sábado, 29 de diciembre de 2018

LA FAMILIA, INSTRUMENTO DE SACRALIZACIÓN


Eclo 3, 2-6. 12-14; Sal 128(127), 1-2. 3. 4-5; Col 3, 12-21; Lc 2, 41-52

Nazaret,… Allí el Señor aprendió a ser abrazado y besado, amamantado y amado, a tocar y hablar, a jugar, caminar y trabajar, a compartir los minutos, las horas, las noches y los días, las fiestas, las estaciones, los años, las expectativas, las fatigas y el amor del hombre. En el silencio, en el trabajo, en la obediencia a la palabra, en comunión con María, José y sus parientes, Dios aprendió del hombre todas las cosas del hombre. El misterio de Jesús en Nazaret es el gran misterio de la asunción total de nuestra vida  de parte de Dios: nos ha desposado en todo, haciéndose una carne única con cada una de nuestras situaciones concretas.
Silvano Fausti

La Primera lectura nos da a conocer la profunda unidad que hay entre padres e hijos ante los ojos de Dios. Los frutos de los padres resuenan en los hijos, los hijos son eco de la rectitud en las acciones de los padres. Uno no cosecha sólo para sí, se cosecha para las generaciones venideras acrecentando honra y riqueza. Poniendo prioridad sobre la mutua honra en el seno de la familia que yace sobre el respeto y el reconocimiento de la autoridad.

Como es sabido la religión judía suponía la peregrinación al Templo en las festividades de Pascua, Pentecostés y Succot, o sea de las “tiendas” o “enramadas”. Estas “subidas” שְׁלֹשֶׁת הַרְגָלִים [Shelóshet Haregalim] traducible como “la triple peregrinación” a Jerusalén, eran marchas procesionales donde los adultos iban por su parte y los niños en otro grupo. Como se iba ascendiendo poco a poco se llamaban también “graduales”. A este fin, se compusieron 15 salmos, denominados precisamente graduales que son los salmos 120-134. El Salmo 128(127) inicia con una bienaventuranza y termina con la expresión, “que lo tengan todo”: Shalom, que traducimos por “Paz”. La bienaventuranza es un pretexto para definir el איָרֵ “temor a Dios”, que -dicho sea de paso- no se habría de traducir así, sino como “reverencia a Dios”. Esta reverencia a Dios consiste –según se establece en el verso 1 del Salmo- en guardar sus caminos, cuidarse de ofenderlo, ¡respetarlo! A continuación alude a la celebración cultual en la Iglesia Domestica, el Banquete familiar en el que se sientan la esposa, los hijos y el esposo. ¿Cómo se manifestará esa bienaventuranza a que nos venimos refiriendo? Por la bendición de Dios desde su Templo, la Ciudad de la Paz, para la familia.

En la Segunda Lectura aprendemos que los elegidos deben revestirse de Misericordia, ser magnánimos, humildes, afables, pacientes y agradecidos; deben soportar a los demás y ser capaces de perdonar siguiendo las enseñanzas y el ejemplo de Dios perdonador y redentor. Ahora bien, el compromiso por excelencia es el amor, quienes han sido elegidos viven el amor que liga los seres en la suprema unidad. Se retoma el concepto hebreo de Paz para que ella embalsame con su “sentencia” jueza y árbitro, cualquier litigio que pudiera suscitarse entre nosotros. Pero allí no concluye nuestro compromiso, sino que se avanza más lejos recorriendo las sendas del culto que incluyen el estudio de la Palabra, el anuncio, el compartir enseñándonos los elementos de la “Sabiduría”, la corrección fraterna y la acción de gracias con canticos sinceros. ¿Cómo conviviremos en la familia cristiana? En armonía fraternal, de hermanos en Jesús y todo cuanto obremos -sea con palabras o con acciones- se haga en el Nombre de Jesús.


En el Evangelio nos encontramos una palabra que para nosotros es clave: συνοδία [sunodia], co-caminantes, los que van andando juntos, los que se acompañan. Es muy interesante como se camina, por ejemplo, en una peregrinación, donde no se segregan las familias sino que se entretejen las relaciones, se buscan “contactos”, se traban nuevas “afinidades”, se refrescan amistades y se reconcilian los que habían chocado o se habían irritado. Bien se ha dicho que la familia es la “célula” de la sociedad, pero una familia sola no alcanza a ser “comunidad”. La peregrinación a Jerusalén la hacen como comunidad, es más, como comunidad creyente. «Pongamos atención en este contexto al sentido más hondo de la peregrinación: al ir tres veces al año al templo, Israel sigue siendo, por así decirlo, un pueblo que está siempre en camino hacia Dios, y recibe su identidad y su unidad siempre nuevamente del encuentro con Dios en el único templo. La Sagrada Familia se inserta en esta gran comunidad en el camino hacía el templo y hacia Dios.»[1]

Conviene aquí que tratemos de resumir en una gran panorámica la imagen de Familia que la Iglesia nos propone. Iniciemos dando un vistazo al Catecismo de la Iglesia Católica, numerales 1655 y 1656:

1655 Cristo quiso nacer y crecer en el seno de la Sagrada Familia de José y de María. La Iglesia no es otra cosa que la "familia de Dios". Desde sus orígenes, el núcleo de la Iglesia estaba a menudo constituido por los que, "con toda su casa", habían llegado a ser creyentes (cf Hch 18,8). Cuando se convertían deseaban también que se salvase "toda su casa" (cf Hch 16,31; 11,14). Estas familias convertidas eran islotes de vida cristiana en un mundo no creyente.

