sábado, 8 de octubre de 2016

LOS VALORES DEL REINO


2R  5,14-17; Sal 97,1.2-3ab.3cd-4; 2 Tim 2,8-13; Lc 17,11-19

Este volver cerca de tu Altar
en el primer día después del sábado
no es tanto para pedirte algo
cuanto para hacer memoria de tu bondad,
para cantar tus alabanzas,
para decirte nuestra gratitud,…
Averardo Dini

El Domingo previo nos hemos encontrado con Dios en los labios del Hijo que nos  explica la relación de la criatura con Él comparándola con la relación entre el Amo y el esclavo. El esclavo no hace las cosas por un sueldo, las hace porque “tiene” que hacerlas, no se le llama para que opte, se le invita a la obediencia dócil de un hijo, no ha de negarse, y bien podemos decir que el Amo no tendría por qué entrar en consideraciones de qué tan cansado está el esclavo por su labor del día, sino que al llegar el Dueño tendrá que atenderlo y servirle y sólo después, cuando su Señor esté satisfecho, podrá hacer un alto para atender sus propias necesidades. Nada hay de especialmente meritorio en esa menara de conducirse del “esclavo”, en una sociedad de tal tipo sería absurdo y contraproducente que el amo entrara en “compasiones” y postergara el servicio en aras de dar descanso y tener consideraciones con quien por definición debe estar dispuesto a dar siempre prioridad a lo que demande su Dueño.

Este ejemplo-ilustración que da Jesús nos cuesta mucho entenderlo en el marco de la sociedad actual donde el trabajador tiene un horario que debe ser respetado y unos derechos que lo libran de tener que estar disponible las 24 horas, porque la esclavitud se ha abolido, y fuera del cine y la historia la desconocemos. En el espacio social donde se movió Jesús los esclavos eran –quizá- una mayoría. De hecho, prácticamente todos los judíos eran cuasi-esclavos del Imperio Romano y, sólo por citar un ejemplo, el Cireneo se vio obligado –simplemente por haber cruzado por allí- a ayudar a cargar la cruz de un Reo.


¿Significa esto que Jesús está a favor de la esclavitud? ¡Nada de esto! Recordemos que Dios es un Dios de la Liberación, que sacó a su pueblo de la esclavitud, en Egipto, con mano poderosa (Cfr.Ex 13, 3). Pero Jesús recurre a esta imagen para subrayar que Dios respecto de nosotros es, ante todo, nuestro Verdadero-Dueño. La humildad que el hombre requiere, para enderezar sus relaciones con Dios,  necesita entender que, estar hechos de polvo y ser pecadores, esclavos del mal, en muchos sentidos, empezando por la concupiscencia, nos asimila a los esclavos. Dios nos quiere dignificar, nos levanta del barro, pero nuestra tozudez nos regresa al fango, nos lo hace ver atractivo. El Malo se pinta seductor y nosotros nos espantamos ante los valores que Dios nos propone y preferimos ir por sus antípodas. Decid sí no, ¿os aterra la propuesta de la vida consagrada mientras que os atrae la farra y la bohemia? Y estáis agiles a argumentar contra lo “aburrido” de las horas de oración” y –en cambio- prestos a saltar sobre las noches de trago y vicio. ¡Somos desconcertantes!

Disculpadme ¿tenéis entre vuestros argumentos, en defensa de la vida licenciosa, que optar por ser un religioso o religiosa es una “esclavitud”? Y mirad cómo (para colmo de males) se ha vuelto un lugar común y moneda de difundida circulación en nuestra cultura, denunciar el “matrimonio” como otro tipo de “esclavitud”. Oímos decir, sin cesar, que al amor no hay que echarle “ataduras”. (Ya os lo hemos dicho, el Malo se pinta seductor). Pero aun cuando tanto nos cueste visualizarlo, nadie hay más libre que quien se ata a cumplir la Voluntad de Dios; ni hay nadie más esclavo que quien se ata a los vicios, por muy socialmente aprobados que estos estén.

Tomemos un ejemplo de un valor Divino contrapuesto a uno humano: Gratuidad-vs-salario. Evidentemente la gratuidad es hacer sin cobrar, en cambio, soldado es aquel que trabaja por un sueldo (claro que también olvidamos que el soldado es el que trabaja por sueldo y –para desviar la atención de esta fenómeno- pasamos a llamar al soldado “mercenario” y a entender que “soldado” es el que presta el servicio militar “obligatorio” de manera gratuita, por “deber patrio”). A primera vista, porque el Malo se pinta seductor, salta a nuestro corazón, y de allí a los labios, el legítimo derecho a devengar; pero, ¡atentos! ¿No veis que estamos hablando de amor? ¿Habíais perdido de vista que el Mandamiento de Dios es el Mandamiento del Amor? ¿Y que todo amor que se paga es “prostitución”? Luego, ¡por cumplir nuestro Mandamiento fundamental no podemos esperar paga! Es allí donde irrumpe –con toda su majestad- el valor de la gratuidad, porque todo cuanto hacemos, si lo hacemos por Amor de Dios ha de ser gratis. Por eso Eliseo no aceptó nada de manos de Naaman, el sirio, como gratificación por haber sido sanado. La relación con Dios habría quedado empañada por la propina. Allí, todo lo que estaba en juego era la glorificación de Dios, el de los judíos y Dios nuestro. La alternativa –bien la comprendió Naaman- era llevar tierra para hacerle un Altar al Dios Santo, el Único digno de ser honrado, de quemarle ofrendas y de recibir sacrificios. (Cfr. 2R 5, 17).

