sábado, 18 de julio de 2020

PLEGARSE AL RITMO DE DIOS



Sb 12,13.16-19;Sal 86(85),5-6.9-10,15-16a;  Rm 8,26-27; Mt 13,24-43

El mal no perjudica el bien, sino que colabora a su pleno triunfo: no es para la perdición sino para la salvación. Realmente todo coopera al bien… El mal no es originario, sino parasitario.
Silvano Fausti

A mí me encanta cuando el propietario dice a sus servidores que no tengan prisa y que dejen que la cizaña crezca con el trigo.
Helder Câmara

Este Domingo XVI del ciclo A, del Tiempo Ordinario, gira en torno a la justicia. Pero la idea de “justicia” hay que ponerla en contexto bíblico, porque no se trata de la justicia que llamamos “ley del embudo”, no es, tampoco, –como siempre insistimos- una justicia de carácter retaliativo, lejos de Dios toda expresión de rencor, que por definición de su Divinidad, le es ajena. En las Lecturas de este XVI Domingo Ordinario del ciclo A, se entrecruzan los siguientes hilos: Perdón, Misericordia, Espíritu y siembra de la buena y de la mala semilla. En la dialéctica del entretejido de esas hebras sale a resplandecer el concepto de Justicia. Analicemos como se traban estas fibras para entregarnos su “Revelación”; procuremos adentrarnos en el Misterio del Tiempo de Dios, “hágase tu Voluntad” tiene que ver con esa armonía entre lo que queremos hacer para la mayor Gloria de Dios y el momento de hacerlo; no basta preguntarle a Dios que quiere que hagamos, también tenemos que estar atentos a descubrir cuando quiere que lo hagamos y tratar de cumplirlo ni antes, ni después.

Del Libro de la Sabiduría
Para la Primera Lectura, la perícopa que leemos este Domingo, proviene de la tercera sección de este Libro, donde se habla de la Sabiduría Divina manifestada a través de los aconteceres históricos del pueblo escogido (capítulos 10-19), La primera parte se ocupa de distinguir cómo actúan los buenos y los malos, señalando que –al término- serán juzgados por Dios revestido de su “armadura” de justicia; la segunda parte, nos propone como proyecto de vida, la búsqueda de la sabiduría; y, finalmente la tercera, señala que la Sabiduría dejó el Cielo para venir a habitar en el cronos, en la dimensión que nos es propia, la de la temporalidad. Entremos en el contexto de esta perícopa, donde se nos dice que Dios “aborreció a los antiguos habitantes de Canaán” porque se dedicaban a la magia y practicaban rituales donde se comía órganos y hasta sangre humana y se sacrificaban niños. Pese a eso, Dios no los aniquiló de repente, sino poco a poco, para darles oportunidad para el arrepentimiento.


Aquí encontramos un tesoro de Revelación: la explicación del poder de Dios. Normalmente visualizamos el poder –desde nuestra óptica humana- como “fuerza”, como autoridad de dominación, como capacidad hegemónica para someter. En cambio, el poder omnímodo de Dios  “precisamente porque dispones de tan gran poder, juzgas con bondad y nos gobiernas con gran misericordia, porque puedes usar de tu poder en el momento que quieras.” (Sb 12, 18). «Precisamente porque puedes hacer cuanto quieres podrías atropellarnos, podrías pisotearnos, podrías torturarnos, podrías tratarnos cruelmente; pero no, precisamente porque puedes hacer lo que quieres, nos amas, porque tienes los recursos para ser misericordioso y esperar que los hombres vuelvan al buen camino.»[1] Así, teniendo “tan gran poder”, no tiene ninguna premura en ejercerlo, no lo desata de buenas a primeras, sino –por el contrario- nos da largas, como lo dice en el verso de Sb 12,10, “para darles oportunidad de arrepentirse”. Él no se arroga –porque no lo necesita, porque está por encima de las arrogancias, de las apariencias, de la prepotencia- demostrar ese poderío; sino que da prioridad a la bondad y al perdón. Así podemos, en consecuencia, reconocer la omnipotencia de Dios como justicia, bondad y perdón, lo cual es todo lo contrario de nuestra comprensión del poder que tiene prisa en aplastar, explotar, oprimir y subyugar.

