sábado, 26 de enero de 2019

LA PALABRA VOCACIONA A LA DIACONÍA EN LA KOINONÍA


Ne 8,2-4a.5-6.8-10; Sal 19(18),8.9.10.15; 1 Co 12,12-30; Lc 1,1-4;4,14-21

Si lo que pretende la comunidad es la edificación de sus miembros como cuerpo del resucitado, ello quiere decir que los carismas son las personas mismas con sus valores salvadores y no sencillamente cualidades de las personas, no discernidas con los criterios del Evangelio.
Gustavo Baena s.j.

Sin pretender ser especialista en este asunto, y solo como referencia metafórica, hablaremos de los organismos. El constituyente fundamental de los organismos son -precisamente- los órganos; los órganos se forman por tejidos y, estos a su vez, se constituyen por células. Luego en la base de un organismo están las células.  Confiamos en no estar diciendo imprecisiones.  De esto surge, evidentemente, el interrogante de ¿cómo se unen, se comunican y trabajan en equipo esas células? ¿Cómo se conforman los tejidos y a su vez, cómo estos conforman órganos? Tomo como ejemplo las diversas células que componen la sangre a las cuales nos referimos como glóbulos rojos, glóbulos blancos y plaquetas sanguíneas que al ser originadas, por las células madre, no están maduras y, en la medida en que se subdividen van alcanzando progresivamente su madures y especialización. Circulan por todo el organismo, lo nutren y le dan su dinamismo. El tema de hoy es la Palabra de Dios como sangre que sustenta el Cuerpo Místico de Cristo.


Nosotros, cada uno, somos células de ese Cuerpo Místico; ¿cómo nos unimos? ¿Cómo superamos nuestra discrecionalidad? ¿Cómo trascendemos nuestra individualidad? Nuestros “conectores” no son físico-mecánicos, lo que a nosotros nos “conecta” es otra cosa, pero también conformamos tejidos, y esos tejidos configuran órganos, los órganos interactúan en un ensamble orgánico y ¿cómo alcanzamos el status de organismo?, que no el de organización. «Uno salva en la medida en que participa lo divino que uno posee al otro. La comunidad está participando divinidad al otro. ¿Cuál es la función de la divinidad en nosotros? ¿Qué hace lo divino en cada persona?... Dios crea a los seres humanos participándoles la divinidad. La gran verdad del cristianismo consiste en que Dios crea a los seres humanos trascendiéndose en ellos… Si nosotros somos mansos y abiertos a la divinidad que vive en nosotros, resultamos obrando divinamente.»[1]

Para adentrarnos un poco en esta comparación, vayamos el #33 de la Lumen Gentium, donde leemos: «Por designio divino, la santa Iglesia está organizada y se gobierna sobre la base de una admirable variedad. «Pues a la manera que en un solo cuerpo tenemos muchos miembros, y todos los miembros no tienen la misma función, así nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo, pero cada miembro está al servicio de los otros miembros» (Rm 12,4-5).


Por tanto, el Pueblo de Dios, por Él elegido, es uno: “un Señor, una fe, un bautismo” (Ef 4,5). Es común la dignidad de los miembros, que deriva de su regeneración en Cristo; común la gracia de la filiación; común la llamada a la perfección: una sola salvación, única la esperanza e indivisa la caridad. No hay, por consiguiente, en Cristo y en la Iglesia ninguna desigualdad por razón de la raza o de la nacionalidad, de la condición social o del sexo, porque «no hay judío ni griego, no hay siervo o libre, no hay varón ni mujer. Pues todos vosotros sois "uno" en Cristo Jesús» (Ga 3,28 gr.; cf. Col 3,11).

Si bien en la Iglesia no todos van por el mismo camino, sin embargo, todos están llamados a la santidad y han alcanzado idéntica fe por la justicia de Dios (cf. 2 P 1,1). Aun cuando algunos, por voluntad de Cristo, han sido constituidos doctores, dispensadores de los misterios y pastores para los demás, existe una auténtica igualdad entre todos en cuanto a la dignidad y a la acción común a todos los fieles en orden a la edificación del Cuerpo de Cristo. Pues la distinción que el Señor estableció entre los sagrados ministros y el resto del Pueblo de Dios lleva consigo la solidaridad, ya que los Pastores y los demás fieles están vinculados entre sí por recíproca necesidad. Los Pastores de la Iglesia, siguiendo el ejemplo del Señor, pónganse al servicio los unos de los otros y al de los restantes fieles; éstos, a su vez, asocien gozosamente su trabajo al de los Pastores y doctores. De esta manera, todos rendirán un múltiple testimonio de admirable unidad en el Cuerpo de Cristo. Pues la misma diversidad de gracias, servicio y funciones congrega en la unidad a los hijos de Dios, porque «todas... estas cosas son obra del único e idéntico Espíritu» (1 Co 12,11).


