sábado, 6 de octubre de 2012

COMUNIDAD PERFECTA COMO CRISTO Y LA IGLESIA


La Plenitud del hombre consiste en aprender el Amor de Dios
para poder amar así, con sabor de eternidad,
no por un momento, sino, amar sin fin.
Gn 2, 18-24; Sal 127, (1-6); Hb 2, 9-11; Mc 10, 2-16

Hemos ensuciado hasta el amor,
que es parte esencial de nuestra propia vida.
De esta manera incluso el amor de los esposos,
se ha vuelto como una moneda sin valor
y el matrimonio está quedando como un trapo.

Averardo Dini


1

Cada vez que se nos presenta la oportunidad predicamos la importancia de casarse a ciencia y conciencia, de haber escogido un compañero idóneo, pensando que va a ser una sociedad para toda la vida. Sin embargo, una vez evaluado el anuncio de la perennidad del Sacramento Conyugal y entregadas las “alertas” requeridas, aunadas al consejo de llegar a un conocimiento mutuo tan profundo y completo como sea posible, se tiene la sensación de haber quedado en gigantesca deuda con el auditorio.

Y, es que aún aquellas parejas que han llevado largos noviazgos y se han llegado a conocer “perfectamente”, muchas veces, a la vuelta de cualquier esquina, se encuentran con “sorpresas” desconcertantes; bien sea porque alguno de los dos “cambio” (y entre seres humanos ¿quien no cambia con el tiempo?) bien sea porque se traían su “secretito” bien guardado. En este punto nos viene a la memoria el recuerdo de una hermosa pareja que conocí y luego perdí de vista por cinco años, hasta que un buen día volví a encontrarme con la novia, quien me confesó que la unión se había disuelto puesto que había sorprendido in fraganti a su cónyuge en infidelidad con una pareja de su mismo sexo. Y el noviazgo había durado doce años…

No pocos casos, por el contrario muchísimos, son las parejas que conocen los puntos débiles de su compañero/a, pero confían que su gran “amor” lo cambiará todo (porque es bien sabido que “el amor lo puede todo”). Pero, una vez consumado el vínculo, sobreviene todo lo contrario: los defectos, en vez de desaparecer, se acrecientan, se agigantan, se “enranchan” y ahí se quedan, flamantes y campantes… y el “amor” se queda también, frustrado y decepcionado.

Con semejante cuadro, no es raro que muchos afirmen que el matrimonio tiene tantos riesgos que es mejor quedarse “así” (es decir, solteros, mientras tanto, y después con una “unión de hecho” que evade el “matrimonio” como si con eso pudiera conjurar los riesgos…).

Con no poca alegría y legítimo orgullo constatamos que las parejas que hacen su vida conyugal al amparo de a Iglesia, insertos en grupos de oración, encuentros de parejas, retiros espirituales y otras actividades pastorales, están mejor preparados para defender su amor y vivir su fidelidad. (debemos aclarar, por honestidad, que tampoco se trata de una vacuna infalible porque como dice el adagio popular “esas cosas se dan hasta en las mejores familias”, casos se dan y “de todo hay en la viña del Señor”) No obstante, tiene mejores herramientas y suelen responder a sus crisis con un estilo tan sólido, que la cosa termina por sacarlos fortalecidos y hacerlos más y mejor pareja.

En un ejercicio auto-crítico no pocas veces le hemos echado la culpa a los cursos pre-matrimoniales: A veces hemos pensado que son muy breves, o que no se alcanzan a tocar los asuntos con toda la profundidad que se requeriría. Normalmente estos cursos duran un sábado y un mañana de Domingo, o tres sábados consecutivos en una sola jornada. Los asistentes van muchas veces con el exclusivo ánimo de cumplir con esa “molesta” condición que ponen “esos curas”.

