Hb
10, 1-10
Partamos
del punto ya enunciado: No tiene la resonancia suficiente en la Afectividad
Divina, un sacrificio de sangre animal, repetido vez tras vez, cada año, en la
Fiesta de Yom Kippur, pese a lo cual esa era la vía usada en el Primer
Testamento, en materia litúrgica ese era, tan sólo, un “aprestamiento” para
llegar a un Sacrificio enteramente válido para la verdadera expiación de los
pecados.
Y,
todos, el pueblo y los sacerdotes, tenían consciencia de lo que estaba pasando,
el arrepentimiento perdía significado en sus vidas y todo se reducía a otra
vuelta de noria. El momento del sacrificio y todo el Yom Kippur quedaban en un
puro fetiche, y no había un sincero empeño en salir de ahí, sino la espera
ritual de la llegada de la fecha, para repetir un gesto que le costaba a la
víctima -el animal sacrificado- la pérdida de su vida, pero, dónde cada judío
no se acercaba a Dios, ni a amarlo más, menos a unirse a su prójimo en real
fraternidad.
Se
encontró, en la traducción llamada Septuaginta, la fórmula: nosotros hemos
recibido un “cuerpo”, entonces, en vez de poner a sufrir a los “corderitos”,
ofrezcámonos nosotros mismos, ¿cómo presenta esta idea el salmo 40(39)?
Vengamos ante el Altar de la Expiación y en vez de decir: “Te traigo esta
sangre derramada por muchos corderos degollados para ganar la complacencia
divina”. Tendríamos que decir, “Tengo un cuerpo, ese es mío -no es mía en
cambio la vida de los toros y de los machos cabríos con las que pretendemos
suplir nuestras culpas- por eso, te traigo mi cuerpo, mi vida entera” y te la
consagro con el férreo propósito de vivirla según Tú, Señor, me has enseñado en
Tu Revelación, en Tu Escritura.
Y
es que Dios, con todas las letras, ya había expresado su disgusto frente a
tantos y tantos sacrificios, de pura externalidad, y nos enseñó que no quería:
“… sacrificios, ni ofrendas, ni holocaustos, ni víctimas propiciatorias” (Cfr.
Sal 40(39)).
Lo
que estaba revelado en la Escritura, era el llamado a “hacer la Voluntad del
Señor”, no hay que inventarse cosas, ni rituales extraños, ni caminar sobre
vidrio molido, ni desayunar con una llama encendida, ni cortarse las yemas de
los dedos, ni vendarse los ojos todo un día. Nuestro Hermano Mayor, el
Unigénito, el cordero Perfecto, Él se ha ofrecido por nosotros, Él pagó todas
nuestras deudas, pagó el rescate por nosotros, subió a la Piedra Sacrificial y
se Entregó, Voluntariamente. Él quiso porque era -no solamente humano, sino
también Divino, por eso, había prometido redimirnos, y no puso a otro o a otros
a sacrificarse, sino que Él mismo, en piel y carne viva de su Hijo Unigénito,
subió a la cruz.
Viene
aquí con pleno derecho la palabra Comunión. Lo que Dios espera de nosotros es
plena devoción a su Voluntad, estar en entera conformidad con lo que Él quiere,
eso es Comunión: “donde los participantes comparten preceptos, creencias, valores
e ideas, y ese compartir de ideas es tan estrecho, tan intenso que lo expresa
mediante su trato y mediante relaciones de cordial fraternidad (sinodalidad),
lo que lleva a que, al verlos, la gente diga, “¡mírenlos cómo se aman!”.
Jesús
lo expresó claramente: “Les doy este Mandamiento Nuevo: Que se amen los unos a
los otros. Así como yo los he amo, así deben amarse ustedes los unos a los otros.
Si se amán los unos a los otros, todo el mundo se dará cuenta de que son
discípulos míos” (Jn 13, 34s). La comunión es este sistema de fraternidad que
nos constituye en real familia de fe en torno a Nuestro Sumo y Eterno
Sacerdote.
¡Señor,
concédenos ver en cada prójimo un hijo tuyo!
Esto
nos lleva a una rutilante conclusión: No somos cristianos por el hecho de
ponernos ese nombre y asistir a una Iglesia de esa fe, o por cumplir con toda
la sería de ritos ceremoniales con periódica regularidad, menos aun si lo
hacemos porque nos vean. Somos cristianos, es decir discípulos, seguidores y
misioneros de Jesucristo, solamente si asumimos con alma, vida y sombrero, con
todo el corazón, toda nuestra mente y toda nuestra vida, la Voluntad de Dios
conforme Él nos la ha presentado en su Escritura y la Santa Madre Iglesia nos
la trasmite.
