Jr 18, 1-6
¡Ay del que pleitea con su artífice
vasija contra el alfarero!
Acaso dice la arcilla al artesano:
Qué estás haciendo
tu vasija no tiene asas?
Is 45, 9
TOMA MI BARRO Y
VUELVE A EMPEZAR DE NUEVO
Recordemos el conocidísimo refrán
popular: ¡No hay peor sordo que aquel que no quiere oír! Este pueblo al que
Jeremías ha sido enviado por Dios se rancha en su testarudez, pedantería y/o presunción.
Con esta traba se dio de bruces el profeta Jeremías. Dios le da esta parábola
-junto con una acción simbólica- para que Israel corrigiera y aceptara la
corrección.
Ese es el anverso. ¿Qué hay en el
reverso? La “manera” y el “momento” que Dios elige. Y, suele pasar que,
nosotros queramos corregirle la “tarea” a Dios: Dios obra y nosotros le
contradecimos, “No Señor, no es por ahí, yo lo quiero por allí”, o “No es el momento,
te demoraste demasiado”, y añadimos, si lo hubieras hecho como te dije y cuando
te dije, todo habría salido bien”, no nos acomoda ni el cómo, ni el cuándo, ni
el ritmo.
Y, en verdad, lo que nos urge es tener la
capacidad de aceptación. Nos llenemos de cirugías plásticas el rostro de la
obra Divina. No pretendamos ser “los directores de la orquesta”, en una
sinfonía de la que sólo tenemos la módica perspectiva de cinco minutos de la
partitura, en una obra que dura por siglos.
Ahí está la enorme dificultad, tenemos
anteojeras para no ver más allá de nuestro egoísmo, al cual, hemos tomado
muchos cursos para darle hermosos y nobles nombres (eufemismos que enmascaran).
Pero la voluntad de Dios la aceptamos, sólo a condición de que se ajuste
plenamente a la nuestra.
Visita al alfarero como acción simbólica:
Uno de los enfoques primarios de nuestro desarrollo espiritual está en aprender
a abandonarnos en las Manos de Dios. Permitir que Él lleve el “timón”, regule
el “acelerador” y señale la “dirección”.
Jeremías, el “pobre” (ebión) (Jr 20,13), acaba por
ponerse totalmente en manos del Señor, con una confianza sin límites que lleva
en sí misma la claridad. Cuando viviendo totalmente sumergido en el mundo, el
hombre se esfuerza en dejarse llevar por Dios hacia el bien y se termina por
chocar en el fracaso, no queda sino esta única realidad, fuera de toda medida: ES
DIOS.
Albert Gelin
De otro modo, lo que venga, tenderá a ser
igual a lo fallido que tratamos de dejar atrás. Terminamos por pensar que ese
es el curso “natural” de los eventos y que por mucho que hagamos el agua
siempre correrá en esa dirección. Ese hermoso abandono y aceptación, tan grato
a los Ojos de Dios, no tiene que servirnos de pretexto para dejar de asumir lo
que Dios nos encarga; ahí rige el precepto de San Ignacio de Loyola: “Haz las
cosas como si todo dependiera de ti y confía en Dios como si todo dependiera de
Él”. Sólo tenemos que desembarazarnos de nuestros “prejuicios”, sin desistir
del sentido profundo que subyace al significado del “nombre” que Dios nos dio,
iluminando, lo que nos compete, con la luz del acatamiento a su Divina Voluntad,
que nos ha enviado como Discípulos-Misioneros.
Es por eso que urge -hablando en términos
espirituales- mirarnos en el “espejo de la Sagrada Escritura” para ser capaces
de distinguir los rasgos hermosos que Dios nos ha regalado como diseño
existencial. Sin revolcarnos rencorosos contra el Alfarero que al ver deforme
la vasija que modela en el torno, reemprende su trabajo, volviendo a moldearla
conforme a su “Parecer”.
Hay un mensaje reconfortante y fortalecedor
en esta perícopa que subyace al tema central, que el Alfarero corrige su
producto tantas veces como sea necesario para que alcance la plenitud. Y esa
fuente subterránea es la respuesta a la pregunta ¿Quién es el Alfarero en esta
parábola? Y es que podemos estar tranquilos porque nuestro humilde חֹ֫מֶר
[chomer] “barro” no está en cualquier mano, no estamos en las manos
de algún principiante, de un artesano chambón, o de algún aficionado. ¡Es Dios
quien nos modela y nos tornea!