1656 En nuestros días, en un mundo frecuentemente extraño e incluso hostil a la fe, las familias creyentes tienen una importancia primordial en cuanto faros de una fe viva e irradiadora. Por eso el Concilio Vaticano II llama a la familia, con una antigua expresión, Ecclesia domestica (LG 11; cf. FC 21). En el seno de la familia, "los padres han de ser para sus hijos los primeros anunciadores de la fe con su palabra y con su ejemplo, y han de fomentar la vocación personal de cada uno y, con especial cuidado, la vocación a la vida consagrada" (LG 11).

Ahora, un retazo del #11 de la Lumen Gentium: «… los cónyuges cristianos, en virtud del sacramento del matrimonio, por el que significan y participan el misterio de unidad y amor fecundo entre Cristo y la Iglesia (cf. Ef 5,32), se ayudan mutuamente a santificarse en la vida conyugal y en la procreación y educación de la prole, y por eso poseen su propio don, dentro del Pueblo de Dios, en su estado y forma de vida [21]. De este consorcio procede la familia, en la que nacen nuevos ciudadanos de la sociedad humana, quienes, por la gracia del Espíritu Santo, quedan constituidos en el bautismo hijos de Dios, que perpetuarán a través del tiempo el Pueblo de Dios. En esta especie de Iglesia doméstica los padres deben ser para sus hijos los primeros predicadores de la fe, mediante la palabra y el ejemplo, y deben fomentar la vocación propia de cada uno, pero con un cuidado especial la vocación sagrada

Todos los fieles, cristianos, de cualquier condición y estado, fortalecidos con tantos y tan poderosos medios de salvación, son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre.»

Y, pasemos ahora al #59 del Amoris Lætitia de Papa Francisco: Nuestra enseñanza sobre el matrimonio y la familia no puede dejar de inspirarse y de transfigurarse a la luz de este anuncio de amor y de ternura, para no convertirse en una mera defensa de una doctrina fría y sin vida. Porque tampoco el misterio de la familia cristiana puede entenderse plenamente si no es a la luz del infinito amor del Padre, que se manifestó en Cristo, que se entregó hasta el fin y vive entre nosotros. Por eso, quiero contemplar a Cristo vivo presente en tantas historias de amor, e invocar el fuego del Espíritu sobre todas las familias del mundo.


Pasemos a enfocarnos en la Misión de la familia cristiana, para lo cual retomamos un texto de Benedicto XVI donde él dice: «Para poder comprender la misión de la familia en la comunidad cristiana y sus tareas de formación de la persona y trasmisión de la fe, hemos de partir siempre del significado que el matrimonio y la familia tienen en el plan de Dios, creador y salvador… El matrimonio y la familia no son, en realidad, una construcción sociológica casual, fruto de situaciones históricas y económicas particulares. Al contrario, la cuestión de la correcta relación entre el hombre y la mujer hunde sus raíces en la esencia más profunda del ser humano y sólo a partir de ella puede encontrar su respuesta. Es decir, no se puede separar de la pregunta antigua y siempre nueva del hombre sobre sí mismo: ¿quién soy?, ¿Qué es el hombre? Y esta pregunta, a su vez, no se puede separar del interrogante sobre Dios: ¿existe Dios?, ¿cuál es verdaderamente su rostro?»

El Papa Emérito ve que la realización del hombre consiste en manifestar con fidelidad su ser “imagen de Dios”, y el rasgo esencial de Dios, el ADN primigenio es el Amor, porque Dios es Amor, de lo que dimana le relación entre cuerpo y espíritu, lo que la da tanto al cuerpo femenino como al masculino, además de un “carácter biológico”, un “carácter teológico”.

