sábado, 16 de septiembre de 2017

ESPIRITUALIDAD

Eclo 27,33-28, 9; Sal 102, 1-2. 3-4. 9-10. 11-12; Rm 14, 7-9; Mt 18, 25-31



                                                                Os doy un mandamiento nuevo -dice el Señor-: que os améis unos a otros, como yo os he amado.
Jn 13, 34

Ante todo, es necesario tener presente que la justicia bíblica no corresponde a nuestro sentido de justica expresado con un veredicto…
Enzo Bianchi

La definición elemental de justicia como la disposición de dar a cada quien lo que le corresponde, puede servir, con demasiada facilidad, y sirve, con demasiada frecuencia, de pantalla para cubrir nuestros deseos incontenibles de venganza.
Alejandro Angulo Novoa, s.j.

El amor puede, fácilmente, ser adulterado en su profundo significado y puede desvirtuarse o edulcorarse hasta lo melifluo, hasta hacer de él un fetiche empalagoso o repugnante. Nosotros tenemos –porque se nos ha dado- un itinerario para justipreciar lo que es el amor: El primer paso es tomar consciencia de la Presencia de Jesús como nuestra compañía constante, y, ante todo, ¡mirar al que traspasaron!


Ni se vayan a imaginar que simpatizamos, lo más mínimo, con el masoquismo; tampoco –y rotundamente ¡no!- aceptamos la violencia y la tortura, de ninguna manera. Simplemente constatamos una realidad donde campea y se pavonea. Es un hecho que está ahí, flagrante. Levantamos los ojos hacia el Crucifijo y nos damos de bruces con la Víctima, el Cordero de Dios, resultado de la maldad, de una crueldad inusitada que desalojó la propuesta originaria de fraternidad. Y preguntamos, desplazando nuestra responsabilidad, (porque tan inhumano atropello salió de nosotros mismos) ¿Cómo puede Dios permitir que se dé tanto dolor, cómo puede Él, quedarse impávido testimoniando el calvario de la humanidad?

Llegamos necesariamente al cruce de caminos entre el Dios-Creador, infinitamente Bondadoso, que no podía hacernos a su Imagen y Semejanza sí nos hacía criaturas manipulables a su antojo, y por eso ¡nos hizo libres! Y el Camino del Mismo Señor como Siervo-Sufriente (Y el Siervo-Sufriente no es sólo el Hijo, lo es también el Padre). La criatura de Dios –se podría decir- quedó “condenada” a su libertad, al riesgo del mal uso de esa libertad. No deberíamos decir “condenada”, porque la libertad no es una cadena sino que es –junto con la vida- nuestro mayor bien, el carisma verdadero del ser humano, el que nos permite subir, crecer, superarnos, vivir en el bien, escoger una vida santa. Por eso, más bien, deberíamos hablar de “adornados”. Pero claro, por la concupiscencia, esa secuela del pecado, la libertad no sólo nos engalana, sino que además nos “exige”, nos pone a prueba y, nos expone a fallar, a caer, a optar mal; por tal, no sólo podemos hablar sólo de estar “engalanados” con el carisma de la libertad (decimos carisma porque es una virtud que recibimos para hacer bien a los demás, para favorecer la comunidad, para construir en solidaridad; porque un carisma no se da para uno mismo, sino para los otros), sino que además, en ese contexto dado por el pecado original, hay que decir que la libertad no sólo nos adorna sino que nos deja expuestos, nos asoma al riesgo: Para poder obrar el bien, para ser agentes del bien y constructores de paz, debemos ser capaces de afrontar el riesgo. Esa dialéctica entre atributo y riesgo es lo que nos llevó –arriba- a hablar de estar “condenados a ser libres”, con una perspectiva casi existencialista.

Segundo paso: Pongámonos –por así decirlo- “en los zapatos” de María Santísima, al lado de la cruz, mientras su Hijo agonizaba. Tratemos tan siquiera de imaginar su dolor, su tristeza, su sufrimiento. Su dolor son “siete dolores”, es decir, todo el sufrimiento del mundo; una espada de dolor atravesó su alma (Cfr. Lc 2,35). Contemplemos el dolor de María que es el dolor de todas las madres de la tierra y de la historia que han perdido su hijo a manos del odio, la ira, la ambición…


Vamos al tercer paso: Pongamos en contemplación ante el dolor de Dios Padre que ve a su Hijo morir en la cruz. Si María, su Madre, sufre, ¿cómo sufrirá el Padre que lo ve todos los días de nuevo crucificado? He aquí la gran contradicción: Dios-Todopoderoso es, en este caso, la Víctima. El Padre contiene su Poder para ejercer su Poder: Dios crea, crea todo el tiempo, todo el tiempo crea seres humanos, según su Imagen y Semejanza, y los crea libres. Ahora puede retractar la libertad y salvar a su Hijo o… puede –porque el don de Dios es irrevocable- ratificar la libertad humana, conexa con el riesgo de caer, y dejar que su Hijo sea vejado, torturado y asesinado. «Ante la cólera de Dios, representada muchas veces en la Biblia, en lugar de escandalizarnos, deberíamos comprender que éste no es un capricho de Dios, no es un defecto de justicia, sino que es la expresión del sufrimiento de Dios, el cual sufre por el mal que ve cometer en el mundo, sufre la violencia, sufre el odio. Y, por tanto, su justicia se vuelve sufrimiento[1]

