sábado, 28 de marzo de 2015

VIVIR LA VIDA CON COHERENCIA


Is 50, 4-7; Sal 21, 8-9. 17-18a. 19-20. 23-24; Fil 25 6-11; Mc 15, 1-39.


 podemos ofrecer tres cosas: el Evangelio; el crucifijo y el testimonio de nuestra fe, pobre, pero sincero. El Evangelio: ahí podemos encontrar a Jesús, escucharlo, conocerlo. El crucifijo: signo del amor de Jesús, que se entregó por nosotros. Y después una fe que se traduce en gestos simples de la caridad fraterna.
Papa Francisco

Hay dos figuras del Antiguo Testamento que se deben tener en cuenta para poder entender qué clase de Mesías es el Señor Jesús. “Nazareo” y “Siervo Sufriente”. La figura del Nazareo la encontramos ya en Números 6,2, pero, nos parece de la mayor importancia para entender el Nazareo, ver la descripción de los castigos que merecerá quien atente contra uno de ellos, para conocerlo vayamos a Amos 2,13-16; por su parte, el Siervo Sufriente es patrimonio Isaiano (del Deutero-Isaías, escrito por allá hacia el 560 aC. Durante el cautiverio en Babilonia) en los capítulos 40-55, muy en particular en el capítulo 53. Todo en el Primer Testamento pre-anuncia a Jesús, y estas dos figuras son vaticinio del Salvador y nos ayudan a modular la comprensión de su mesianismo.

Con frecuencia se nos hace incomprensible cómo fue posible tanto entusiasmo al recibir a Jesús que entraba en Jerusalén para, después, con un cambio tan radical, pedir que lo mataran y prefirieron a Barrabás antes que exonerar a Jesús.


Quizás cuando Jesús entraba en Jerusalén visualizaban al líder-guerrero que restablecería el poder del Trono de David y los libraría del dominio romano. Además, si era la fiesta de Pascua, la fecha venía muy bien, es la fiesta de la “liberación”, cuando Dios obró prodigiosamente a favor de la liberación del pueblo de Israel de la dominación egipcia. Parecía lícito esperar que Dios obrara nuevamente, dando a la piedra de la honda de David el poderío para librarlos del gigantón Goliat; o, que separara nuevamente las aguas del Jordán para que los Israelitas lo cruzaran a pie enjuto. Este pueblo escogido se había acostumbrado a ser el consentido de Dios y lo que esperaban –más que al Mesías- era una nueva maravilla. Así es la mente infantil: Sin duda pensaba este pueblo escogido que “mi Papá le puede pegar a tu papá”.

Entre las maneras como Dios le hablaba a su pueblo, por boca de los profetas, eran los “signos”. Si Dios es coherente con sus signos, el Mesías debería entrar en Jerusalén en una biga, una triga o una cuadriga, según era el uso de los carros de guerra romanos; o a lomo caballo –como mínimo- como lo hacían los guerreros al entrar triunfantes. Pero no. He aquí que el Señor llega en su deslumbrante cabalgadura: πῶλον “Un burro”. Uno no podría negarse a entender la simbología. El Señor, según lo leemos en el Evangelio, no deja espacio a ninguna ambigüedad. Su cabalgadura es la más humilde, la menos guerrera; no presagia ningún militar victorioso, no pronostica héroe bélico.


«Todas las experiencias de Dios del Antiguo Testamento iban encaminadas, como revelación progresiva, hacia la revelación de Dios que realizaría Jesús… Lo que hace Jesús es… que… Reúne toda la tradición en apretada síntesis y le da las últimas pinceladas, resultando una obra maravillosa, nunca antes vista en su plenitud.»[1]

Más tarde, verlo aprendido, golpeado, humillado, abandonado de sus habituales, reducido a un guiñapo, todo proyectaba la imagen de un anti-Mesías según sus expectativas. Que entrara en un burrito se le podía perdonar –al fin de cuentas así aparecía en una profecía- pero verlo desvalido, abandonado, sin ni siquiera una “cuadrilla” de hombres que lo secundaran. Fue eso lo que los defraudó y la decepción la pagaron con su traición. Le dieron la espalda.

Pero, el entusiasmo inicial, especialmente porque se trataba de Galileos propensos a las soluciones guerreristas, inclinados a la conspiración y a los atentados “terroristas” puso nerviosos a los herodianos, a los del Sanedrín, a los saduceos, que corrieron a alertar al procurador alarmándolo con la perspectiva de un alzamiento.

¿Pueden figurarse hasta qué limites pudo acrecentarse este nerviosismo al ver que Jesús llegó directamente al templo? Basta recordar que ¡el corazón de este sistema estaba, precisamente, en el Templo! Y Jesús llegó directo al Templo, lo enjuicio con su mirada, revisó todo y salió con su “pandilla” de Doce.

Nadie logra descifrar lo que proponía el jinete de este borreguil trono. Hablamos de trono porque así lo tomó la gente: Le habían puesto “sus capas encima” para dignificar el trono, “le extendieron sus capas a lo largo del camino” para honrarlo, “Gritaban ¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! Ahí viene el bendito reino de nuestro padre David!”. Seguramente a todos esos se les pusieron los nervios de punta. Sus mentes debieron pasar lista a la lista de sicarios de la época.


Pero su propuesta apuntaba en la dirección de gestos sencillos de fraternidad, de solidaridad, de “samaritanidad”. Este paso adelante en la madurez de nuestra fe estamos llamados a darlo los creyentes de hoy, «La muerte de Jesús, de hecho, es una fuente inagotable de vida nueva, porque lleva en sí la fuerza regeneradora del amor de Dios», nos dijo el Papa Francisco en el Ángelus del Domingo pasado (V de Cuaresma); bebamos nosotros las aguas de Vida de esta fuente y concentrémonos en «la coherencia de vida: entre lo que decimos y lo que vivimos, coherencia entre nuestra fe y nuestra vida, entre nuestras palabras y nuestras acciones» como nos pidió el Papa desde el balcón del palacio apostólico: Nosotros no podemos continuar con una fe deformada, cargada de falsas expectativas. ¡Hay que corregir la visión! No sigamos esperando que Él nos dé. ¡Es hora para dar nosotros! ¡Demos caridad coherente!






[1] Caravias, José Luis. sj. DE ABRAHAM A Jesús. Ed. Tierra Nueva Centro Bíblico “Verbo Divino”. Quito-Ecuador 2001 p. 167

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