Sal
40(39), 2 y 4ab. 7-8a. 10. 11
“… ¿dónde está la
víctima?” se preguntan. La respuesta es inaudita: Dios no quiere sacrificios de
animales… lo que agrada a Dios es la docilidad de cada instante a su Voluntad…
El don de sí por Amor”.
Noël Quesson
Que
el Señor nos haya “hablado”, eso es una maravilla: ¿Qué es el hombre para que
Tú, Señor, nos dirijas la Palabra y te tomes tantos esmeros a favor nuestro?
Pero,
circula un refrán popular que se refiere a los oídos como dos rotos en la
cabeza, por donde puede entrar algo por uno de ellos, y fugarse por el otro.
Dios con Dulzura Infinita, nos susurra -como hacen los enamorados- sus ternezas
al oído, pero -tristemente- algún obstáculo auditivo -puesto allí por el
Malvado Enemigo- nos impide captar el susurro seductor. Encontramos una especie
de precipicio: De un lado, el Enamorado nos llama tiernamente, del otro lado,
no alcanzamos a oír, el Malo tiene un potente ventilador para impedirle a las
ondas sonoras su viaje a través del abismo.
Háblame
a gritos Dios mío, para poder oír tu Voz Amorosa; es decir, ¡ayúdame! dándome
la oportunidad de acercarme a las Escrituras, leerlas con deleite, dejar que
pasen a mi corazón y por fin, que quede enamorado, prendado de Ti.
Espíritu
Santo, pon en mí una “glándula” que me capacite para descubrir en el Lenguaje
de Dios, el Amor más romántico, más sincero, el Único Amor que verdaderamente
llena la vida de sentido.
Que
se dé en mí la capacidad de verte en toda la realidad, en las flores, en los
alimentos, en los paisajes, en los sonidos del viento y de las aves. En las
palabras de mis prójimos, en las maneras de mis correligionarios.
Permite,
Oh, Dios mío, que no me quede atrapado en el barullo y en las interminables
ocupaciones, en el ruidaraje, que no me logren encarcelar todas las seducciones
de la mundanidad que me ocupan, me atafagan, me absorben. Hazme libre para
poderme detener a oírte con ese especial e insondable amor que Tú quieres de mi
como respuesta a tu Santísimo Amor.
Creo
descubrir en esta petición que te hago, el Cantico Nuevo que me regalas para
dirigirme a Ti, para cumplir que este sea el himno a Nuestro Dios.
Te
suplico Dios Santo que no pretenda distraerte con vacuos sacrificios; quiero
llegarme a Ti y ofrecerme entero, decirte como Jesús, “Aquí estoy”.
Que
corresponda a tu Amor proclamando tu Justicia y anunciando que quieres
construir con nosotros un Reino de Amor.
Que
no queden mis labios sellados y acallados por el temor o por la timidez que no
esté capacitado para nombrarte delante de mis hermanos, porque Tú me enseñarás
lo que he de decir y cómo decirlo.
Me
presento ante ti, no con novenas y plegarias alambicadas, sino con el único
propósito de hacer tu Voluntad.
Mc
3, 31-35
Mientras la familia
según la carne está fuera, la familia según el compromiso de la fe está dentro,
alrededor de Jesús.
Euclides M. Balancin
Vemos
cómo las Lecturas de hoy tiene como eje límpido, este norte: “La Voluntad de
Dios”.
…
he aquí que de pronto alguien viene con la noticia de que su madre y su
parentela quieren verlo. ¿Por qué Cristo no se ha levantado presuroso a recibir
a la que más amó en la tierra, su mamá? (Papá Francisco)
Nuestra
más clara tendencia, porque así lo sostiene el modelo social en el que vivimos,
es tomar como parentela los que vivimos bajo el mismo techo. Ese criterio está
socialmente validado y ampliado a los que guarden consanguinidad con nosotros.
Así vivan más lejos, inclusive si viven en otra ciudad.
Pese
a esos límites tan sólidamente estatuidos, no nos cuesta ampliarlos a los que
juegan bolos con nosotros, o billar, incluso, podemos ensancharlos a los
hinchas de nuestro equipo deportivo favorito, sea del deporte que sea. Y esto
se debe a la tendencia verdaderamente natural de constituir una familia
ampliada con todos aquellos a los que podamos llegar a llamar hermanos.
“Quien
cumpla la Voluntad de Dios enseñaba el Maestro. ¿Y quién cumplió mejor en esta
tierra esa Voluntad de Dios sino María? Su madre, ella la siempre fiel. Por eso
la puso de modelo. Todo aquel que llegue a cumplir los deseos de su Padre podrá
asemejarse a aquella dulce madre, fidelísima, a quien se le confiaron tesoros
tan grandes” (Papa Francisco)
Jesús nos entrega en la Lectura del Evangelio, hoy, el criterio clave: “El que haga la Voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre”.
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