¿Qué nos enseña Dios con esta, su manera de actuar? ¿Cómo debemos obrar nosotros –los que aspiramos a ser llamados justos- si así obra nuestro Padre Celestial? (recordemos que en el contexto judaico lo que ellos denominaban “justo”, es lo que nosotros llamamos santo). “El hombre justo debe ser bondadoso”. Ahí tenemos la respuesta, y esa respuesta nos lleva al eje que hemos propuesto: Justicia compasiva, no retaliativa; justicia misericordiosa, no vengativa. Pero no se queda ahí la enseñanza que recibimos, a esta enseñanza se añade la que el texto llama “una bella esperanza”: La oportunidad que tenemos de arrepentirnos de nuestros pecados. (Sb 12, 19c).

La plegaria de David
Los Salmos y los Profetas, en diversas oportunidades nos advierten que Dios es un Dios “lento a la cólera y rico en clemencia” que no ansía la perdición sino que es Generosísimo en perdón y su Misericordia está siempre ahí cerca del pecador arrepentido. Teniendo esto en mente, podemos comprender mejor lo que Dios espera de nosotros: No buscar que nadie se pierda sino abrir, nosotros también, nuestro corazón para que todos se salven.

En esta oportunidad, el salmo responsorial es “La plegaria de David” nos encontramos, allí, con la siguiente afirmación: “Dios entrañable y compasivo, todo amor y lealtad, lento a la cólera, …[abundante en fidelidad a la Alianza y verdadero]” (Sal 85, 15). Esos dos rasgos nos revelan dos precisiones del Perfil de nuestro Padre del Cielo, ya en los versos 5-6, con los que abrimos el Salmo responsorial de hoy, nos encontramos con dos revelaciones:
a) כִּֽי־אַתָּ֣ה אֲ֭דֹנָי טֹ֣וב וְסַלָּ֑ח וְרַב־חֶ֝֗סֶד לְכָל־קֹרְאֶֽיךָ׃ Tú Señor, eres bueno y perdonas
b) eres todo amor con los que te invocan (observemos que nuevamente se repite la expresión que alude a la fidelidad con lo pactado: חֶ֝֗סֶד. Esta Hessed (bondad amorosa), se nos dice, es amor, porque Dios es Amor).

Fidelidad significa, entonces, que ¡Dios mantiene su Alianza con el hombre! ¡No la quebrantará jamás!

La epístola
Seguimos en la Carta a los Romanos. Hoy tenemos una idea muy importante para entender nuestra existencia insertada en la trama histórica. En un continuo histórico de siglos y siglos, generaciones y generaciones, nosotros somos pequeños como hormiguitas, muchas veces nos visualizamos simplemente como un número: un número de turno en la fila de atención, un número de identificación, un número en la lista del aula, un número en la seguridad social que si no está debidamente codificado y con cuota al día, ni  siquiera recibirá atención y se le dejará morir sin asistencia.

¡Y en ese “inextricable” nos vemos insignificantes! Muchas personas dicen y verdaderamente se ven menores que “un cero a la izquierda”; asistimos a una desvalorización de la persona humana tan curiosa como peligrosa que se puede explicar como parte de un proceso de alienación que nos convierte en seres manipulables: Si realmente soy tan insignificante y lo que yo haga no vale nada y no implica nada ¿qué más da si hago “a” o si hago “b”? y si opto por vida o muerte ¿eso qué puede importar? Esa devaluación de la persona abre las puertas del individualismo más solitario, a la vez que al relativismo más recalcitrante; pero, lo que nos parece más grave todavía, desemboca en una inmoralidad desesperada: si todo es relativo ¡todo vale nada y el resto vale menos!

