sábado, 6 de abril de 2019

CORRER HACIA LA META, CONSTRUYENDO EL REINO

Is 43, 16-21; Sal 126(125), 1-2ab.2cd-3.4-5. 6; fil 3, 8-14; Jn 8, 1-11


Desaparecen los enemigos, quedando sólo aquel que la ama con Amor Eterno.
Silvano Fausti

Retomamos con suma intensidad el tema de ruptura, de discontinuidad, hasta ese “punto” histórico veníamos considerando una Antigua Alianza y de pronto se trata de “algo” prodigiosamente Nuevo. Lo Antiguo era la aridez del Desierto del Neguev, su deslucida rocosidad, su desolada y áspera faz. ¡No sirve ni vale para nada! Su vista es deprimente, ni siquiera es un desierto “de película”, con hermosa arena amarilla, sino un territorio fieramente gris. Quizá esa “realidad” funcione muy adecuadamente como metáfora de la “muerte”.

Vienen entonces los torrentes del Neguev, que son una metáfora antónima, que hablan de la vida, mejor todavía, hablan de la Vida. Cuando los torrentes del Neguev anegan la zona, ya no se puede hablar de un desierto, sino que se transforma en un Jardín, además con un verde resplandeciente, un ¡verde-vital! Los torrentes del Neguev son una maravillosa expresión de la Resurrección, nos habla de ella; y al mencionarlos este Domingo Quinto de Cuaresma, preludiamos la Pascua. Al empezar a cerrar la Cuaresma, pasan los torrentes del Neguev y “anegan” la sequedad para que –exactamente- quince días más tarde estemos regocijándonos en la Resurrección, dejando atrás el Desierto del ayuno, la penitencia y la mortificación; nuestro luto penitente habrá de dar paso a la Plenitud del Resucitado. Acabemos de bajar en esta quincena, al fondo mismo de la aridez, para luego, como el paisaje del Neguev, mostrar el verde pujante vibrante y ubérrimo. Y es que, de toda esta experiencia de la Cuaresma y luego, como resultado de vivir intensamente el acompañamiento de Jesús hasta el Calvario, habríamos de injertarnos en ese Neguev fértil, fecundo, prolifero para culminar viviendo la Pascua en nuestra vida y en nuestro corazón.


La Cuaresma tiene, como tiempo de espiritualidad fuerte, un contenido sacramental doble: es penitencial y es bautismal. Vivimos la penitencia y la llevamos a su cima acudiendo al Sacramento de la Conversión y es bautismal corroborándolo con esta vivencia de ruptura para ser mujeres y hombres nuevos, en Jesucristo resucitado. Romper con las “mañas” que no nos dejan vivir una vida en Jesús y resurgir de las “aguas bautismales” purificados y revestidos del firme propósito de dejar que la semilla que el Espíritu Santo ha sembrado durante este tiempo experiencial, pueda expandirse, diseminarse, hacerse exuberante.

«Quiero invitarlos a todos –todos somos penitentes, necesitados de conversión- a cultivar algunos valores y a educarnos en algunas actitudes fundamentales en el camino de conversión.

Ante todo, pienso en la disponibilidad para que la Palabra de Dios juzgue nuestra vida: no somos nosotros árbitros y jueces últimos e inapelables de nuestra vida. La fe supone este dejarse modelar por la Palabra, y lleva a una lectura de nosotros mismos y de nuestras acciones que se inspira en criterios evangélicos.

La experiencia espiritual del penitente requiere también una renovada elección de seguir a Jesús; el deseo de mayor fidelidad al Maestro y una elección más coherente que nos ponga por los caminos recorridos por Él, constituye, en cierto sentido, el alma de un itinerario de conversión.»[1]

Ese tema de ruptura y quiebre está enunciado con porfiada insistencia en la Lecturas de este Quinto Domingo de Cuaresma va así: En la Primera Lectura, del Profeta Isaías, “«No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo; mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis?; en el Salmo, nos unimos al Salmista –que es la propia Voz de Dios que nos enseña a orar- con el salmo gradual 126(125), rogándole que obre la metanoia en nosotros, “Que el Señor cambie nuestra suerte, como los torrentes del Neguev”.  En la Carta que originalmente dirigiera San Pablo a los Filipenses y que hoy nos dirige a nosotros, esta idea de metanoia está consignada así, “No pienso haber conseguido el premio (o que ya esté en la meta). Sólo busco una cosa: olvidándome de lo que queda atrás y lanzándome hacia lo que está por delante, corro hacia σκοπός la meta, para ganar βραβεῖον el premio, al que Dios desde arriba llama en Cristo Jesús.”