La sexualidad depende de  ese doble carácter y no es un añadido, ni un apéndice, y, al integrarse en la persona puede dar expresión a la conexión persona-institución. La institución es un trascender de la persona al momento presente con una voluntad de persistencia en el tiempo que denominamos fidelidad, condición sine qua non los hijos pueden confiar en su futuro pese a los momentos difíciles que les puedan sobrevenir. Escuchemos lo que dice Benedicto XVI a renglón seguido: «… la mayor expresión de la libertad no es la búsqueda del placer, sin llegar nunca a una verdadera decisión... la auténtica expresión de la libertad es la capacidad de optar por un don definitivo, en el que la libertad, dándose, se vuelve a encontrar plenamente a sí misma… el “sí” personal y reciproco del hombre y de la mujer abre el espacio para el futuro, para la auténtica humanidad de cada uno y, al mismo tiempo, está destinado al don de una nueva vida… ninguno de nosotros se pertenece exclusivamente a sí mismo. Por eso, cada uno está llamado a asumir en lo más íntimo de su ser su responsabilidad pública… el matrimonio… es… una exigencia intrínseca del pacto del amor conyugal y de la profundidad de la persona humana… El libertarismo que se quiere hacer pasar como descubrimiento del cuerpo y de su valor, es en realidad un dualismo que hace despreciable el cuerpo, situándolo -por decirlo así- fuera del auténtico ser y de la auténtica dignidad de la persona.»[2]

Regresemos al Amoris Lætitia de Papa Francisco, para detenernos en los ## 65-66: «La encarnación del Verbo en una familia humana, en Nazaret, conmueve con su novedad la historia del mundo. Necesitamos sumergirnos en el misterio del nacimiento de Jesús, en el sí de María al anuncio del ángel, cuando germinó la Palabra en su seno; también en el sí de José, que dio el nombre a Jesús y se hizo cargo de María; en la fiesta de los pastores junto al pesebre, en la adoración de los Magos; en fuga a Egipto, en la que Jesús participa en el dolor de su pueblo exiliado, perseguido y humillado; en la religiosa espera de Zacarías y en la alegría que acompaña el nacimiento de Juan el Bautista, en la promesa cumplida para Simeón y Ana en el templo, en la admiración de los doctores de la ley escuchando la sabiduría de Jesús adolescente. Y luego, penetrar en los treinta largos años donde Jesús se ganaba el pan trabajando con sus manos, susurrando la oración y la tradición creyente de su pueblo y educándose en la fe de sus padres, hasta hacerla fructificar en el misterio del Reino. Este es el misterio de la Navidad y el secreto de Nazaret, lleno de perfume a familia. Es el misterio que tanto fascinó a Francisco de Asís, a Teresa del Niño Jesús y a Carlos de Foucauld, del cual beben también las familias cristianas para renovar su esperanza y su alegría.


La alianza de amor y fidelidad, de la cual vive la Sagrada Familia de Nazaret, ilumina el principio que da forma a cada familia, y la hace capaz de afrontar mejor las vicisitudes de la vida y de la historia. Sobre esta base, cada familia, a pesar de su debilidad, puede llegar a ser una luz en la oscuridad del mundo. “Lección de vida doméstica. Enseñe Nazaret lo que es la familia, su comunión de amor, su sencilla y austera belleza, su carácter sagrado e inviolable; enseñe lo dulce e insustituible que es su pedagogía; enseñe lo fundamental e insuperable de su sociología” (Pablo VI, Discurso en Nazaret, 5 enero 1964)»

Para retomar, una vez más, a Papa Emérito: «… la revelación bíblica es, ante todo, expresión de una historia de amor; la historia de la alianza de Dios con los hombres; por eso, la historia del amor y de la unión de Dios de un hombre y una mujer en la alianza del matrimonio pudo ser asumida por Dios como símbolo de la historia de salvación. El hecho inefable, el misterio del amor de Dios a los hombres, recibe su forma lingüística del vocabulario del matrimonio y de la familia, en positivo y en negativo: en efecto, el acercamiento de Dios a su pueblo se presenta con el lenguaje del amor esponsal, mientras que la infidelidad de Israel, su idolatría, se designa como adulterio y prostitución.»[3]

A este respecto, en el numeral 12 de la Familiaris Consortio, Juan Pablo II nos presenta lo siguiente: «El mismo pecado que puede atentar contra el pacto conyugal se convierte en imagen de la infidelidad del pueblo a su Dios: la idolatría es prostitución, la infidelidad es adulterio, la desobediencia a la ley es abandono del amor esponsal del Señor. Pero la infidelidad de Israel no destruye la fidelidad eterna del Señor y por tanto el amor siempre fiel de Dios se pone como ejemplo de las relaciones de amor fiel que deben existir entre los esposos.»

«El amor crece a través del amor. El amor es “divino” porque proviene de Dios y a Dios nos une y, mediante este proceso unificador, nos trasforma en un Nosotros, que supera nuestras divisiones y nos convierte en una sola cosa, hasta que al final Dios sea “todo para todos”. (Cf. 1Co 15, 28)»[4]



[1] Benedicto XVI. LA INFANCIA DE JESÚS. Ed. Planeta. Bogotá-Colombia 2012 pp. 126-127
[2] Papa Benedicto XVI. EL AMOR SE APRENDE. Romana Editoriale s.i. 2012 España. pp. 41-44
[3] Ibid pp. 44- 45
[4] Papa Benedicto XVI. DEUS CARITAS EST. Ed. San Pablo Bogotá-Colombia p. 32

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