Si soy sólo yo y sólo yo valgo y sólo mi opinión tiene “valor” quedo reducido a nadie, porque los demás no me importan, porque los demás no valen, porque los demás no existen. ¡A mí qué me importa si al otro le duele o lo que le pasa, si sólo yo soy! Si me hablan yo no oigo, no atiendo, y tengo la impresión de que sólo lo que yo hablo, tiene importancia, y el otro piensa lo mismo, así vamos a parar a diálogos de sordos, donde todos hablan y nadie escucha. Quedamos reducidos a seres a-sociales, pero –aún peor- si no tomo en cuenta a los demás –automáticamente- mi asocialidad se convierte en anti-socialidad porque mis actos y mis decisiones dañan a otros pero yo me hago el que no se da cuenta, que el otro no existe o, por lo menos, que si existe a mi qué me importa (¿Soy yo acaso el guardia de mi hermano? (Gn 4, 9c)). Vayamos de regreso al Libro de la Sabiduría, donde casualmente el capítulo 12 inicia con la siguiente exclamación: “Porque en todos los seres está Tu Espíritu Inmortal”.


Ese Espíritu que nos inhabita,…Él no nos creó para que nos perdiéramos; y, en ese Proyecto Salvífico se incluyó Él mismo, comprometió lo que Él más ama. Como un padre o una madre no dudan en dar una parte de sí mismos, un órgano y hasta su propia vida, así Dios Padre decidió entregar a Su Propio Hijo Jesucristo Nuestro Señor para redimirnos. …“somos  insignificantes e intrascendentes” ¡Eso quiere el Malo que creamos para sumirnos en la impotencia, para que no hagamos nada o lo que es más destructivo, para que torzamos el camino y obremos en contra de “lo que debemos”! (Una de las patrañas del Malo ha consistido en inculcarnos una reacción alérgica contra todo lo que nos suene a “deber”, su slogan es “lo único que tengo es que morirme”, no es raro, porque él sabe que ya está muerto).

¿Cuánto valemos, cada uno de nosotros, para que Dios se la hubiera jugado toda por nosotros? El Espíritu que está en nosotros y por ser Espíritu de Dios si tiene la Sabiduría necesaria que brota de conocernos hasta la médula, Él sí sabe lo que pide y sabe pedir, podemos estar seguros que pide exactamente con un pedido “hecho a la medida”. En medio de nuestra obnubilación de pecadores no entendemos el idioma Celestial con el que habla el Espíritu, para nosotros son simplemente “gemidos inefables”. En eso consiste la inhabitación por el Espíritu: Precisamente valemos tanto porque Dios despliega toda su “Hessed” en favor nuestro. Cuando se dice que somos un pueblo escogido se debería añadir: Somos un pueblo que Dios se ha escogido para amarnos. ¡Y en verdad que nos ama!

¡Hay que dejar que la cizaña “conviva” con la semilla buena!
Seguimos en la línea del Reino de Dios. Hay una continuidad entre la parábola del Domingo anterior y las de hoy. Se trataba de un sembrar, de un sembrador y de un sembradío. Vimos con sorpresa el Domingo pasado cómo siembra Dios, no usa las altas tecnologías de maximización del beneficio. Él siembra aventando la semilla a diestra y siniestra sin preocuparse si habrá despilfarro de la semilla, sin entrar en cálculos previos de eficiencia en el sembrado. Él no aplica ningún tipo de discriminación, lo hemos visto sembrar entre cardos y abrojos, entre piedras y en terreno áspero. ¡Sorpresa! Muchas veces, esa semilla -la menos favorecida por el tipo de terreno en que cayó- ha cargado más de treinta, más de sesenta, más del cien por ciento.


Cuando alguien cultiva, no está exento de las envidias; no nos debe extrañar que algún vecino “malvado” quisiera venir a perjudicar los cultivos y viniera a sembrar cizaña entre la “semilla buena”. Claro que el enemigo no obra abiertamente, aprovecha la oscuridad y viene de noche “mientras los trabajadores duermen” (por eso en varias partes Jesús nos recomienda que velemos y estemos alertas, y en otra parte - nos reprochaba que no pudimos velar ni una hora con Él Mt 26, 40b). ¿Qué hacer con la cizaña?“¿Quieres que vayamos a arrancarla?” preguntan los discípulos. Siempre hemos intentado separar, segregar, discriminar, descartar, ir a arrancar precipitadamente lo que el enemigo intruso vino a plantar; pero Jesús nos corrige, ¡Dejen que crezcan juntas!

