lunes, 27 de enero de 2025

Martes de la Tercera Semana del Tiempo Ordinario



Hb 10, 1-10

Partamos del punto ya enunciado: No tiene la resonancia suficiente en la Afectividad Divina, un sacrificio de sangre animal, repetido vez tras vez, cada año, en la Fiesta de Yom Kippur, pese a lo cual esa era la vía usada en el Primer Testamento, en materia litúrgica ese era, tan sólo, un “aprestamiento” para llegar a un Sacrificio enteramente válido para la verdadera expiación de los pecados.

 

Y, todos, el pueblo y los sacerdotes, tenían consciencia de lo que estaba pasando, el arrepentimiento perdía significado en sus vidas y todo se reducía a otra vuelta de noria. El momento del sacrificio y todo el Yom Kippur quedaban en un puro fetiche, y no había un sincero empeño en salir de ahí, sino la espera ritual de la llegada de la fecha, para repetir un gesto que le costaba a la víctima -el animal sacrificado- la pérdida de su vida, pero, dónde cada judío no se acercaba a Dios, ni a amarlo más, menos a unirse a su prójimo en real fraternidad.

 

Se encontró, en la traducción llamada Septuaginta, la fórmula: nosotros hemos recibido un “cuerpo”, entonces, en vez de poner a sufrir a los “corderitos”, ofrezcámonos nosotros mismos, ¿cómo presenta esta idea el salmo 40(39)? Vengamos ante el Altar de la Expiación y en vez de decir: “Te traigo esta sangre derramada por muchos corderos degollados para ganar la complacencia divina”. Tendríamos que decir, “Tengo un cuerpo, ese es mío -no es mía en cambio la vida de los toros y de los machos cabríos con las que pretendemos suplir nuestras culpas- por eso, te traigo mi cuerpo, mi vida entera” y te la consagro con el férreo propósito de vivirla según Tú, Señor, me has enseñado en Tu Revelación, en Tu Escritura.

 

Y es que Dios, con todas las letras, ya había expresado su disgusto frente a tantos y tantos sacrificios, de pura externalidad, y nos enseñó que no quería: “… sacrificios, ni ofrendas, ni holocaustos, ni víctimas propiciatorias” (Cfr. Sal 40(39)).

 

Lo que estaba revelado en la Escritura, era el llamado a “hacer la Voluntad del Señor”, no hay que inventarse cosas, ni rituales extraños, ni caminar sobre vidrio molido, ni desayunar con una llama encendida, ni cortarse las yemas de los dedos, ni vendarse los ojos todo un día. Nuestro Hermano Mayor, el Unigénito, el cordero Perfecto, Él se ha ofrecido por nosotros, Él pagó todas nuestras deudas, pagó el rescate por nosotros, subió a la Piedra Sacrificial y se Entregó, Voluntariamente. Él quiso porque era -no solamente humano, sino también Divino, por eso, había prometido redimirnos, y no puso a otro o a otros a sacrificarse, sino que Él mismo, en piel y carne viva de su Hijo Unigénito, subió a la cruz.

 

Viene aquí con pleno derecho la palabra Comunión. Lo que Dios espera de nosotros es plena devoción a su Voluntad, estar en entera conformidad con lo que Él quiere, eso es Comunión: “donde los participantes comparten preceptos, creencias, valores e ideas, y ese compartir de ideas es tan estrecho, tan intenso que lo expresa mediante su trato y mediante relaciones de cordial fraternidad (sinodalidad), lo que lleva a que, al verlos, la gente diga, “¡mírenlos cómo se aman!”.

 

Jesús lo expresó claramente: “Les doy este Mandamiento Nuevo: Que se amen los unos a los otros. Así como yo los he amo, así deben amarse ustedes los unos a los otros. Si se amán los unos a los otros, todo el mundo se dará cuenta de que son discípulos míos” (Jn 13, 34s). La comunión es este sistema de fraternidad que nos constituye en real familia de fe en torno a Nuestro Sumo y Eterno Sacerdote.

 


¡Señor, concédenos ver en cada prójimo un hijo tuyo!

 

Esto nos lleva a una rutilante conclusión: No somos cristianos por el hecho de ponernos ese nombre y asistir a una Iglesia de esa fe, o por cumplir con toda la sería de ritos ceremoniales con periódica regularidad, menos aun si lo hacemos porque nos vean. Somos cristianos, es decir discípulos, seguidores y misioneros de Jesucristo, solamente si asumimos con alma, vida y sombrero, con todo el corazón, toda nuestra mente y toda nuestra vida, la Voluntad de Dios conforme Él nos la ha presentado en su Escritura y la Santa Madre Iglesia nos la trasmite.

