sábado, 9 de septiembre de 2017

INTER PARES


Ez 33, 7-9; Sal 94, 1-2. 6-7. 8-9; Rm 13, 8-10; Mt 18, 15-20

Dios nos ama con corazón de Padre.
Papa Francisco

El que tiene amor no hace mal al prójimo; así que en el amor se cumple perfectamente la ley.
Rm 13, 10

El profeta Ezequiel lo dice –oráculo del Señor- con suprema claridad, nos presenta sintéticamente nuestro encargo-misión: “Si yo digo al malvado: "¡Malvado, eres reo de muerte!", y tú no hablas, poniendo en guardia al malvado para que cambie de conducta, el malvado morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuenta de su sangre; pero si tú pones en guardia al malvado para que cambie de conducta, si no cambia de conducta, él morirá por su culpa, pero tú has salvado la vida”. ¡Estamos avisados, se nos pedirá cuenta! ¡Tenemos que hablar! ¡No podemos quedarnos callados, ni indiferentes!


A San Pedro le fueron entregadas las Llaves, quedando así designado para ser primus inter pares, hoy –empero- el Evangelio, entrado de lleno en esa parte de Mateo que transfiere la tarea de la construcción del Reino encargada originalmente a los judíos, es ahora delegada a nuestras manos, caen ahora las Llaves bajo nuestra potestad y, para el encargo de ser mayordomos, somos quienes llevamos la cinta-cordón terciada; en el capítulo 18, verso 18- nos recuerda que la potestad inherente a ser mayordomo se entrega a todos los miembros de la Comunidad. No se trata de un honor, sino de una responsabilidad: cuidar y servir a nuestros hermanos. Y, esta responsabilidad que es compromiso de servicio es, pese a todo, honorifica, porque el Mismo Dios nos ha confiado servirlo a Él en el cuidado de nuestro prójimo. «… ahora confía a los discípulos el poder de “atar –desatar”… “se asiste a la trasmisión de un poder que, antes de pascua, ejercía sólo Cristo de forma soberana”»[1]. Queremos decir con esto que vamos a volver sobre el significado de la mayordomía que hemos recibido, pero concentrándonos en una de las facetas de ese servicio: La corrección fraterna.


Sí, es interesante y placentero saber que Dios nos confió un Encargo, sin embargo, no será de mucha ayuda saber que estamos “encargados” si no podemos discernir las funciones que derivan de esa co-misión. Para dar la vuelta, en círculo, reiteremos que se ha entregado –en la persona de San Pedro- a todos los fieles, por eso no es misión sino comisión.

Pero, otra vez tenemos que decir ¡Cuidado!, que no se vaya a suponer que si se entregó a todos, podemos diluir la responsabilidad entendiendo que se dio a tantos que, así repartida, la que me corresponde a mi tiende a cero y, por tanto, es cero. Al llegar a este evangelio, por el contrario, lo que tenemos que lograr es sentir toda la densidad de la parte que a mí me corresponde. Es como si el Evangelio quisiera recordarnos, con nombre propio, a todos los “ahijados” que tenemos. Así es, aun cuando no los hayamos acompañado a la Pila Bautismal, aun cuando no los hayamos ayudado a sostener para ser recibidos como miembros de la Iglesia, somos sus “responsables” y ese es uno de los significados de la palabra “Comunidad”, somos la Comunidad de los Convocados, entre otras cosas porque nos atañe una densa responsabilidad para con todos los miembros de la Iglesia, como si fuéramos todos padrinos los unos de los otros.


Esta ruta está decorada con señales de tráfico que nos orientan a cada paso. Una de las primeras reza así: La que llamamos “corrección fraterna” no puede manipularse como un pretexto para hornear rencores. Antes que nada, y primero que todo, el ejercicio de la corrección fraterna es el ámbito del perdón. En esta procesión el adalid es el estandarte del perdón. La rectitud y la fuerza de la corrección fraterna se valida bebiendo en la fuente del perdón. Para llegar a la corrección fraterna tenemos que bautizarnos en el agua de la indulgencia, de la clemencia. No hay otra vía para poderla aplicar.