Los laicos, del mismo modo que por la benevolencia divina tienen como hermano a Cristo, quien, siendo Señor de todo, no vino a ser servido, sino a servir (cf. Mt 20,28), también tienen por hermanos a los que, constituidos en el sagrado ministerio, enseñando, santificando y gobernando con la autoridad de Cristo, apacientan a la familia de Dios, de tal suerte que sea cumplido por todos el nuevo mandamiento de la caridad. A cuyo propósito dice bellamente San Agustín: «Si me asusta lo que soy para vosotros, también me consuela lo que soy con vosotros. Para vosotros soy obispo, con vosotros soy cristiano. Aquel nombre expresa un deber, éste una gracia; aquél indica un peligro, éste la salvación»[2]

En el Libro de Nehemías –Libro muy interesante que se ocupa del regreso de Babilonia para encontrar todo en ruinas e iniciar el proceso de reconstrucción de la Comunidad- en la perícopa que se lee este Domingo como Primera Lectura, dice que les presentó el Libro de la Ley (la Torah, la instrucción, más o menos “la catequesis”), a “todo el pueblo congregado, hombres y mujeres, todos los que tenían uso de razón”, se está refiriendo a la parte de la Sagrada Escritura que nosotros llamamos Pentateuco, valga decir, los Cinco Primeros Libros de la Biblia. En la versión, en lengua hebrea, que consultamos, se refiere al pueblo congregado que “como un solo hombre” reciben la lectura del Libro, allí, con esa expresión se nos habla de un sentido de  unidad alcanzada.

Se enumera una serie de actos sucesivos que constituyen el “ritual de lectura”, es decir se está definiendo una “liturgia de la Palabra”:

Esdras les presentó el Libro (procesión con el Leccionario en alto)
Abrió el Libro a la vista de todos
Todo el pueblo se puso de pie (lo que nosotros hacemos al leer el Evangelio)
Bendijo al Señor Dios altísimo
El pueblo levantando los brazos  contestó Amén, amén
Se postraron inclinando la cabeza
Los levitas les estuvieron leyendo
Lo iban traduciendo al araméo y explicando (Targum)
Todo el pueblo empezó a llorar
Luego viene “el envío”: irse, celebrar un banquete y beber y compartirle a los que no tengan
Fortalecerse (porque es un lugar de seguridad, de protección), en la alegría.

Si seguimos leyendo en Nehemías –en el resto del capítulo 8- encontramos que se inicia la fiesta de las “enramadas” o de las “chozas” que se había dejado de celebrar por la deportación, y que siguieron leyendo toda la semana, no sólo el primer día al que se refiere la perícopa. Pensemos ahora en la primera parte de la Eucaristía en la Liturgia de la Palabra, después de los ritos iniciales, y ubiquemos las similitudes; también tratemos de vislumbrar –con mirada histórica- cómo la “Palabra de Dios unifica corazones y voluntades e inspira unidad al Pueblo.


«Esa costumbre de leer en la oración la Palabra de Dios se “institucionalizó en el judaísmo por el uso sinagogal de la Palabra. De hecho, la Escritura leída en alta voz y escuchada en la sinagoga, luego es interpretada por el Tárgum y la predicación. El Tárgum, tan querido por los judíos, es precisamente una re-lectura meditada.»[3] Lo cual nos lleva a la perícopa del Evangelio. Esta perícopa está organizada por dos partes, la primera, va en el capítulo 1 los versos 1-4, se refiere, al origen del Evangelio según San Lucas, el que nos ocupa en este año del ciclo C. La segunda –del capítulo 4, toma los versos del 14 al 21, está relacionada con el Libro del profeta Isaías, que es –según lo narra San Lucas- el que lee Jesús en la sinagoga. Allí hay un signo muy especial, podrían haberle “presentado” cualquier otro Libro, y Él podría haber leído en cualquier otra parte, pero –y ahí está lo cristofánico del hecho- precisamente leyó el texto del Año Jubilar: el Año Jubilar es el Año de εὐαγγελίζω [euangelitzo], de la predicación de la Buena Noticia (al españolizarlo daría “evangelización”), de la liberación de los cautivos, de darle vista a los ciegos, y libertad (envio) a los que habían caído en la esclavitud por deudas (la expresión –que sólo usa Lucas- significa “los quebrados”, los “declarados en quiebra”- la expresión no es Año de Gracia, sino época o ciclo “bienvenido porque viene de Dios”, porque es don del Señor. Aquí Jesús es manifestado, revelado, designado “el que tiene el Espíritu del Señor sobre Él”.

