sábado, 31 de octubre de 2015

PARA LLEGAR A ESTAR ANTE EL TRONO Y EL CORDERO



Ap 7, 2-4, 9-14; Sal 23, 1-2. 3-4ab; 1Jn 3, 1-3; Mateo 5, 1-12

Para entender las bienaventuranzas hay que partir de la apódosis, es decir, de la promesa vinculada a cada una de ellas.
Raniero Cantalamessa

Los siglos II y I antes de nuestra era, asistieron en Roma -entre las familias de prosapia- al auge de un pensamiento en el que dominaba la idea de sobriedad. Ese impulso a la sencillez iba acompañado de un rechazo del lujo y la sofisticación. Así llegó a dominar en aquella sociedad un ideal virtuoso, acompañado de cierto sentido de desprendimiento, de prudencia, fortaleza y autodominio; sin esperar demasiado, sin desear demasiado, sin angustias frente a lo inevitable, asumiendo con resignación lo que no podemos cambiar. Esta posición iba acompañada de otro valor, un sentido de fraternidad universal que superara las distinciones de sexo, clase social, raza, la distinción entre libres o esclavos.
Pero este modo de pensar, lleno de altos y nobles valores puede llevarse hasta la frontera de la indiferencia, de la indolencia, de la abulia. Así, se puede fetichizar un ideal estoico reduciéndolo al quietismo, a la pasividad a la ausencia de compromiso.


Muchos han creído que la santidad que busca el discípulo cristiano tiene que estar dominada por un “desinterés” absoluto. Algunas maneras de enfocar el cristianismo rayan en el límite de pedir el desprendimiento de no querer nada, de no aspirar a nada. Tenemos que decir que la fe que nos mueve está –por el contrario- imbuida del mayor interés, un interés que visto a fondo, es bastante egoísta, es el afán por poseer y alcanzar los bienes supremos, también supremos en durabilidad.

Y eso es lo que pasa, no es que no ambicionemos nada; es que anhelamos alcanzar los bienes duraderos, más aún, nos afanamos por los bienes eternamente duraderos. Queremos alcanzar la contemplación directa del rostro de Dios y por eso desdeñamos los bienes fungibles. Y es que “El reinado de Dios se parece a un tesoro escondido en el campo, que al descubrirlo un hombre, lo vuelve a esconder, y todo contento, vende todas sus posesiones para comprar aquel campo.” (Mt 13, 44). Aquí se pone en evidencia que al desprenderse de todo no persigue quedarse con nada; por el contrario- es que quiere poseer un bien, sólo que se trata de poseer uno más valioso. También en la parábola de aquel que vino a ponerse de rodillas ante Jesús, se ve un interés muy claramente definido: “¿Qué he de hacer para heredar la vida eterna?”(Mc 10, 17e) Quiere decir que aun siendo rico –como el verso 22 nos lo deja saber- sentía que no alcanzaba la posesión de lo que es realmente valioso, y andaba en pos de ello, pero –y he allí lo triste- sus propiedades lo habían encadenado, robándole su libertad para poderse desprender de todas sus posesiones y haber “comprado aquel campo”. ¿Cuál campo? ¡Pues el reinado de Dios! Ese es el discipulado, abandonar lo pasajero, lo deleznable, lo fútil y dedicarse a lo incorruptible, a lo trascendente a “todo lo que sale de la boca de Dios”; consagrar la vida a lo que el Señor nos muestra como la vía a la verdadera felicidad, o sea la ruta a la bienaventuranza.

Así pues, esa dedicación que Jesús ha venido mostrando con los suyos,  en estos últimos Domingos del año litúrgico nos han traído a este Domingo –el XXXI- donde por pura coincidencia nos ha correspondido celebrar la Fiesta de Todos los Santos y Santas del Cielo, entregándose a enseñarles la ruta y mostrarles sus opciones y compromisos. Miremos atentamente lo que nos dice San Juan en la Segunda Lectura: “Ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando Él se manifieste, seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es. Todo el que espera en Él de esa manera se purifica, como Él es puro.” (1Jn 3, 2-3) es decir, el tesoro que hemos encontrado es el de “seguir a Jesús” y ese discipulado es el tesoro por el que vale la pena renunciar a todo lo demás.


