Ez
2, 8 -3,4
Lo
primero que llama la atención es la expresión que usa Dios, como vocativo, para
abrir la comunicación con el profeta: lo llama “hijo de hombre” (giro que
encontraremos 93 veces en Ezequiel); entendemos que con esta expresión se
subraya que no se trata de ningún súper-hombre, que no ha elegido a uno
especial, que es uno más del pueblo, que no es un ángel, sino una persona común
y corriente. Hay otra expresión que aparece en otras partes y que le es sinónima:
“hijo de Adán”. Podríamos traducirla como “otro hecho también de barro”. Bien
es cierto que aquella expresión adquirirá, con Daniel, un significado casi
contrario, llegará a entenderse como “Un Hombre cualquiera, pero -en realidad-
Dios, porque la elección lo ha constituido en su representante”, en suma, ahí
pasa a significar “Mesias”.
“No
seas rebelde”. Con esta expresión entramos de lleno en el Mensaje, en el cariz
profético de esta perícopa. En el verso 3, que precede al fragmento que se
proclama, Dios se ha referido el pueblo de Israel como un “pueblo desobediente
que se ha rebelado contra Mi”. Y, luego le dice, en la segunda parte del verso
4: “Pues te voy a enviar a ellos para que les digas”. Se trata pues, de una
vocación y un envío: se le ha elegido, uno común y silvestre, tomado de en
medio de los suyos, para que hable por sus labios, el “Mensaje” que se le
confía. Estamos en presencia de una rebelión, el pueblo que se había
comprometido en alianza, se ha levantado en rebelión y los va a re-encausar,
por medio de su profeta; sin embargo, lo primero es que reconozcan que entre
ellos hay una boca que actúa como “portavoz” del Mensaje; es decir, urge, ante
todo, que ellos reconozcan en Ezequiel al “Profeta”.
Pero
Dios los conoce ya, se trata de un pueblo “sordo”, no por una disfunción del
oído, sino por una rudeza recalcitrante que llevan en el corazón. Y Dios
previene a Ezequiel: puede ocurrir que no lo escuchen, ¡Eso no tiene por qué
preocuparle, a él, tan sólo le compete anunciar, lo oigan o no!
El
profeta recibe la Palabra-Mensaje en forma de un “rollo”, en aquel tiempo no
habían “libros”, sino rollos; recibe el Mensaje al igual que nosotros, de forma
escrita, y la Palabra de Dios en su boca es un Mensaje de sabor dulce. Ya el
leer, se da cuenta que está allí plasmada la historia y toda la experiencia de
su pueblo, y son tristes páginas, llenas de ayes, de lamentos, de dolor, y lo
más duro, de pronósticos amenazadores.
Pero,
él no puede callarlo, tiene que proclamarlo, la orden recibida es perentoria:
“Ve y comunica el pueblo de Israel lo que tengo que decirle” (Ez 3, 4bsd).
Nosotros,
que por el bautismo hemos recibido el triple carisma de “Sacerdotes, Profetas y
Reyes”, estamos puestos ante la encrucijada: ¿Tomar la cruz para seguirle o
seremos solamente miembros de un pueblo rebelde? Recibimos el Mensaje, pero lo
dejamos ahí, sepultado en nuestro pecho, sin cumplir el encargo de ir a
proclamarlo.
Ahora
bien, me disculpo con ustedes, queridos lectores, porque puede sonar algo
sentencioso, pero mucho me temo que es así: Si nosotros no cumplimos con
nuestra parte de la Alianza sellada (recordemos que el bautismo nos entrega un
sello, que técnicamente denominamos “carácter”) no seremos pueblo escogido,
estaremos marginados -por propia desidia- de ser llamados “Su Pueblo”.
Así
están las cosas, no basta hacernos llamar “discípulos” si no asumimos el envío
y completamos nuestro perfil siendo Misioneros. Entonces todo habrá sido en
vano. Religión es algo que vuelve a conectar, cuando la Alianza se ha roto.
Pese a todo, si no se cumple la Misión, no se reconecta nada, la línea
telefónica, con Dios, sigue interrumpida y todo ritual será un fingimiento,
¡pura simulación!
Realmente
cuando se da la compenetración con la Palabra, como en este caso en que el
profeta comulga con la palabra, la Palabra adquiere la “Presencia sacramental”.
Sólo que Ezequiel -como también muchas veces nosotros- cuando verdaderamente
nos nutrimos en Ella. La Palabra como Presencia sacramental nos lleva a pensar
en los sacramentos pre-cristianos, la manera como Dios estaba a nuestro lado y
como extendía su Protección, como cumplimiento de su relación con su pueblo al
que Él, de ninguna manera, desamparó: Eran sacramentos: el Arca, los rollos de
la Escritura y los profetas.
Sal
119(118), 14. 24. 72. 103. 111. 131
Salmo
de súplica. es un salmo alefático, pero no hay un verso por cada letra del
alefato, ¡Hay una estrofa completa! Cada estrofa es un octeto -ocho versos- o
sea, en total 176 versos, y en cada verso, alguna palabra que significa “Ley”.