La justicia consiste en dar a cada uno según sus merecimientos. Pero nosotros somos débiles, y el Señor nos conoce mejor que nosotros mismos.  Para el Señor, que tan perfectamente nos conoce, no es ninguna sorpresa el que los débiles sean débiles, el que la arcilla sea arcilla. Él lo sabe estupendamente bien, porque nos ha creado, porque nos sigue a cada instante. Lo sabe. Sabe que en esta tierra de los hombres hay mucha más debilidad que malicia. Que, en la raíz, lo que hay sobre todo es debilidad. Y el Señor nos ve siempre por la raíz…[2]

La paciente espera frente a la cizaña que crece entreverada con el trigo proviene de la Paciencia Misericordiosa de Dios con los pecadores, a quienes da abundante plazo para corregirse, el plazo también es Gracia y nuestra paciencia es hija de su Misericordia; la parábola de Jesús explicita mucho mejor la Misericordia: “al arrancar la cizaña puede llegar a ocurrir que también arranquemos {ἐκριζόω}[3] el trigo” (Mt 13, 29).

¿Qué debemos hacer? ¡Vivir reconciliados! Permitir la coexistencia, no pasivamente, no dejando a la cizaña crecer a sus anchas, sino oponiéndole resistencia. Hay que velar y resistir: A esta perseverancia la podemos catalogar de resistencia activa. ¡Ojo! No podemos permitirnos una resistencia pasiva, no podemos abandonarnos al dolce far niente, el tema de la fe no es el tema de la modorra y la pereza ¡Hemos de ser diligentes!

La resistencia está conectada con los “ritmos de Dios”. Uno de nuestros aprendizajes está orientado a sincronizar nuestro reloj vital con el Reloj de Dios. Hay que ajustarse a la “cadencia” divina. Nada de desespero, nada de angustias, paciencia (no pasividad). Vienen entonces dos parábolas breves que ilustran este tema: Cuando se siembre la semilla de mostaza, aun cuando sea minúscula llegará a ser arbusto habitable para pájaros, no para uno sino para una pluralidad de ellos (Comunidad), puesto que el arbusto no será diminuto, sino de amplio ramaje. Pero de semilla a arbusto hay un tiempo, el tiempo de Dios, tiempo de paciencia, de espera vigilante. Otro tanto pasa con la levadura, se mezcla con el triple de harina, y -los panaderos lo saben- ¡no hay que meterle prisa sino concederle su tiempo!

Hay una razón muy profunda para esta benevolencia paciente, nadie puede presumir de santidad, ni siquiera los que después serán canonizados, la vida es una oportunidad maravillosa para vivirla en perfección, procurando enderezarnos a diario del barro; y, Tampoco nadie es perfecta e irreversiblemente malo que no merezca la coyuntura de abandonar ese pasado y hacerse a un proceso de metanoía. Ese es el trasfondo de Su Misericordiosa Paciencia.

«Jesús quisiera que fuéramos como Él. Esto significa dejar el puesto del conductor y dejar que el plan de Dios se desarrolle, desempeñando nuestra pequeña parte con iniciativa y energía, nunca asignándonos ni por un momento el papel del supervisor, que pertenece sólo a Dios. Es el Reino de Dios, no el nuestro; apenas sembramos y regamos, pero es Dios quien hace que las cosas crezcan (1Co 3, 6).»[4]




[1] Romero, Oscar Arnulfo HOMILIA XVI Domingo del Tiempo Ordinario Ciclo A (23 de julio de 1978)
http://www.servicioskoinonia.org
[2] Câmara, Dom Helder. EL EVANGELIO CON DOM HELDER Ed. Sal Terrae Santander–España. 2ª ed. 1985 p. 107
[3] Quisiéramos llamar la atención sobre el verbo griego ἐκ-ριζόω (sin raíz), arrancar por la raíz, quitarle la raíz; quitarle la raíz al trigo, en el contexto de la parábola, nosotros lo entendemos como privarlos de su fe; si arrancamos la cizaña, ¿qué creyente podría sostenerse en su fe? o ¿quién podría sentirse atraído por una religión así?, sería un “anti-testimonio.
[4] Casey, Michael. PLENAMENTE HUMANO PLENAMENTE DIVINO. Ed. San Pablo Bogotá-Colombia 2007 p. 113.

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