Cuando en el verso 20, Él cierra (enrolla) el Libro, termina un ciclo, la edad de las promesas y se da comienzo a esta Nueva Era, la Edad de la Nueva Alianza, cuando todo lo que fue vaticinado empieza su realización y se comienza la construcción del Reino: Se trata de la Época del πεπλήρωται “Cumplimiento”. (No vayamos a olvidar el tema del Domingo anterior: ¡El Novio cumple-la Novia es fiel! Es acometida de la Alianza donde ha de cumplirse la reciprocidad).

Para hablarnos de esta reciprocidad y refrendarla tenemos el Salmo. Se trata del Salmo 19(18), que es un salmo de la categoría de los salmos hímnicos. Esta clase de salmos están integrados por tres partes, la propuesta que hacen los levitas sobre lo oportuno que es entonar un himno, el cuerpo hímnico, propiamente dicho y un cierre o conclusión. En el caso de este salmo no hay convocatoria para entonar el himno, se entra directamente al cuerpo hímnico, que está integrado por dos fragmentos: Himno a la Creación en lo cósmico (el cielo, la tierra, el sol); e himno a la perfección de las Enseñanzas del Señor (la Ley), aquí en el Salmo recibe diversos nombres: Mandamientos, mandatos, enseñanzas, la Voluntad del Señor. La perícopa elegida para este Domingo sólo toma de la  conclusión la última estrofa, el verso 15; se centra –con las otras tres estrofas- en el himno que alaba las Enseñanzas del Señor, sus mandatos, para guardar coherencia con el propósito de referirse al Don Escriturístico, la Palabra dada por Dios al ser humano.

La misma Palabra de Dios, en 1Cor 12, 12-30, Segunda Lectura de este Tercer Domingo Ordinario (C), nos muestra como miembros todos del Único Cristo, de su Cuerpo Místico, señalando el bautismo como sacramento de incorporación. Señalando la mutua interdependencia, especifica nuestra unidad en el Único Espíritu, donde cada uno tiene su rol, y sus atributos propios, donde algunos requieren mayor cuidado –con vistas a su debilidad, siendo todos necesarios y complementándose los unos a los otros. Como Dios lo ha dispuesto así no debe haber división entre nosotros y –nos encarga- ser solidarios en la dicha tanto como en el sufrimiento. No todos han sido adornados con los mismos carismas y el reparto de esos dones lo ha hecho Dios: “Si el oído dijera: «No soy ojo, luego no formo parte del cuerpo», ¿dejaría por eso de ser parte del cuerpo? Si el cuerpo entero fuera ojo, ¿cómo oiría? Si el cuerpo entero fuera oído, ¿cómo olería? Pues bien, Dios distribuyó el cuerpo y cada uno de los miembros como Él quiso. Si todos fueran un mismo miembro, ¿dónde estaría el cuerpo? Los miembros son muchos, es verdad, pero el cuerpo es uno solo. El ojo no puede decir a la mano: «No te necesito»; y la cabeza no puede decir a los pies: «No los necesito»” (1 Cor 12, 16-21).

Veamos algunas precisiones que son urgentes:

«…el modo de proceder de Dios al crear el hombre, tal como se nos revela en la Encarnación, (G.S. n. 22) consiste en trascenderse a sí mismo en el hombre, dándose gratuitamente a él, habitando en él por su Espíritu y haciendo comunidad con él, al compartir la vida divina con él. De allí que el hombre sea tanto más hombre, como especial criatura de Dios, en cuanto sea una imagen, cada vez más clara, de Dios; es decir, en cuanto que el mismo hombre se trascienda en sus hermanos, dándose gratuitamente a ellos y haciendo comunidad con ellos. Esto es fundamentalmente hacer comunidad o koinonía.