Y, aquí –ratifiquémoslo- destella la Bondad Omnipotente de Dios: Dios por Amor, resuelve sufrir antes que retirar el Don. Dios-Padre en vez de castigar y destruir, resuelve sufrir, permite que su criatura se vuelva contra Él. Así como María se hace abogada de todos los pecadores y Madre nuestra, pese a su Corazón atravesado de parte a parte, así Dios-Padre, en vez de quitar, da. Frente al paso avasallador del dolor, del sufrimiento y la muerte lo que hace es entregar, entregarse más. Entrega es su Victoria.


«Mateo fundamenta la necesidad de un perdón sin límites en la parábola evangélica  del siervo inmisericorde. Se trata de un funcionario, probablemente un gobernador en dependencia directa del rey, al que debía diez mil talentos… es la máxima cantidad imaginable en aquella época y es una suma simbólica que el rey perdona total y generosamente. Al oír el lector de labios de Jesús la condonación generosamente otorgada por el rey, piensa instintivamente que el agraciado repetirá el mismo gesto con su compañero. Pero no. Apenas sale agradecido de la presencia del rey encuentra a su compañero, desata violentamente su ira contra él y le exige el pago inmediato de la ridícula cantidad de cien denarios… sin atender a las súplicas de paciencia ni a las promesas de pagar hasta el último céntimo… No se puede tener por exagerada la exigencia del perdón hecha por Jesús. Es sencillamente un gesto de agradecimiento por el perdón sin medida recibido a diario de Dios. En la parábola pone Jesús en violento contraste la deuda inmensa contraída con Dios y la pequeña cantidad que nos debemos perdonar los hombres. Con este contraste nos hace comprender que nunca puede haber motivo razonable para negarnos al perdón.»[2]

La palabra per-don significa “super-regalo”, regalo-máximo. Con ese “Don” magnífico responde Dios a la violencia humana; al vicio fratricida Dios contesta con su Magnanimidad. “No está siempre acusando ni guarda rencor perpetuo; no nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestras iniquidades” (Sal 102, 9-10). Si Dios hubiera hecho gala de “poder” habría sido derrotado; como hace gala de su Generosidad Misericordiosa, entonces ha derrotado al Malvado. La Cruz es la Victoria sobre el mal y la muerte. La victoria definitiva, ya la muerte no tiene poder sobre nosotros, es el super-Don. “¡El Señor σπλαγχνισθεὶς tuvo lástima de aquel empleado y lo dejo marchar, perdonándole la deuda” (Mt 18, 27).

Hemos llegado a esa palabra clave del Evangelio según San Mateo: σπλαγχνισθεὶς del verbo σπλαγχνίζομαι, conmoverse, sentir piedad, lástima, tener misericordia. La voz σπλαγχνα se refiere a las entrañas, André Chouraqui piensa en la “matriz” y lo expresa como sentimiento matricial: «El Dios de la Biblia. Adonai Elohim, fue traducido al Deus del Olimpo, contra el que la idea monoteísta judía luchó. Y el Dios misericordioso es algo más en la Biblia. Es el dios-matriz (rahem), que hace con todos los hombres y la creación entera lo que la matriz con el feto. Más que dar misericordia, o tenerla, Dios da la vida y la mantiene» es lo que nos traduce Chouraqui. Allí donde la madre siente el dolor de su hijo, dolor-uterino, ¡Hijo de mis entrañas!, donde María siente ser taladrada mientras Jesús se desangra, en ese mismo punto del alma nuestro Dios sufre con su Hijo. Dios Padre no deja a su Hijo sólo sufriendo, no lo abandona, su Poder-Inagotable lo hace “conmoverse” con sus criaturas, perdonarlas; De esas –también- cinco Llagas en el Corazón de Dios-Padre brota el perdón: el Gran Poder del Espíritu Santo.

El Poder de Dios crea siempre, en todo instante está creando, infundiendo nueva vida. ¡Él no abandona! Porque su Poder es Eterno, sigue acompañando, velando, reconciliando, reconstruyendo, absolviendo, resucitando. Dios es Eternamente Puro, Él es Santo, Santo, Santo. En el corazón del pecador pueden vivir ira y cólera. En cambio, para Dios furor y cólera son odiosos (Cfr. Eclo 27, 33).