¡Alfarero, tengo nostalgia de Tus manos,
ven a reparar tu cacharro!
Sal 146(145), 1b-2. 3-4. 5-6ab
Así habla
Yavé: ¡Maldito el hombre que confía en otro hombre,
que busca
su apoyo en un mortal, y que aparta su corazón de Yavé!
Es como
mata de cardo en la estepa; no sentirá cuando llegue la lluvia,
pues echó
sus raíces en lugares ardientes del desierto, en un solar despoblado.
Jr 17, 5-6
Salmo hímnico, este es el primero de los
seis salmos del “Último Hallel”, son una invitación a la Alabanza, un rasgo
común a ellos es que los seis empiezan y terminan con la expresión aleluya:
“Alabad a Yahveh”, ante cada “Buena Nueva” la exclamación era “Aleluya”. Aquí
nos encontramos con el elenco de los “preferidos del Señor” Viudas, huérfanos,
los extranjeros, los ciegos, los hambrientos, los oprimidos, los prisioneros,
los desalentados.
Resalta en este Salmo que se nos orienta
en el sentido de no confiar en los príncipes extranjeros, sino depositar
nuestra entera confianza en el Señor.
No es algo para una faceta de la vida,
que alabemos a Dios es un acto que habría de acompañar nuestra existencia toda.
Y, no confiar en los príncipes tiene una
poderosa razón de ser, ¡son seres de carne que en algún momento se volverá
polvo, entonces, todos sus proyectos se irán con él al polvo.
Bendito sea aquel que confía en Yahveh, pues no
defraudará Yahveh su confianza. Es como árbol plantado a las orillas del agua,
que a las orillas de la corriente echa sus raíces. No temerá cuando viene el
calor, y estará su follaje frondoso; en año de sequía no se inquieta, ni se
retrae de dar fruto.
Jr 17; 7-8
El verdaderamente bienaventurado es el
que se abandona en el Señor, sus planes hallarán continuidad en el impulso que
Dios infunde a los proyectos del que ama su Voluntad. .
Y, no en cualquier Dios, sino en el Dios
de Israel (El Dios de Jacob); Dios que dio origen al cielo, la tierra y el mar.
¡Lo perdurable!
Mt 13, 47-53
¡Ser sencillos no es simplificar indebidamente,
sino aceptar la complejidad!
Cuando uno estudia este Evangelio, uno
piensa que Jesús -en sus planes y programas de estudio- tendría una temporada
radicada en el esfuerzo de explicarle a sus seguidores, cuando decía Reino, qué
quería decir. Pero, ya hemos hablado de cómo San Mateo, ejerció una labor
editora sobre los textos, dándose a la tarea de agrupar temáticamente las
enseñanzas de Jesús. Estas siete
parábolas han sido dispuestas por el Evangelista en la unidad de este discurso;
no porque hubieran sido enseñadas en un ciclo de clases de tercer semestre.
Veíamos ayer las parábolas 5ª y 6ª acerca
del Reino. Hoy tenemos la parábola culmen, la séptima: Se trata en ella de la
diversidad de peces que en una misma redada pueden recogerse.
Nos cuenta algo muy normal para los
pescadores: después de la pesca, dando continuidad a la labor, los pescadores
se sientan a la orilla y van clasificando el fruto de sus esfuerzos.
No todos los peces son aprovechables,
inclusive algunos son todavía muy pequeños, algunos no son agradables al
paladar, lo que hace que se discrimine, conservando solo los buenos y
regresando a su líquido elemento a los no utilizables. Y, si entre ellos se
hallare alguno podrido, lo echaran el fuego donde será el llanto y el rechinar
de dientes.
Hay aquí, ya llegando al final de la
perícopa un hermosísimo cumplido que dirige a los discípulos que son ahora
verdaderos “escribas”: esos discípulos que eran tomados por gente ignorante, a partir
del acompañamiento que les ha brindado Jesús, han sido instruidos llegando a
ser verdaderos “Escrituristas”. No se debe sólo aprender la doctrina que Jesús
con su praxis nos ha enseñado, tenemos que saber interpretar esta praxis a la
Luz de las enseñanzas que Dios ha comunicado en el pasado. Se trata del arte de
saber sacar tanto de lo Nuevo como de lo Antiguo. Es un tejido en donde el hilo
traverso está en continuidad con las fibras perpendiculares que ya se habían
puesto, para que queden en cruz, formando entre ambas, un tapiz ricamente
entretejido y sólidamente imbricado que llamamos Revelación.
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