Is 45, 1. 4-6; Salmo 95, 1. 3. 4-5. 7-8. 9-10a.e.; 1Tes 1,
1-5b; Mt 22, 15-21
La eternidad comienza aquí y ahora. Es aquí y ahora donde se
construye.
Helder Câmara
El verdadero Hijo de Dios, no tiene moneda para pagar el
impuesto (pero la puede crear en las entrañas de un pez, para pagar el impuesto
de Jesús y el de Pedro),
El
Hijo del Dueño-de-todo no tiene ni siquiera un denario; para poder ilustrar su
respuesta tiene que pedir uno prestado, para poder mostrar qué tiene impreso. En
esta situación se evidencia cuál es la riqueza de Jesús que se manifiesta,
precisamente, en su “no poseer ni siquiera la moneda que representaba la paga
de un jornal de trabajo”, no posee ni siquiera “la moneda del tributo”. El Rey
de Reyes, no tiene ni una moneda, siendo el Dueño Absoluto, precisamente por
eso su Efigie no está grabada en el sucio metal de la moneda, para no ser “manoseado”,
sólo puede estar impresa en el corazón del hombre, en el Sagrado Fuero de su
Conciencia.
Este
Domingo volvemos sobre la Realeza de nuestro Dios, YHWH es el Único Señor y
fuera de Él no hay otro; Él obra por amor, ama a su pueblo, el Pueblo-escogido,
obra –por caminos insospechados- en favor de ese pueblo, valiéndose hasta de
los que no son conscientes de servir a su Altísima Majestad, Nuestro Dios y
Señor. Hasta los que no lo conocen pueden ser vía para servir a sus designios.
Es Rey, pero ¡Alerta! No es un rey humano, es un Rey-Divino, y, así podemos
llegar a dar el gran salto, para entender que no es humano pero se ha humanado
para humanizar su imagen, imprimiendo su Soberanía en el que fue creado a
Imagen y Semejanza: Todo es de Dios, entreguémonos totalmente a Quien es
Nuestro Dueño y Señor.
Es
que tener la “Moneda del Impuesto” es sinónimo de dependencia, de esclavitud,
estar en condiciones de pagar tributo a un rey extranjero que nos avasalla, que
nos enajena la libertad, tener esa “riqueza” es andar, entre el bolsillo, con
las fichas del juego ajeno, del juego del enemigo: el juego de las monedas,
siempre nos encadenará a la ambición de tener otras y ser esclavo de las
efigies en ellas gravadas, sean escudos de armas, águilas imperiales o
serpientes venenosas.
En
cambio, Jesús vive en una libertad ejemplar que le permite vivir para ser
constructor del Reino de su Padre, una libertad que le permite consagrarse; y
sus propios contradictores lo reconocen, así sea para entramparlo: La riqueza
de Jesús no estriba en el manejo de monedas sino en su libertad soberana. Esta
libertad de Jesús lo expresan –en la perícopa del Evangelio que proclamamos
hoy- los labios del adversario, es una libertad que:
Ø Le permite ser siempre sincero
Ø Enseñar de verdad el camino de Dios
Ø No importarle el qué dirán
Ø No vivir ni depender de respetos
humanos
Ø No estar esclavizado por las
apariencias.
«Siempre
se discute acerca de “horizontalismo” y “verticalismo”, “evangelización” y
“humanización”. Yo estoy convencido de que el Señor no establece separación, y
menos aún oposición, entre ambas cosas. La historia de Dios y la historia de
los hombres están entremezcladas y avanzan conjuntamente.»[1] Sólo moviéndonos en el
espacio ilimitado de la libertad que nos enseña Jesús podemos ser obreros del Reino.
Cuando seamos capaces de discernir a qué juego nos “consagramos”, en la
dicotomía: Reinado de Dios o idolatría del César. La soberanía en la libertad
del hombre lo vincula con el compromiso, ya lo dijimos arriba; pero, de los
cinco rasgos de la libertad de Jesús hay uno que está de primero, hay uno que
lo caracteriza, -que acarrea a los otros- en la libertad del hombre que se
compromete con Dios: “Enseñar de verdad el camino de Dios”. Tan es el primero
que define el sentido del hombre religioso: define su misión.
Todos
los “fieles” estamos llamados a la fidelidad con el Reino; anunciar la Verdad
del Reino y el Camino de Dios que lleva a Él es nuestro compromiso, el sentido
de la vida, de la espiritualidad, de la fe. La fidelidad con ese compromiso es la
misión de construir –no en la soledad, no en el aislamiento de
“superman” -la figura mítica de las historietas- nosotros estamos invitados a
un “banquete” -como se precisó el Domingo anterior- donde nos sentamos hombro a
hombro y codo a codo a construir el Reino en equipo –con todo lo dificultoso que
puede ser trabajar en equipo; valorar las diferencias, lidiar con las
oposiciones, con los mal entendidos, con la diversidad de “puntos de vista” y
salir airosos y felices porque, por sobre todo eso, está la unidad (como Jesús
y el Padre son Uno), porque sobre todas esas dificultades resplandece el Cuerpo
Místico, Él saldrá triunfante (y esta es una Verdad de tipo escatológico)
estamos hablando del fin de la historia, del kairós. «A quienes pierden el
tiempo en discutir acerca de “horizontalismo” y “verticalismo”, yo siempre les
digo lo siguiente: “Ni la sola línea horizontal ni la sola línea vertical
pueden formar una cruz”. Para tener una verdadera cruz, debemos mantener
simultáneamente tanto la línea horizontal como la línea vertical. Y la línea
horizontal son los brazos de Cristo, abiertos a todos los grandes problemas
humanos.»[2]
Es,
precisamente de eso de lo que nos habla la Segunda Lectura tomada de la Primera
Carta a los Tesalonicenses: fe, amor y esperanza. Estas virtudes teologales
están sustentadas en pilares que, si leemos con atención son los que San Pablo
evidencia: la fe en las obras que la manifiestan, el amor en los trabajos
fatigosos que se emprenden; y, la ὑπομονῆς
resistencia de la esperanza que tiene como fundamento a Jesucristo Nuestro
Señor.
«Hoy
día estoy serenamente convencido de que la Iglesia no debe comprometerse y solidarizarse
más que con el pueblo… los gobiernos, tanto de derecha como de izquierda,… no
ven con buenos ojos que la Iglesia se encuentre con ese pueblo. Están
dispuestos a cubrirla de honores y de privilegios a condición de que se quede
en el templo, exclusivamente dedicada a dar alabanza a Dios mediante hermosas
liturgias. A condición de que no se inmiscuya en los problemas de hoy: los
problemas económicos, sociales y políticos… ¡son asuntos de la tierra, no del
reino de los Cielos!... nosotros no podemos aceptar esa postura, ese papel de
Iglesia–museo… Se trata de cumplir nuestro deber de hermanos para con los
hermanos sometidos a la prueba, al sufrimiento y a la opresión.»[3]
Pero
la verdadera alabanza trasciende el templo, la alabanza nos conduce a una Iglesia
que está “en salida”, estamos comprometidos con una misión (que cuaja sobre los
tres pilares teologales que nombró San Pablo): «Tenemos la responsabilidad de
ser hermanos de nuestros hermanos, sin necesidad de preguntarnos si son
católicos, cristianos o “creyentes”. Nos basta con saber que toda criatura
humana es hermana nuestra, hija del mismo Padre.»[4]
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