Sin embargo el Amor-Victorioso de Dios (el que coronó a su Hijo con la Corona de la Resurrección, extensiva a todos los que caminan su derrotero) puede quedarse, para nosotros, en una abstracción. Ese peligro nos acecha poderosamente. Nosotros estamos siempre  amenazados., en este caso la amenaza es dejar el amor en un ente abstracto, en una idea “pura”, cuando el amor es -por sobre todo- una práctica. Una vez más reconocemos que el ser humano tiene su libertad como un don precioso  que –en cada encrucijada- lo capacita para optar, y optar convenientemente, haciendo uso de esa libertad. Lo que nos define como humanos es la capacidad de optar y –fundamental, no sólo optar, sino perseverar en esa opción- a menos que descubramos que habíamos optado equivocadamente, entonces surge la “nueva opción”, cambiar pronto de opción para “corregir”.

«Admitámoslo, el perdón… supone un esfuerzo considerable. Exige tiempo y energía de parte del ofendido que debe mantener una lucha continua contra el egoísmo siempre dispuesto a aflorar en una tarea así,…El verdadero perdón… toma tiempo, implica un largo trabajo de maduración y una conversión del corazón, tanto de aquellos que perdonan como de quienes son perdonados… si el perdón se muestra como algo tan doloroso, es porque requiere lo mejor de la persona. Y por experiencia todos sabemos que es fácil tropezar con la debilidad.»[3]


En esa matriz de la “Misericordia” fue donde Dios tejió nuestras células, e infundió vida y nos dio el ser que somos. Pero, ese ser-digno, precisamente “digno” porque libre, no opta por una suerte de espontaneismo sino que apela a su voluntad. Cada opción se toma y se sostiene firme con la firmeza de nuestra decisión. Eso va directamente en contra de la mentalidad que reacciona para optar según sus impulsos espontáneos, porque “le nace” o “no le nace”. (Y recordemos que, para tomar nuestras decisiones Dios no nos dejó a la deriva, nos “revelo” su Ley, y –además- nos legó la Iglesia, Madre y Maestra).

En cambio, el conmoverse sí es un movimiento espontaneo de nuestras “entrañas”, está en nuestro ADN-Divino, somos capaces de solidaridad, de afectarnos ante el dolor del otro, ante la debilidad del desprotegido, somos capaces de “tener entrañas de misericordia” ante el dolor del hermano, y no pasar indiferentes como el Sacerdote y el levita de la otra parábola.


Amar y perdonar son opciones que se toman y se sostienen por nuestro “compromiso”, que es la coherencia del ser humano que lucha, todos los días, por caminar los senderos del bien, por respetar la ley de Dios, por andar los caminos que el Señor nos indicó y no comer del fruto prohibido. Coherencia con el Gran Mandamiento de Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo. Estas opciones son –por principio- anti-homicidas, nos llaman a arrancarnos el cainismo, a detestar el fratricidio, en todas sus formas, irrespeto, como insolencia, como calumnia, como percepción de enemistad, nos llaman a perdonar y a caminar con la carga ajena el doble de lejos, y si te piden la capa, a darles también el manto y si te abofetearon en la mejilla derecha, a ofréceles enseguida la derecha (Cfr. Mt. 5, 39-41). Así es, el compromiso con el Bien es un sendero de Perfección. La coherencia es una tarea que se reinicia a cada instante, sólo el que persevere hasta el fin se salvará (Cfr. Mt 24, 13).

Amar y perdonar están inextricablemente unidos. Son, como se suele decir, las dos caras de una misma moneda. Y no son cosas que nos salen así como al que le nace bostezar, son fruto del propósito sostenido, prolongado, incesante. Surgen de la fuerza del corazón, animado por el Espíritu Santo. ¡Nosotros solos no podemos! Es Dios quien obrando en nosotros nos da la fortaleza de la voluntad para poder perseverar. Pero esa fortaleza hay que pedirla y aceptarla, también hay que “optar” por ella, escogerla como parte de (y perdónesenos la metáfora bélica) nuestro arsenal.


«La espiritualidad ni es abstracta ni es ingenua… Lo que se propone aquí es completar lo que ya estamos haciendo con ineficiencia debido al descuido generalizado de esa dimensión del amor que es la que mueve a los humanos.»[4] Apelamos a todo este tejido de valores cristianos, que constituyen lo que podemos llamar vida en el Espíritu.







[1] Enzo Bianchi. LAS PARADOJAS DE LA CRUZ Ed. San Pablo Bogotá. D.C.-Colombia. 2001 p. 55
[2] Grün, Anselm. SI ACEPTAS PERDONARTE, PERDONARAS. Narcea, S.A. de Ediciones. Madrid –España 2005 p. 19
[3] Nadeau, Marie-Thérèse PERDONAR LO IMPERDONABLE San Pablo Bogotá-Colombia 2003 p. 24
[4] Angulo Novoa, Alejandro. s.j  ESPIRITUALIDAD Y CONSTRUCCIÓN DE PAZ Bogotá D.C. CINEP/ Programa por la Paz, abril de 2014

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