sábado, 8 de junio de 2019

PARÁCLITO, PROMESA INEQUIVOCA



Hech 2,1-11; Sal 103,1-2a. 24. 35c. 27-28. 29bc-30; 1Cor 12, 3-7.12-13; Jn 14, 15-16.23b-26

… necesitamos una nueva efusión del Espíritu Santo… el Espíritu Santo no desciende sobre los edificios, sino sobre los hombres; es a los hombres a los que unge, no sus proyectos; es en el alma y en el corazón de los hombres donde habita, no en las modernas máquinas.
Anthony de Mello

Lecturas de este Domingo de Pentecostés
El Cardenal Martini, escribió en 1995 sobre esta liturgia: «El capítulo 2 de los Hechos de los Apóstoles nos coloca en un clima de lo extraordinario… El capítulo 12 de la Primera Carta a los Corintios, en cambio, está en un clima de ordinariedad. La invocación “Jesús es el Señor” que nadie puede pronunciar sino bajo la acción del Espíritu Santo[1], es la invocación más ordinaria de la vida cristiana y todos tienen necesidad de ella para la salvación… El Evangelio según San Juan, en el capítulo 20, unifica la relación entre lo extraordinario y lo cotidiano. Los apóstoles son habilitados para cumplir, gracias a las palabras de Jesús Resucitado, un servicio preciso: “A quienes les perdonen los pecados les serán perdonados”… Sin embargo, este servicio cotidiano que pertenece a la fragilidad ordinaria de la existencia humana y eclesiástica, es extraordinario y sobrehumano y obtiene su eficacia del Espíritu del Resucitado; es una acción, un servicio, una gracia que presupone la muerte de Jesús, por amor, es decir, el acontecimiento más extraordinario de la Redención.


Teniendo en cuenta este enlace de lo extraordinario y lo cotidiano, podríamos definir así la acción del Espíritu Santo: es la extraordinaria respiración cotidiana de la Iglesia.

Es, pues, una gracia necesaria y también imperceptible, como la respiración que está presente en todas las operaciones más ocultas, más sencillas del hombre, pero es también un don extraordinario, maravilloso que vivifica y eleva la fatigada existencia cotidiana de los hombres y que impulsa día por día el decadente peso comunitario»[2]

Espíritu Santo alma del Cuerpo Místico
La palabra "corporación" se deriva de corpus, que significa cuerpo, o un "grupo de personas", define una “persona colectiva”. Una corporación puede ser una iglesia, una empresa, un gremio, un sindicato, una universidad, una ONG, etc. Este concepto casi siempre lo usamos para referirnos a un ente comercial: A las empresas se les reconocen derechos y deberes como a las personas físicas (como a la "gente") ante la ley, inclusive, pueden ser acusados y hacérseles responsables de violaciones a los derechos humanos. Del mismo modo, pueden ejercer los derechos humanos contra las personas y el Estado. Pues bien, no sólo los entes comerciales son “corporaciones”; aun cuando muchas veces lo perdemos de vista, la Iglesia es un “ente corporativo” y cada creyente, cada fiel, cada bautizado goza/porta su corporatividad. Somos sujetos corporativos, como decir que cada uno tiene un cuerpo, su propio cuerpo, pero entre todos, constituimos una “corporación”, otro cuerpo, εἰς ἓν σῶμα, uno que se escribe con mayúsculas: El Cuerpo Místico de Cristo: “Porque todos nosotros, seamos judíos o no judíos, esclavos o libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu para formar un solo cuerpo, y a todos se nos ha dado a beber del mismo Espíritu.” 1Co 12, 13.

En la parábola de “la muralla ancha y elevada” (Ap 21, 12) podríamos figurarnos, como cuando llegan los materiales para construir una casa, un edificio, un conjunto residencia, la pila de ladrillos, no importa cuántos ladrillos sean, mientras no estén ensamblados con mortero, no son “muralla”, son sólo una pila de ladrillos, puedes derribarla con empujarla, claro con el riesgo que se te vengan encima. Sin embargo, una vez argamasados, por los albañiles, y seco el mortero, puedes “soplar y resoplar” como en la historia del “lobito” y el muro resistirá. También, en la parábola biológica, un grupo de células conformadas en un tejido, difiere rotundamente, cualitativamente hablando, de las mismas células desorganizadas, desperdigadas, sin articulación.