Dios sería, sí, un Señor esclavista; pero su cadena atada al tobillo es la dulce cadena del amor. Tal es su dulzura, la ternura de sus eslabones, que no puede de manera alguna designarse como cadena. Es más, tiene de todo, menos de cadena. No ata, no obliga, todo lo que exige lo demanda voluntariamente, y espera, paciente, tranquilo, comprensivo, con una paciencia de toda una vida. Sí, así es, nos da toda una vida y aguarda pacientemente que queramos espontáneamente, sin coacción alguna, por pura gratuidad, obrar con amor coherente.


Porque –y todos lo sabemos muy bien- amor con amor se paga; a la gratuidad corresponde por dialéctica de simetría otro valor divino que es la gratitud. Dios todo nos lo otorga gratuitamente, espera que nosotros podamos vivir coherentemente esa gratuidad, pero espera que, frente a todo lo recibido, nuestro corazón sepa retribuir con ese gesto –también gratuito- de la gratitud. Estamos en esa parte del Evangelio según Lucas donde Jesús va rumbo a Jerusalén,  en los capítulos 9-18, donde Jesús va conduciendo la formación del evangelizador, «Piénsese en el valor educativo de los milagros que presencian los discípulos y que les hacen comprender todos los sufrimientos humanos: desde enfermedades a las desgracias, desde las formas de obsesión hasta el sufrimiento físico y síquico.»[1] En eso estriba el valor del leproso samaritano que fue el único que regresó a dar las gracias. Él personifica ese 10% (1 de 10), de la humanidad que es capaz de reconocer que no tiene como corresponder a la sanación-salvación recibida de manos de Jesús y que lo poco y único que se tiene para agradecer son gestos que brotan impulsados por el amor del corazón: a) Glorificar a Dios, en voz alta, b) cayendo a sus pies, c) dar las gracias.

Esa es la esencia de nuestra respuesta a Dios, no tenemos cómo ni con qué pagarle: No podemos pagarle porque todo cuento tenemos es suyo. Pero ese reconocimiento de saber que todo nos viene de Él y que por Él se nos ha dado, eso es lo que nos salva. Mucho podemos obtener si lo pedimos, pero la salvación no llega, si no poseemos la gratitud del corazón y ella se traduce en amorosos gestos de adoración. «La mejor forma de oración es esta alabanza que reconoce que Dios es Dios y el hombre no es Dios. Cabe al hombre acoger el don de Dios y alabarlo con gratitud. Justamente lo contrario del espíritu de mérito.»[2] La adoración es el único gesto sincero que posee el ser humano y que puede darse a Dios para testimoniar su generosidad, su benevolencia, su munificencia, para reconocer que nos hace participes de su largueza, que su generosidad es sin límites, que nos cubre de besos, nos viste con el mejor traje, nos pone anillo y sandalias en los pies, hace traer el ternero cebado y lo manda sacrificar para hacernos la cena de bienvenida, porque estábamos muertos y hemos vuelto a la vida, estábamos perdidos y nos ha encontrado. ¡Así como Dios celebra nuestra salvación, celebremos nosotros al Dios que nos salva!


Queremos enfatizar que Dios es Dios de la liberación, no de la esclavitud. Ni siquiera por asomo podemos leer a Dios como poder opresor. Por eso la misión evangelizadora tiene que darse siempre por vías de liberación y jamás por rutas impositivas. Sí el anuncio del Evangelio confunde los medios, ciertamente que no estará destinado a alcanzar su fin. Y, quien creyere estar prestando un servicio  a la causa de Jesús al estilo draconiano, le estará prestando el peor servicio porque en realidad estará atentando contra la esencia misma de la Palabra. Por eso las acciones testimoniales que emprende el evangelizador deben conducir a encantar, a fascinar, a enamorar. Nunca la imposición será Buena Nueva.

Retornemos sobre el tema de las cadenas porque la Segunda Lectura lo vuelve a postular. Puede que el evangelizador esté encadenado pero eso no nos debe –ni por asomo- apesadumbrar. Al contrario, ¡confiemos! Porque, como lo acredita la Carta a Timoteo, cuando el Apóstol arrastra el cepo, el Evangelio despliega sus alas y se disemina, esparciéndose generoso en frutos abundantes. Siempre habrá opositores y adversarios de la Buena Noticia, secuaces del Malo procurando trabar las ruedas con sus palos, pero ὁ λόγος τοῦ Θεοῦ οὐ δέδεται. “la Palabra de Dios no está encadenada” (2Tim 2,9b).


  



[1] Martini, Carlo Maria. EL EVANGELIZADOR EN SAN LUCAS. Ed. San Pablo. Santafé de Bogotá D.C. Colombia 1996.  p. 76
[2] Storniolo, Ivo. CÓMO LEER EL EVANGELIO DE SAN LUCAS. LOS POBRES CONSTRUYEN LA NUEVA HISTORIA. Ed. San Pablo Santafé de Bogotá D.C. Colombia 1995.  p. 161

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