 

Sal 40(39), 2 y 4ab. 7-8a. 10. 11

“… ¿dónde está la víctima?” se preguntan. La respuesta es inaudita: Dios no quiere sacrificios de animales… lo que agrada a Dios es la docilidad de cada instante a su Voluntad… El don de sí por Amor”.

Noël Quesson

Que el Señor nos haya “hablado”, eso es una maravilla: ¿Qué es el hombre para que Tú, Señor, nos dirijas la Palabra y te tomes tantos esmeros a favor nuestro?

 

Pero, circula un refrán popular que se refiere a los oídos como dos rotos en la cabeza, por donde puede entrar algo por uno de ellos, y fugarse por el otro. Dios con Dulzura Infinita, nos susurra -como hacen los enamorados- sus ternezas al oído, pero -tristemente- algún obstáculo auditivo -puesto allí por el Malvado Enemigo- nos impide captar el susurro seductor. Encontramos una especie de precipicio: De un lado, el Enamorado nos llama tiernamente, del otro lado, no alcanzamos a oír, el Malo tiene un potente ventilador para impedirle a las ondas sonoras su viaje a través del abismo.

 


Háblame a gritos Dios mío, para poder oír tu Voz Amorosa; es decir, ¡ayúdame! dándome la oportunidad de acercarme a las Escrituras, leerlas con deleite, dejar que pasen a mi corazón y por fin, que quede enamorado, prendado de Ti.

 

Espíritu Santo, pon en mí una “glándula” que me capacite para descubrir en el Lenguaje de Dios, el Amor más romántico, más sincero, el Único Amor que verdaderamente llena la vida de sentido.

 

Que se dé en mí la capacidad de verte en toda la realidad, en las flores, en los alimentos, en los paisajes, en los sonidos del viento y de las aves. En las palabras de mis prójimos, en las maneras de mis correligionarios.

 

Permite, Oh, Dios mío, que no me quede atrapado en el barullo y en las interminables ocupaciones, en el ruidaraje, que no me logren encarcelar todas las seducciones de la mundanidad que me ocupan, me atafagan, me absorben. Hazme libre para poderme detener a oírte con ese especial e insondable amor que Tú quieres de mi como respuesta a tu Santísimo Amor.

 

Creo descubrir en esta petición que te hago, el Cantico Nuevo que me regalas para dirigirme a Ti, para cumplir que este sea el himno a Nuestro Dios.

 

Te suplico Dios Santo que no pretenda distraerte con vacuos sacrificios; quiero llegarme a Ti y ofrecerme entero, decirte como Jesús, “Aquí estoy”.

 

Que corresponda a tu Amor proclamando tu Justicia y anunciando que quieres construir con nosotros un Reino de Amor.

 

Que no queden mis labios sellados y acallados por el temor o por la timidez que no esté capacitado para nombrarte delante de mis hermanos, porque Tú me enseñarás lo que he de decir y cómo decirlo.

 

Me presento ante ti, no con novenas y plegarias alambicadas, sino con el único propósito de hacer tu Voluntad.   

 

Mc 3, 31-35

Mientras la familia según la carne está fuera, la familia según el compromiso de la fe está dentro, alrededor de Jesús.

Euclides M. Balancin

Vemos cómo las Lecturas de hoy tiene como eje límpido, este norte: “La Voluntad de Dios”.


 

… he aquí que de pronto alguien viene con la noticia de que su madre y su parentela quieren verlo. ¿Por qué Cristo no se ha levantado presuroso a recibir a la que más amó en la tierra, su mamá? (Papá Francisco)

 

Nuestra más clara tendencia, porque así lo sostiene el modelo social en el que vivimos, es tomar como parentela los que vivimos bajo el mismo techo. Ese criterio está socialmente validado y ampliado a los que guarden consanguinidad con nosotros. Así vivan más lejos, inclusive si viven en otra ciudad.

 

Pese a esos límites tan sólidamente estatuidos, no nos cuesta ampliarlos a los que juegan bolos con nosotros, o billar, incluso, podemos ensancharlos a los hinchas de nuestro equipo deportivo favorito, sea del deporte que sea. Y esto se debe a la tendencia verdaderamente natural de constituir una familia ampliada con todos aquellos a los que podamos llegar a llamar hermanos.

 

“Quien cumpla la Voluntad de Dios enseñaba el Maestro. ¿Y quién cumplió mejor en esta tierra esa Voluntad de Dios sino María? Su madre, ella la siempre fiel. Por eso la puso de modelo. Todo aquel que llegue a cumplir los deseos de su Padre podrá asemejarse a aquella dulce madre, fidelísima, a quien se le confiaron tesoros tan grandes” (Papa Francisco)

 


Jesús nos entrega en la Lectura del Evangelio, hoy, el criterio clave: “El que haga la Voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre”.

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