El salmo más largo del salterio nos informa hasta qué punto la Ley es el eje en
esta religión. Y es que esta Ley fue entregada por el Propio Dios. La Ley eran
-no piezas jurídicas- sino el protocolo domestico del matrimonio entre Dios y su
pueblo.
Esto
es un encuentro de enamorados, no están hablando de la ley, sino del color de
la luz, de la trasparencia del aire, de la hermosa música que sonaba la noche
de su primer encuentro, del perfume encantador que despedían las flores del bouquet y del romántico beso que selló el inicio
del “noviazgo”.
Vamos
a tomar hoy, tan solo seis versos y dejaremos al margen los otros 170,
convencidos que, con una muestra bien seleccionada podemos retratar,
sinópticamente, el Salmo entero.
El
primer recuerdo que les viene a le memoria, hoy, es el de la alegría compartida
gracias a los “preceptos”.
Luego
la novia declara que los “preceptos” hacen para ella la delicia y que las
“enseñanzas” actúan como sus consejeros.
Compara
la “ley” que Él ha pronunciado con un enorme baúl de monedas de oro y plata y
confiesa que, la Ley es más valiosa.
Luego,
se remite al sentido del gusto, ahora, la comparación está referida a la
dulzura, y declara que la Ley es muchísimo más dulce que la miel más
almibarada.
En
la quinta estrofa, la comparación se hace referida a una herencia vitalicia, y
ella manifiesta que la seguridad y la generosidad de su peculio fundamente su
alegría.
Ahora
bien, tantos adornos, tantas galanuras, tantos piropos, hacen que la Ley sea
algo deseable, intensamente ambicionado, como el mismísimo aire. Así que ella
ansa que Él pronuncie sus “deseos”.
La
conclusión podría ser pronunciada y repetida (7 veces), por el profeta
Ezequiel, después de nutrirse con las mieles del “rollo”: ¡Qué dulce al paladar
tu Promesa, señor!
Mt
18-1-5.10.12-14
Pensemos en tantos
“pequeños” que forman parte de nuestras sociedades y a quienes Dios dirige una
atención especial: drogadictos, prostitutas, presos, desplazados, indigentes y
tantos otros.
Los
“discípulos” -y eso pasa muy frecuentemente porque nuestro medio ambiente, el
que el Maligno inculca, es el de la competencia- están obsesionados por saber
“quién es el mayor del Reino”.
¿Qué
les contesta el Señor? Y la respuesta es un παιδίον [paidion] “un niño en edad de estar en la escuela primaria”;
con mucha frecuencia se ha dicho que los más marginales de aquellas sociedades
eran, junto con los niños, las mujeres, los ancianos, las viudas, los extranjeros
y los “impuros”. Aquí, niño significa indefenso, dependiente, despreciado. Pero
también, confiado, en particular de sus padres, que él sabe, velaran por todas
sus necesidades hasta llevarlo a la independencia del joven autosuficiente.
Jesús nos propone asumir esa actitud, fiarnos del Padre
Celestial, dejar que Abba se ocupe, ser enteramente confiado, no vayamos a
pensar que vagos y entregados al juego, que aquellos niños tenían que
colaborar, a la medida de su edad en las responsabilidades que se les
entregaban, pero no tenían que soportar las presiones del pago de impuestos y
de ver por la manutención de su familia.
Si uno es capaz de asumir esa “dependencia” de las Mano de
Dios, ha cogido el Reino a dos manos; por el contrario, si por a, b o c
circunstancia, pierdes ese atributo de “segura-dependencia”, entonces habrás
franqueado el umbral de las preocupaciones, los desvelos y la infelicidad.
Pues bien, los discípulos cuando saben asumir su dependencia
a la vez que su responsabilidad de hijos, junto con el respeto que los Mandamientos
pedían para todos respecto de sus padres, entonces, cada persona del grupo,
asumiría su padrinazgo llegada la situación de que su Padre no lo pudiera
proteger. A esos que velarán por sus “discípulos” para que estén seguros bajo
la paternal protección del Cielo, Jesús les ofrece, que será como si ese bien
que les hacen, lo hicieran con Él mismo.
Pasa Jesús a una segunda comparación, con la misma temática:
Él vela por sus “niños” como un Pastor vela con todo denuedo favoreciendo a sus
ovejas. Los desvelos del Pastor son tales que cuida de todas y de cada una, sin
negarle a ninguna su salvaguarda. Y les dice que si una cualquiera de su rebaño
fuera amenazada por el más leve peligro, él saldría en su defensa, descuidando,
brevemente a las otras de su grey, pero porque su seguridad está garantizada,
para acudir presuroso a defender a la que está en riesgo.
¡Ni uno solo de los que le confió el Padre se perderá! (Cfr.
Jn 17, 12) ¡Él será el Fiel Pastor por toda la Eternidad!
Este desvelo por la oveja amenazada es lo que en el lenguaje
técnico de nuestros estudios hemos llamado “opción preferencia”; nunca porque
no ame a las otras o las ame menos, sino por los colmillos de lobo que se
ciernen sobre sus gargantas. Es la situación angustiosa que se presenta la que
activa la “preferencialidad” hasta que las justas relaciones se restablezcan.
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