Algunas personas viene a estos cursos con una idea “prefabricada” de lo que es un matrimonio, donde se mezclan toda clase de “imaginaciones”, y sólo aceptan tomar el curso para poder “tener la ceremonia” porque eso sí les gusta, y –según dicen- han soñado con ella toda la vida. Pero el Sacramento, tal como lo propone la Iglesia, no les interesa ni lo más mínimo… Pasan allí las jornadas que se les piden, a desgano, haciendo la por cara que se pueda imaginar, y si es posible, y encuentran el ladito… polemizan con “alma, vida y sombrero”, porque el matrimonio no es lo que la Iglesia dice, sino lo que ellos se imaginan…

Al cabo de un tiempo, se tiene noticia del descalabro, porque en vez de intentar construir un sólido vínculo matrimonial, cada uno de los cónyuges se puso a la tarea de hacer realidad  su propia “utopía”, y así, en vez de un matrimonio, se tiene un manicomio con dos (o más locos si ya tienen hijos), cada “loco con su tema”.

No estamos en contra del matrimonio, todo lo contrario, creemos que es una institución, la única que llevada con acuerdo a las prescripciones que la Iglesia señala puede conducir a la felicidad y plenitud de los consortes; y dicho sea de paso, el mejor ámbito donde pueden crecer y formarse los hijos. Queremos, simplemente, decir que no basta con una boda hermosísima, que no basta con un noviazgo suficiente y racionalmente largo (descreemos firmemente de esos que alegan estar “tan enamorados” que no se aguantan más y se casan enseguida; su argumento es –siempre- que se aman tanto que “no se aguantan más”. Con toda seguridad, al cabo de un brevísimo lapso, “no se van a aguantar más” el uno al otro y se van a separar.), que no basta con creer que se conoce bien a la otra persona, que no basta con “amarse mucho”.


Hay dos elementos fundamentales que queremos mencionar como requisitos para fundar un matrimonio sobre bases sólidas:

-          La primera es no considerar el amor como una especia de gaseosa de botella opaca, que, te vas tomando, y en el momento más inesperado se agota. Estos van a parar inevitablemente a la declaración carí-lánguida de que “se nos acabó el amor”. Nada de eso, el amor es una decisión avalada por la voluntad y que la propia voluntad se encarga de mantener vivo (o de matar). Cuando la cosa se pone “color de hormiga”, cuando alguna duda o desfallecimiento amenaza con venir a debilitar las bases del “amor”, es la voluntad la que fortalece e insufla “cemento armado y varillas de acero” para garantizar la continuidad, el desarrollo y la maduración de ese Amor. Ese cemento que inyecta la voluntad tiene su fuente en la Gracia, ¡claro que si! La fuerza de la voluntad para poder resistir nos viene de Dios… y esta afirmación vale, y no sólo para el amor matrimonial.
-          La “oblatividad”. Si uno se casa para ser capataz y tirano déspota con esclav@ incorporad@, de hecho la cosa no va a resistir (a menos que la contraparte tenga el espíritu simétrico amo-esclavo). Amor –y esta frase suena a frase de cajón, pero así es- amor es entrega, donación, capacidad de servicio, profundo sentido del compartir, no de sacar ventaja, no de explotar al otro, no de avasallarlo… Es inevitable, al llegar hasta aquí, recordar a Jesús, quitándose el manto, atándose la toalla a la cintura, y, lavando los pies de sus discípulos.
La oblatividad tiene que ser capaz de superar el “egoísmo” con el pretexto de la auto-realización, por el derecho de los hijos de crecer en un hogar donde estén sus dos verdaderos padres.

Hace años leí una historia, absolutamente rimbombante, según la cual un hombre colocaba entre sus dientes una pajuela y luego atravesaba una larga fila de cientos de hombres que armados con látigos cada uno le propinaba un latigazo. Llegado al extremo de la fila, después que todos habían propinado su fuetazo, aquel “super-héroe” retiraba la pajilla de su boda para mostrar que ni siquiera había presionado los dientes durante la despiadada paliza. No le quito ni un ápice a la “literaturidad” del relato, pero hemos querido evocarlo para compararlo con el hermosísimo vínculo conyugal: A pesar de los cientos de lapos, al llegar al extremo, ni siquiera habremos presionado los dientes contra la pajilla, no habrá en ella ni la más mínima marca, porque la Gracia nos habrá sostenido en la fidelidad a la promesa formulada ante el Altar: Es por eso que en el Sacramento Matrimonial el ministro no es el Sacerdote, sino los contrayentes.

