Derecha. Pero todo esto es una imagen para darnos a entender esa verdad prácticamente inexpresable, porque indecible, de la realidad Divina. No se va, pero ya no se aparece más en forma corpórea, sin embargo, su forma “inmaterial” se queda y jamás –óigase bien- jamás nos abandonará.

 

Vamos entonces arribando al concepto de “inhabitación” (arrivar tiene su consonancia deconstructiva en derribar ciertas barreras mentales) porque -ya lo dijo Jesús- en Jn 14, 23 que vendrían a hacer su morada en nosotros: ἐλευσόμεθα καὶ μονὴν παρ’ αὐτῷ ποιησόμεθα. Nosotros nos convertimos en su μονὴν “vivienda”, “habitación”, “morada”; recordémoslo, con una sola condición, amar a Jesús guardando su Palabra. Pero hay diversas maneras de acoger un huésped. Cabe la posibilidad de darle alojamiento, como a regañadientes, como “ahí hay un cuarto, duerma y, mañana bien temprano me hace el favor y desocupa”. Una segunda manera es permitirle que se quede, inclusive, de manera indefinida, pero “usted verá” total indiferencia, total desinterés, su vida y la nuestra va por distintos cauces, simplemente es un extraño habitando en nuestra casa. Otra manera es la manera acogedora, llena de interés y de fraternidad, que comparte y se interesa, que es invitado a sentarse a la mesa con nosotros y a integrarse a la vida familiar y cuyo bienestar nos mueve a procurarle las mejores condiciones de estadía.

 

Pues bien, cabe preguntar, respecto del Espíritu Santo ¿qué hospitalidad le prodigamos? Cuando nos enfrentamos a esta pregunta nos viene a la mente la pregunta de Jesús a San Pedro: “Pedro ¿me amas?” Porque la única manera de acoger al Huésped con lujo de detalles es que sea un huésped amado. Por eso, en el lobby se preguntará tres veces al anfitrión: Fulano de tal, ¿me amas?

 

Vienen entonces los criterios para clasificar (y repartirle las estrellas a los anfitriones): Acepta a Jesucristo como su Señor y Dios, sería el primer criterio, el segundo sería, la actividad de esa aceptación en términos de gracia, que se traduce en amor: Simón, hijo de Jonás, ¿me amas más que éstos? Como recordamos al leer Jn 21, 15-19, la cosa no se queda en palabras, ni se trata de un asunto episódico, el amor es una  manera de vivir e implica un compromiso en términos pastorales: “Apacienta mis corderos”, “Pastorea mis ovejas”, “apacienta mis ovejas”. El amor se ha entregado para una praxis pastoral. Se trata de un “envío” donde Jesús con la misma autoridad que el Padre nos envía. Un compromiso de fraternidad con el “prójimo” en términos de cuidado como el de un pastor con su rebaño, de defensa, de desvelo, de protección. Pero, además, de integración, de unidad, porque no se trata de ovejas desparramadas, cada una por su lado, “cada loco con su tema”, ¡no!, se trata de estructurar las relaciones entre ellas, de pulir sus aristas, de vivir el sentido de “comunidad”, de hermanarse y aunarse como “pueblo”, de brindarse fraternidad y servicio en la unidad. Unidad es una de las caras de la fraternidad, se es verdadero hermano cuando hay “comunión”, no en la dispersión. Retomemos la figura de Sn Ireneo de Lyon, que nos ve como harina en polvo con la cuál el Espíritu Santo alcanzará la unidad del Pan. Hilvana perfectamente con una idea de Benedicto XVI que –en sus tiempos de Cardenal- distinguía ya la arcaica idea de “Pueblo de Dios” necesitada de ser trascendida en la de “Cuerpo de Cristo”.

 




También es inspiradora para adentrarnos en el misterio Pentecostal, visualizar la continuidad del amor del Padre que, después del Verbo, entrega el “testigo” al Espíritu Santo, que lo recibe en relevo. Así se intuye al leer en continuidad el Evangelio y los Hechos que –no en vano- han sido llamados en varias ocasiones el Evangelio del Espíritu Santo. Enfatizamos que no es una “edad del Espíritu” entendida como un cese de Jesucristo (Quien como sabemos es Señor de la Historia, el mismo Ayer, Hoy y Siempre), sino la perdurable fidelidad del Padre que sigue donando su Amor al ser humano.

 

Los dones que el Espíritu Santo entrega al individuo, están concretizados para la Comunidad, en dos Dones: la Sagrada Escritura y los Sacramentos. En especial la liturgia de Pentecostés alude al Bautismo y al Sacramento de la Conversión.