“En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común” 1Co 12, 7. La palabra συμφέρον [interés] en griego, encierra ese sentido de comunidad que se debe destacar en los carismas, los diferentes servicios, los diferentes dones, los diversos servicios con los que el Espíritu ad-orna a la persona, no son para uso ego-ísta, no se donan para el beneficio o el lucro propio; se otorgan para el bien común, para favorecer a los “otros ladrillos”, a las otras “células”. No son auto-provechosos sino συμφέρον unificador, colectivo, se combinan de una manera que genera -bajo la concurrencia de ciertas circunstancias- para toda la comunidad ventaja, favor, mejora, beneficio. Esto viene a empalmar perfectamente con Mt 25, 40. 45.


Y, quizás lo más importante. Ese sentido de fraternidad, de colectividad, de hermandad en la relación, de ser “ladrillos” de la misma “muralla”, no se queda allí encerrada en el “aposento alto” donde llegó el Espíritu en forma de “Lenguas de Fuego” que hacían arder los corazones de los "escuchas" en el Fuego del Amor de Dios. No, ¡este “ardor” los impulsa a salir a anunciar, a proclamar! En el Evangelio, Jesús nos envía. No es un envío cualquiera, es envío de la misma naturaleza que los Envíos de Dios-Padre: καθὼς ἀπέσταλκεν με ὁ πατήρ, καγὼ πέμπω ὑμᾶς. “Como el Padre me ha enviado, así mismo los envío yo”(Jn 20,21b). No es un regalo hermoso para lucirlo –guardado en la caja original- puesto en una repisa. ¡Esto es para tener muy en cuenta: Se nos da el Espíritu Santo y se nos envía, las dos cosas juntas, en continuidad!

Lo que verdaderamente urge
“La Iglesia está atravesando una época de caos y de crisis. Lo cual no es necesariamente algo malo. La crisis es una oportunidad para crecer, y el caos precede a la creación… con tal de que (y esta es una importantísima condición) el Espíritu de Dios aletee sobre ella… precisamente en unos momentos en los que la Iglesia se halla en crisis y el mundo experimenta una apremiante necesidad de paz, de desarrollo y de justicia… la casa está ardiendo y se requieren todos los brazos posibles para ayudar a apagar el fuego… Es verdad que la casa está ardiendo. Pero, desdichadamente, muchos de nosotros (tal vez demasiados) no nos sentimos motivados para tratar de apagar el fuego y preferimos ocuparnos de nuestro pequeño mundo y de nuestras pequeñas vidas. Demasiados de nosotros estamos excesivamente ciegos para ver el fuego, porque sólo vemos lo que nos conviene. Y, aun suponiendo que tuviéramos la suficiente motivación y la suficiente vista, muchos de nosotros carecemos de la suficiente energía para combatir el fuego sin desmayar; carecemos de la suficiente sabiduría y capacidad de reflexión para dar con los mejores y más eficaces medios que nos permitan apagar el fuego…. De lo que hoy tiene la Iglesia mayor necesidad no es de una legislación, de una nueva teología, de unas nuevas estructuras ni de una nueva liturgia: todo esto, sin el Espíritu Santo, es como un cadáver sin alma. Lo que necesitamos urgentemente es que alguien nos arranque nuestro corazón de piedra y nos dé un corazón de carne; necesitamos que alguien nos infunda nuevo entusiasmo e inspiración, nuevo valor y vigor espiritual. Necesitamos perseverar en nuestra tarea sin desánimo ni cinismo de ninguna especie, con una nueva fe en el futuro y en los hombres por los que trabajamos. En otras palabras: necesitamos una nueva efusión del Espíritu Santo… el Espíritu Santo no desciende sobre los edificios, sino sobre los hombres; es a los hombres a los que unge, no sus proyectos; es en el alma y en el corazón de los hombres donde habita, no en las modernas máquinas.”[3]


Anthony de Mello recordaba, de diversas maneras y en diversos tonos, el peligro del activismo, cuando caemos en las actividades febriles que –quizás apacigüen nuestra conciencia pero que se ejecutan de espaldas a la gracia, la que nos da el Espíritu Santo.

Y bueno, hoy es Pentecostés, la venida del Espíritu Santo, si lo pedimos, si clamamos que se nos dé –nos recuerda también Tony que en Lc 11, 1-13,- nos ha sido prometido por quien tiene verdadera autoridad para prometer; basta que lo pidamos: «Hay cosas que sólo podemos pedir a Dios con la condición “si es tu Voluntad…” Pero en este punto no existe tal condición. El darnos el Espíritu es voluntad clarísima de Dios, su promesa inequívoca.»[4].






[1] 1Co 12, 3
[2] Martini, Carlos María. POR LOS CAMINOS DEL SEÑOR. Ed. San Pablo Santafé de Bogotá. Colombia. 1995. pp. 228-229
[3] De Mello, Anthony. CONTACTO CON DIOS. Ed Sal terrae Bilbao 1990 pp. 11-13
[4] Ibid p. 17

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