2

Dejamos atrás los cinco Domingos anteriores (22-26 de tiempo ordinario) donde leímos la Carta de Santiago; y, ahora entramos en los últimos siete domingos de este año litúrgico del ciclo B (27-33), donde leeremos como Segunda Lectura, apartes de la Carta a los Hebreos.

Atribuíamos esta carta, también, a San Pablo; pero, los investigadores modernos suponen que la autoría debe atribuirse a algún autor de la Escuela Paulina, muy compenetrado con el pensamiento de San Pablo, como pueden ser Bernabé, Apolo, Clemente Romano o Priscila (mencionada tanto en Hechos de los Apóstoles como en la epístola a los Romanos).

Uno de los temas de esta Carta es mostrar a Jesús como el Redentor. En la perícopa que leemos este Domingo, Jesús se abaja, τὸν δὲ βραχύ τι παρ’ ἀγγέλους ἠλαττωμένον, βλέπομεν Ἰησοῦν “vemos ya al que por un momento Dios hizo inferior a los ángeles, a Jesús” Hb 2, 9a. El se abajó, para igualarse a nosotros, y, nos dio con eso, credenciales salvíficas que nos alzan del barro hacía la Divinidad.

Cuando el hombre, en la persona de los Primeros Padres, cayó; el Malo le inoculó su baba. Así quedamos manchados con la concupiscencia, y es ella la que de esta manera incluso el amor de los esposos, lo ha vuelto como una moneda sin valor y el matrimonio está quedando como un trapo». Lo que pasa por nuestras manos, siempre amenaza con devaluarse, con sufrir un deterioro que es consecuencia de esa baba satánica.

Jesús, el Sumo y Eterno Sacerdote, es nuestro antídoto. La vacuna existe, pero es necesario que la busquemos, que nos la hagamos aplicar, y se denomina Vida Sacramental, y también Oración, oración con fe. Jesús anhela que nos pongamos la Vacuna de la Salvación, pero –como lo vimos en las dos semanas anteriores- no obliga, llama e invita, pero jamás constriñe. Aceptar a Dios es potestativo del hombre, lo potestativo de Dios es Amarnos (porque Dios es Amor). Por tanto, Jesús nos quiere como hermanos, nos purifica con la “oblación” de su Sangre: ὅπως χάριτι θεοῦ ὑπὲρ παντὸς γεύσηται θανάτου. “así, por la Misericordia de Dios la muerte que Él sufrió redunda en beneficio de todos”.Hb 2, 9c.

En esta carta aparece claramente consignado, y lo leemos en la perícopa de este Domingo XXVII Ordinario, “el Creador y Señor de todas las cosas quiere que todos sus hijos tengan parte en su Gloria” Hb 2, 10 Para alcanzar esa efusión sobre la humanidad “baboseada” por el Malo, Jesús alcanzó la “Perfección” acrisolándose en el sufrimiento.

Ese Amor que permitió a Jesús ofrecerse como Hostia Santa, hacerse Oblación Pura y Perfecta, lo logró con esa Voluntad Férrea a la que aludíamos arriba, manteniéndose firme en la decisión de amar “contra viento y marea”, más fuerte y firme que “cemento armado y varillas de acero”.

Gloria sea dada a nuestro Redentor que nos elevó a ser co-partícipes de la misma naturaleza, Él, al hacerse hombre, “des-babeó” a la humanidad y elevó la dignidad humana a la inconmensurable dimensión de lo Divino. “Nos hizo, poco menos que ángeles”

 [5] ¿qué es el hombre, para que te acuerdes de él? ¿Qué es el hijo de Adán para que cuides de él?
 [6] Un poco inferior a un dios lo hiciste, lo coronaste de gloria y esplendor.
 [7] Le has hecho que domine las obras de tus manos, tú lo has puesto todo bajo sus pies:
 [8] ovejas y bueyes por doquier, y también los animales silvestres,
 [9] aves del cielo y peces del mar, y cuantos surcan las sendas del océano.

 [10] ¡Oh Señor, Dios nuestro, qué grande es tu Nombre en toda la tierra!
                                                                                                          Sal 8, (5-10)

Aúnque, νῦν δὲ οὔπω ὁρῶμεν αὐτῷ τὰ πάντα ὑποτεταγμένα· “es verdad que todavía no vemos que el universo entero le esté sometido”. Hb 2, 8c






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