La segunda señal de tránsito, eminentemente preventiva, nos indica: ¡Cuidado con usar la corrección fraterna como excusa para armar corrillos de insidia, para organizar círculos de discordia que envenenen con la crítica y el chismorreo. Se da el caso que –so capa de aplicar la corrección fraterna- se apela a otros rencorosos para armar un club contra alguien; o, para ir con acusaciones ante un superior, o para buscar el despido de un colega, o simplemente para no estar sólo en el ataque o, porque viendo a otro caído se experimente la sensación que nuestro podio personal es más alto. Estas sociedades de intriga se atarean apilando cargos y arrumando exageraciones corrosivas. ¿Qué podría tener semejante conducta de “fraterno”? Así es, tenemos que comprender intensamente que el propósito de la corrección fraterna no es la persecución y el acoso; sino, muy por el contrario, se persigue salvar a “nuestro hermano”, nunca y en ningún caso, clavarle una daga. Lo que queremos es que el “caído” pueda levantarse y re-incorporarse a nuestro peregrinaje hacia la patria eterna, la Celestial, donde la Shekinah, la Presencia de Dios es Todo en todos. Sí, colguemos –en nuestra alma- un ancho pasacalles donde pueda leerse: “La corrección fraterna es para crecer, no para hundir”. « La crítica es útil en la comunidad, que debe reformarse siempre y tratar de corregir sus propias imperfecciones. En muchos casos le ayuda a dar un nuevo paso hacia adelante. Pero, si viene del Espíritu Santo, la crítica no puede menos de estar animada por el deseo de progreso en la verdad y en la caridad. No puede hacerse con amargura; no puede traducirse en ofensas, en actos o juicios que vayan en perjuicio del honor de personas o grupos. Debe estar llena de respeto y afecto fraterno y filial, evitando el recurso a formas inoportunas de publicidad; y debe atenerse a las indicaciones dadas por el Señor para la corrección fraterna»[2]

Tal vez conviene recordar aquí cómo –con el uso y el abuso- se desgastan las palabras: Es el caso de la palabra amor que fue degenerando para significar sólo las conductas y hechos sexuales, marginando así lo sustantivo, el anhelo de hacer el bien, de alcanzar el bien, de que el semejante alcance su plenificación, logre realizarse; así el amor se volvió un reducto de egoísmo, donde todo vale si propende a mi satisfacción, así sea la de las pasiones más bajas. Y cuando decimos aquí “semejante” no estamos haciendo alusión del que piensa similar, del que está acorde con lo que nosotros pensamos, «Como dijo un campesino: la gran desviación es que solemos confundir al prójimo con el semejante…»[3] No, cuando decimos semejante queremos decir semejante en cuanto es otro ser humano, aun cuando diste por leguas de nuestros pareceres. Otra palabra que se ha venido desgastando y desluciendo es la palabra “Padre”, y su decadencia y su venirse a menos es responsabilidad de nuestra fragilidad para comprometernos con las implicaciones de ser padres y de ser capaces de obrar como verdaderos padres, porque ponemos por delante nuestros egocentrismos. Suponemos que el Malo es feliz con este declive de las palabras, especialmente porque son las categorías medulares de la Salvación: Nosotros necesitamos entender que Dios es Amor, pero si la palabra “amor” ya no nombra lo que Él es ¿qué hacemos? Y si nuestra fe ha remarcado que Dios es Padre, ¿qué entenderemos por Padre si el papá se va por otro lado abandonando a su prole y dejándola librada al azar? No ha sido menos mala la suerte de la palabra hermano, cuando hemos perdido la tolerancia para sobrellevar la fraternidad y hemos abandonado todo esfuerzo por apoyarnos como verdaderos hermanos y más bien nos hemos acomodado a conductas francamente cainescas. Y, “hermano” es otra categoría fundamental para hablar de la Comunidad Eclesial, nos cuesta ejercer la fraternidad en la comunidad familiar, pues al hacerla extensiva a la Comunidad de la Fe la palabra queda desvaída y francamente raída, para decirlo con brevedad: ¡no sabemos ser hermanos!

La evangelización tiene que llegar hasta allá, y ser capaz de ir aún más lejos: Hay que recobrar esos significados, hay que deseducar en el egoísmo y aprender a caminar por las rutas del desprendimiento, de la generosidad, del servicio. Tenemos que comprender que la fe está hecha de esas materias: de saber amar, de reconocer en Dios a un Padre y   de ser capaces de reconocer en cada prójimo a un hermano. Y, el siguiente paso será llevarlos siempre en mente, para aplicarlos a todo momento y a toda circunstancia.