Jesús llamó este acontecer el real Reino o soberanía de Dios en el hombre, al acogerse con todo su ser a su voluntad; mientras que Pablo lo llamó el acontecer de la muerte y resurrección de Cristo en el creyente, convirtiéndose éste en el cuerpo de Cristo paciente por la obediencia de la fe a la acción del Espíritu del resucitado.»[4]

Queremos resaltar, en esta cita del Padre Baena, que construir comunidad (koinonía) requiere trascender la mismidad –el cierre sobre uno- abriéndose a los hermanos, dándose con gratuidad y siendo comunidad con ellos. Ahora bien, de esos hermanos, la Primera de Corintios prioriza los más débiles, a los más necesitados. Se retoma el tema de la opción preferencial.


Por otra parte, en la dinámica de ser Cuerpo Místico de Cristo, aparece un horizonte, la apertura al acontecer del Reino. Este acontecer es la amorosa acogida de la soberanía de Dios en nuestro ser. Va más allá el Padre Baena al distinguir la Iglesia como segmento topológico del Pueblo de Dios la ecclesia y el concepto dinámico, el de koinonía que entraña una “praxis gratuita de caridad ordenada”.

La dificultad en la época del regreso del exilio se dio con la idolatrización de la Ley, de la revelación, que la enfocó como el todo de la justificación y de la inserción en el linaje de Abrahán. El salto en la Nueva Alianza, la superación de esa idolatría, es que ve la justificación y la incorporación en el pueblo de Dios como aceptación y apertura al acontecer salvífico de Jesucristo muerto y resucitado, precisamente en la voluntad de ser ecclesia y koinonía, es decir, de insertarse en la edificación del Reino con un compromiso de fraternidad en el Padre-Dios.

El cuerpo Místico no es una organización sino un organismo. El Concilio Vaticano II dio un enfoque decisivo para este asunto: «Ciertamente el Concilio asume,… la categoría "cuerpo de Cristo" tal como se revela en San Pablo, esto es, la comunidad no es una organización de individuos de antemano configurados en donde cada uno entrega a la organización lo que produce por sí mismo en beneficio de los objetivos o metas propias de la misma; muy al contrario, la Iglesia como comunidad es un organismo vivo y en cuanto tal su finalidad son sus miembros, esto es, su edificación como hijos de Dios; de allí que lo único que en ese organismo circula es la vida de Dios; todo otro elemento o interés sería extraño y contaminaría la unidad de vida del organismo.»[5]


Lo que circula es la vida de Dios. La Palabra de Dios es su vida misma –aun cuando no exclusivamente, porque está junto a esta, la vida sacramental-  comunicada, revelada, entregada como sustancia nutricia, como savia vital que alimenta el Cuerpo Místico. Pero el Cuerpo Místico es el conglomerado de las “células” que no alcanzan a ser tejido, y mucho menos órganos, a menos que se dé la dimensión dinámica de la koinonía. Células  independientes no son Cuerpo Místico, son -cuanto mucho- organismos unicelulares, creemos que los biólogos las tienen como manifestaciones primitivas, por muy numerosos que sean en la tierra…


Trascender, y poner nuestros carismas al servicio de la fraternidad. El Cuerpo Místico ya se vislumbraba el Domingo previo, cuando los Testigos (y colaboradores) del signo eran los “diáconos” (los que sirven), quienes ayudaron a llenar las seis hidrias de piedra; según el decir de la Lumen Gentium (ver supra) cada miembro está al servicio (diaconía) de los otros miembros: “si hemos recibido la capacidad para algún servicio, hay que servir” (Rm 12,7a). ¡Todos tenemos alguna, usemos bien de ella!





[1] Baena, Gustavo. s.j. LA VIDA SACRAMENTAL. Conferencias Colegio Berchmans. Cali – Colombia 1998.
[2] Concilio Vaticano II LUMEN GENTIUM. CONSTITUCIÓN DOGMÁTICA SOBRE LA IGLESIA. Noviembre 21 de 1964 Las cursias son nuestras.
[3] Mercier F., Roberto, pss LECTIO DIVINA Y ESPIRITUALIDAD BÍBLICA Ed. CELAM Colección Iglesia en Misión #8 Santafé de Bogotá, 1997. p. 36
[4] Baena, Gustavo. EL PUEBLO DE DIOS EN LA REVELACIÓN. Curso al CURFOPAL. U. Javeriana Bogotá –Colombia p.73
[5] Ibid p. 82

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