Efectivamente, en el Tercer Domingo de Cuaresma Jesús mismo rogaba al Padre “no cortar todavía la higuera”, asumiendo el rol de ἀμπελουργός Hortelano-Encargado suplica a Su Padre aplazamiento, comprometiéndose Él mismo a remover la tierra y añadirle abono (¡perdónalos porque no saben lo que hacen!) y Él abonó la tierra con su Sangre y sus dolores. El Hortelano-Encargado pide plazo y eso es Misericordia, no cegarnos la vida hoy, sino darnos otro año para que al fin demos cosecha, y seamos fructíferos. Y en el Domingo anterior el de Lætare-, nos revestimos de Rosa para preludiar la Pascua, al corroborar que Nuestro Padre no ha cerrado ni los Brazos, ni su Ventana, ni las Puertas de su Misericordioso Corazón. Entonces, en un Torrente de Gracia, que debería –si nosotros se lo permitiéramos- empaparnos y hacer reverdecer del Verde-Vital  todo nuestro ser, viene el Evangelio de esta fecha a ratificar cómo hemos ingresado en una Nueva Edad, en la cual se invalida la rigidez de la Ley mosáica –en su interpretación escribana y farisaica- ¿qué puede tener de malo las tablas de la Ley?, nos preguntamos y sobreviene una respuesta sorprendente: que ellas dan el protagonismo al mal y al Malo y pierden de vista que el centro de la historia es Dios, y que Dios entró en la historia para estar en el Centro mismo del tiempo por medio de su Hijo- y Dios mismo, en la Persona de su Hijo, la reformula en los términos en que la lee la Divina Misericordia. Esa es la Nueva Alianza. ¡Cómo se hace Dios Señor de la Historia? Poniendo la suma atención no en el mal y mucho menos en el Maligno, sino en el germen del Amor que es la Vida.


Claro que muchos –especialmente aquellos “hermanos mayores que han estado ahí, sirviendo obedientemente durante años”, y aquellos que asumen vivir su rigurosidad purista pensando que “no tienen pecado”, quisieran volver a raspar las “Tablas del Sinaí”, las que tuvo Dios que darle a “un pueblo de dura cerviz” para seguir viviendo en la crueldad de la lapidación. “…siempre llevamos piedras en las manos. Siempre tenemos piedras que tirar contra los demás. Es terrible la manía que tenemos de juzgar y condenar. Y es bien difícil convertirse…»[2]

«…empiezan a retirarse a partir de los más viejos. Es el sistema opresor que se aparta para dar lugar al nuevo orden instaurado por Jesús.»[3] No vayamos a pensar que se está incentivando el adulterio sino que antes de apedrear al adultero tenemos que considerar si no hemos sido todos los que hemos construido un clima humano de pecado, más propicio a la crueldad que al perdón. ¡No! La “sentencia” que profiere Jesús –si nuestro pensar legalista quiere verla como “sentencia”- es, ¡atención!, “Anda, y en adelante no peques más”. Y con esta frase concluye la perícopa, tomada en esta data del Evangelio según San Juan. «demostró que no se destruye el mal eliminando a quien lo cometió, sino ofreciendo a quien ha pecado condiciones de vida nueva y plena»[4]

Nos interrogamos siempre con pía curiosidad que escribía Jesús con Su Dedo en el suelo. ¿Queréis saberlo verdaderamente? El suelo del Templo estaba hecho de piedra, y sobre esas piedras ¡Jesús está escribiendo las Tablas de la Nueva Ley, el Código de la Nueva Alianza, la Constitución del País de la Vida! La Ley del Amor, del Perdón, de la Misericordia: “Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más”. Jesús escribía en Piedra, las tablas del Amor en su Reino, ¡de su Reino!


Ya que Jesucristo nos ha alcanzado, haciéndose motor de nuestra vida, propulsor de nuestra existencia, no podemos abandonarnos en la laxitud y la dilación so pretexto de la fe, tenemos –por el contrario- que empeñarnos en la lucha y dar nuestro mejor, toda nuestra energía para alcanzar la meta y conquistar la presea; así, con todas nuestras fuerzas –que Dios las multiplicará y las vitalizará- luchar por alcanzar esa cabo, el que Dios nos reta a conquistar, el de consagrarnos a la construcción de Su Reino.



[1] Martini, Carlo María. POR LOS CAMINOS DEL SEÑOR MEDITACIONES PARA CADA DÍA Ed. San Pablo Santafé de Bogotá-Colombia 1995 p. 100
[2] Camara, Dom Helder. EL EVANGELIO CON DOM HELDER. Ed. Sal Terrae Santander-España 2ª ed. 1985 p. 122
[3] Bortolini, José. CÓMO LEER EL EVANGELIO DE JUAN. EL CAMINO DE LA VIDA. Ed. San Pablo. Bogotá Colombia 2002. p. 98
[4] Ibid.

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