En una tercera señal caminera leemos: ¡No nos quedemos cortos no haciendo el mal porque el cristiano se caracteriza por hacer el bien! Cuando alguien cae se torna, aun sin quererlo en un Caín –figura del pecado contra nuestro hermanos- esa persona necesita ser “rescatada”, tenemos que volverla a adquirir para la Salud. Eso es lo que nos reclama Jesús, llamarle la atención, invitarlo a volver, ganarlo. El verbo griego en el evangelio es ἐκέρδησας conjugación de κερδαίνω adquirir. Ahí conecta con Caín [Qayin] este nombre etimológicamente significa “me he adquirido” como nos lo explica Gn 4,1 por boca de Eva: “Gracias a Yavé me he adquirido un hijo”. Así, por nuestra naturaleza pecadora estamos inclinados a fallar pero gracias a Yavé, Sólo Misericordia, estamos previstos a ser re-adquiridos, no a quedarnos perdidos. Dios nos ha marcado en la frente, con la señal de la Cruz, en el bautismo, señal ya vaticinada en Gn 4, 15d, para impedir que nos maten, porque el Mismo Dios nos preserva pese a haber caído. Pero, no nos contentemos con no castigar matando, comprometámonos a rescatar, a re-adquirir. Inclusive si alguien nos fuerza a ex comunicar, será un recurso extremo en procura de su redención. Como un clamor de campana que gritara: “Te has hecho el sordo a la corrección, ahora tocamos la campana de la excomunión para que no puedas pretextar que no oíste, que no te diste cuenta de nuestro llamado clamoroso a volver por el buen camino”.


Leamos, además, otra seña vial que nos advierte contra la actitud sectaria que aglutina comités, cortes, tribunales, y que bajo el expediente de la defensa de la “doctrina” condena con el satánico esfuerzo de inocular la división. Ay de los que atentan contra la unidad, la que quería Jesús, sólida y firme como la que se da entre el Padre y el Hijo. A ellos los honra su fortísimo deseo de preservar la ortodoxia; los degrada el incurrir –quizá involuntariamente- en el fanatismo. La Iglesia está llamada a preservar lo tradicional pero, también está obligada a un constante aggiornamento, eso sí, sin desviarse ni un ápice de la Verdad de Jesucristo. Mantener la indisoluble unidad de esta moneda: de la cara (la tradición apostólica) y el sello (la necesidad histórica de abrir la ventana y dejar que el Espíritu Santo sople con los vientos de la actualización; la Iglesia para ser fiel a Jesucristo no puede oler a moho). «La Iglesia asiste en nuestros días a una grave crisis de la humanidad, que traerá consigo profundas mutaciones. Un orden nuevo se está gestando, y la Iglesia tiene ante sí misiones inmensas, como en las épocas más trágicas de la historia. Porque lo que se exige hoy de la Iglesia es que infunda en las venas de la humanidad actual la virtud perenne, vital y divina del Evangelio. La humanidad alardea de sus recientes conquistas en el campo científico y técnico, pero sufre también las consecuencias de un orden temporal que algunos han querido organizar prescindiendo de Dios. Por esto, el progreso espiritual del hombre contemporáneo no ha seguido los pasos del progreso material. De aquí surgen la indiferencia por los bienes inmortales, el afán desordenado por los placeres de la tierra, que el progreso técnico pone con tanta facilidad al alcance de todos, y, por último, un hecho completamente nuevo y desconcertante, cual es la existencia de un ateísmo militante, que ha invadido ya a muchos pueblos.»[4] En medio de ese marasmo navega la Iglesia, nuestra nave, en la que vamos juntos. No podemos callar ni –mucho menos- ignorar.




[1] Le Poittevin, P. Charpentier, Etienne. EL EVANGELIO SEGÚN SAN MATEO. Ed. Verbo Divino Estella-Navarra 1999. p. 54 Citando a E. Cothenet. SAINTETÉ DE L´EGLISE ET PECHÉS DES CHRÉTIENS: Nouvelle Revue Theologique 1974 p. 469
[2] JUAN PABLO II AUDIENCIA GENERAL Miércoles 24 de junio de 1992
[3] Mesters, Carlos CARTA A LOS ROMANOS. Ed. San Pablo Santafé de Bogotá-Colombia 1999. p. 62.
[4] JUAN XXIII.  CONSTITUCIÓN APOSTÓLICA HUMANAE SALUTIS.

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