Permítasenos una parrafada  del Padre Gustavo Baena S.J.: «Si Cristo no está en las personas, no está en ninguna otra parte, porque la presencia de Cristo sólo es posible en personas: No puede estar en una vaca, ni en un caballo, ni en un asiento, ni en ninguna cosa. O está en personas o en ninguna parte. Qué tal que ustedes dijeran que están presentes personalmente en una caja de galletas. Una caja de galletas no resiste la presencia de una persona; quien resiste la presencia de una persona es otra persona. Esa es una verdad, de estilo metafísico, es decir, de coherencias metafísicas… en la comunidad, Cristo está en las personas y las que son sacramentos de Cristo son cada una de las personas. ¿Qué es lo fundamental? Lo fundamental de un sacramento es que Jesucristo  habite en la persona por su espíritu y al habitar en ella, hace del cristiano otro Cristo. Nosotros no somos parecidos a Cristo porque nos hayamos puesto a imitar a Jesús…. Escuchemos la fábula del sapo y la vaca: “Había un sapo bien grande, y vio en un prado a una vaca y le pareció enormemente bella. Entonces dijo el sapo, qué bueno ser vaca porque yo al fin y al cabo, si me mido por la cabeza, soy grande. Qué bueno que yo me inflara, porque yo soy una cabeza grande pero arrugada, y si yo me inflo como la vaca. Llego a ser como ella. Entonces el sapo se puso a hacer esfuerzos para ser como la vaca y se estalló, se reventó”… El ser humano no es capaz de ser como el otro. Algo más, si ustedes trataran de imitar a Jesús, quiere decir que renuncian a ustedes mismos para ser como el otro… Uno no llega a ser como Jesucristo imitando a Jesús, sino dejándose poseer por Jesús, para que haga de mí ese mismo Jesús, otro Jesús.»[1]

No se trata de imitación sino de disposición, de apertura, de disponibilidad para el seguimiento fiel, es decir: fe y obediencia. ¡Aun cuando muy poco nos guste esta palabra hoy día! Como nos lo recuerda la primera lectura de este XXXI Domingo Ordinario del ciclo B: “La alabanza, la gloria, la sabiduría, la acción de gracias, el honor, el poder y la fuerza, se le deben siempre a nuestro Dios. ¡Amén!”(Ap. 7, 12)

¡Sí! No podemos ser como Jesús, nos estallaríamos, pero podemos abrirnos a su escucha, podemos hacer dócil nuestro corazón, en el mismo sentido que lo hizo Santa María, Madre de Dios: “Hágase en mi según tu palabra” (Lc 1, 38c) “¿Quién subirá hasta el monte del Señor? / ¿Quién podrá entrar en su recinto santo? / El de corazón limpio y manos puras / y que no jura en falso”. (Sal 23, 3-4) Así, enfrentados a la dificultad para alcanzar la talla del Maestro, Él mismo nos da las pautas ruteras para poder “entregarnos”, para alcanzar la “conversión”. Estas pautas “camineras”, estas señales del tráfico metafísico son las bienaventuranzas.


No habíamos notado que la primera y la última de las bienaventuranzas están en presente pero de la segunda a la séptima están en futuro, como una ratificación de su apódosis; porque no es la pobreza en sí misma la que nos abre las puertas; es la providencia generosísima de Dios y la gracia del Espíritu Santo que sopla donde quiere. Así que por su tiempo verbal las bienaventuranzas son escatológicas, se refieren el ya pero todavía no. Tienen un incuestionable valor antropológico porque nos dicen como el hombre transita hacia el punto Omega y puede acrecentar sus potencialidades pero también son ricas como soteriología, porque entrañan la promesa de lo que se recibirá: la salvación de la herencia que es la vida eterna. ¡Siguiendo la ruta que nos proponen, nos salvaremos!

La Iglesia no hace santos, solamente declara y formaliza ante la comunidad creyente que hay quienes han transitado la ruta y eso no hace otra cosa que demostrarnos que es muy difícil, pero, que ¡para Dios no hay imposibles!



[1] Baena, Gustavo. S.J. LA VIDA SACRAMENTAL. Col Berchmans Santiago de Cali- Colombia 1998. pp. 27-28

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