 

La Primera Lectura concluye: “…hemos sido bautizados en un mismo Espíritu para formar un solo cuerpo”.

 

En el Evangelio la conclusión concede a los Discípulos la autoridad absolutoria: “Reciban el Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedaran perdonados…” y es que el Amor, y el proceso de construir Comunidad requiere como instrumento maestro, el perdón. El Perdón es el bálsamo restaurador que sana y limpia, reconcilia y restituye. ¡si, el perdón posee la quintaesencia reconciliadora! Es, por así decirlo la Piedra Filosofal. Sin embargo cuando el sacramento es visto como confesión, se concentra excesivamente en la enumeración de los “pecados”, y cuando es visto como sacramento de la reconciliación se obsesiona en la recuperación de la amistad con Dios que nunca interrumpe su Amistad; seguramente nuestra fragilidad humana y esa propensión a tornar la falta en hábito, requiere que el énfasis sea puesto en su carácter de Sacramento de la Conversión, para concentrarnos en el cambio que nos es necesario para no reincidir, y en los factores del propósito de la enmienda para “nunca más pecar y apartarnos de todas las ocasiones de ofenderle”. Cambiar es lo más urgente para irnos Cristificando, y es que el propósito básico del Espíritu Santo es que cada día seamos más “Hombres Nuevos” a  imagen de Jesucristo.

 

Ahí se nos desempañan los ojos, no es la edad de Jesucristo, los años de su vida y los cuarenta días posteriores antes de la Ascensión y después, una ¡Nueva Era! La era del Espíritu Santo. ¡Nada de eso! es el mismo Dios-Uno que desplaza el foco hacia nosotros, que no dejó todo en Jesucristo, sino que tuvo “fe” en su Criatura y nos traspasó el “testigo”, y se fio de nuestras manos –si, tal y como suena- se fio de nuestras pobres manos para que edificáramos su Reinado, para que construyéramos los senderos de la “santidad”, para que fuéramos capaces de ser los santos de “la puerta de al lado”… no para que nos hagan estatuas de bulto, y nos decoren con aureola de yeso, sino para vivir amorosos y tiernos en la trasparencia de ese Amor inenarrable que Jesús nos siembra en el pecho, y que arde con “lenguas de fuego”.

 

«Esta santidad a la que el Señor te llama irá creciendo con pequeños gestos. Por ejemplo: una señora va al mercado a hacer las compras, encuentra a una vecina y comienza a hablar, y vienen las críticas. Pero esta mujer dice en su interior: «No, no hablaré mal de nadie». Este es un paso en la santidad. Luego, en casa, su hijo le pide conversar acerca de sus fantasías, y aunque esté cansada se sienta a su lado y escucha con paciencia y afecto. Esa es otra ofrenda que santifica. Luego vive un momento de angustia, pero recuerda el amor de la Virgen María, toma el rosario y reza con fe. Ese es otro camino de santidad. Luego va por la calle, encuentra a un pobre y se detiene a conversar con él con cariño. Ese es otro paso… vamos construyendo esa figura de santidad que Dios quería, pero no como seres autosuficientes sino “como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios”» (1 P 4,10).»[1]

 


Regresemos ahora –como en la forma sonata- a Pablo VI, en la conclusión de la Dominus et vivificantem: «También la paz es fruto del amor: esa paz interior que el hombre cansado busca en la intimidad de su ser; esa paz que piden la humanidad, la familia humana, los pueblos, las naciones, los continentes, con la ansiosa esperanza de obtenerla en la perspectiva del paso del segundo milenio cristiano. Ya que el camino de la paz pasa en definitiva a través del amor y tiende a crear la civilización del amor, la Iglesia fija su mirada en aquél que es el amor del Padre y del Hijo y, a pesar de las crecientes amenazas, no deja de tener confianza, no deja de invocar y de servir a la paz del hombre sobre la tierra. Su confianza se funda en aquél que siendo Espíritu-amor, es también el Espíritu de la paz y no deja de estar presente en nuestro mundo, en el horizonte de las conciencias y de los corazones, para « llenar la tierra » de amor y de paz.»

 

 



[1] Papa Francisco. GAUDETE ET EXSULTATE, #16.18

1 comentario:

  1. Oh Dios, que por el Misterio de Pentecostés santificas a tu iglesia, extendida por todas las naciones; derrama los dones de tu Espíritu sobre todos los confines de la tierra y no dejes de realizar hoy, en el corazón de tus fieles, aquéllas mismas maravillas que obraste en los comienzos de la predicación Evangélica

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