miércoles, 3 de enero de 2024

Miércoles antes de Epifanía


 

1Jn 2, 29 – 3,6

A uno le dicen que es “hijo de Dios” y le cuesta adentrarse en semejante Misericordia. La opción que se suele tomar es dejar el tema por allá en un rincón del pensamiento sin prestarle mayor atención. Dar el paso a entender que, además, cada persona es un “hijo de Dios”, es difícil a la mente digerir estas ideas. Esperamos que la filiación conduzca a la facultad de obrar milagros en el sentido de trasgredir las leyes de la naturaleza para obrar a capricho.

 

En realidad, hay que empezar por el derecho y asimilar lo que esto implica. Y ¿cuál es el derecho? Lo primero es entender y dar inicio a una práctica de fraternidad y sinodalidad que haga del concepto algo mucho más que abstracto, algo bien concreto. Por aquí empieza la “construcción del Reino. Así que los invitamos a leerlo despacio, como que verdaderamente tienda un Puente hacia Dios y constituya el fundamento de la verdadera religión: “Miren que amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues καὶ ἐσμέν ¡lo somos! (1Jn 3,1)

 

Es el verbo ser: εἰμί [eimi] que significa “existencia”, no existimos como objetos entre objetos, nuestra naturaleza está definida como naturaleza Celestial, ¡nada menos! Como lo dijera San Atanasio de Alejandría: “Dios se hizo hombre para que el hombre llegara a ser Dios”.

 

Esta aseveración joánica es como un hemisferio, pero el “planeta” queda incompleto si no yuxtaponemos la otra mitad: “Si Dios se ha hecho hombre, ser hombre es la cosa más importante que se puede ser”.

 

Para captar este “´planeta” no hay que filosofar mucho, sólo hay que poner los ojos en el Divino Niño Jesús y repetir “Encarnación”. ¡Y Dios se hizo hombre y acampó entre nosotros!(Cfr. Jn 1,14)

 

Dios se humanó en María Santísima, no como producto de un aburrimiento de estar en el Cielo, y salió al patio y se puso a jugar a ser hombre. Miremos de donde parte San Juan para afirmar la filiación Divina: “Miren qué amor nos ha tenido el Padre” (1Jn 3, 1a).

 

Con poco que permitamos que este enunciado anide en nuestro corazón-ser, en el espacio de su germinación lograremos condensar que el pecado no es la sumatoria de las “caídas” que tenemos sino el endurecimiento del corazón que nos impide ver en cada ser-humano un hermano, otro hijo de Dios.

 

Si creemos y aguardamos de verdad la Parusía, tenemos que permitir que nuestro corazón se vaya configurando con los sentimientos compasivos del Corazón de Jesús -esa es su Segunda Venida, la definitiva- cuando lo dejamos acceder a nuestro pecho y le permitimos que Él se ensanche en nuestro ser, hasta dejar que Él sea todo en nosotros, y nosotros decrezcamos (Cfr. Jn 3, 30)

 

Entonces, ¿qué es el pecado? No poder practicar la fraternidad.  Es la aridez del corazón que no deja espacio y no da cabida para que Él entre y nos trasforme con su Ternura. Si no se da espacio para que florezca la Ternura-Fraternal entre nosotros, caemos en la vida “sin ley”, la que aquí en la Carta joánica se llama “ignominia”. Si uno dice que el pecado es la ignominia, no se dice tanto y se aclara muy poco, se reemplaza una palabra difícil, por otra más difícil.

Le expresión que aparece en la carta Primera de San Juan es ἀνομίαν [anomian] “sin ley”

Y tenemos recontra-sabido que la ley en Jesús es muy sencilla: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el primero y más grande mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. (Mt 22, 37-39), o, enunciado como aparece aquí en esta Carta, vamos a trascribirlo: “Y este es su Mandamiento: que creamos en el Nombre de su Hijo Jesucristo, y que nos amemos unos a otros según el Mandamiento que nos dio”. (1Jn 3, 23)

 

Pues no poder implementar esta “Ley” con su enfoque cristiano es “quebrantar la Ley”, es la “ignominia”. En cambio, el que recorre el camino y trabaja para servir a la construcción del Reino con Fraternidad verdadera, “es justo” y reconoce en Jesucristo para brotar de Él, como yemas, como renuevos, como vástagos porque nosotros somos simplemente vástagos de esa Vid” (Cfr. Jn 15, 5a). Nosotros somos sus amigos si hacemos lo que Él nos ha indicado (Cfr. Jn 15, 14)

 

Sal 98(97), 1bcde. 3cde-4. 5-6

Hasta el jueves -empezando ayer- seguiremos concentrados en este Salmo del Reino. Hay una sentencia relacionada con este Salmo que es muy importante no perder de vista en esta temporada en que estamos ocupados atendiendo la “manifestación” del Señor que viene “hecho Hombre”: “Proclamo la victoria con los labios y lucho con las manos para que venga”.

 

Luchar con las manos no tiene nada que ver con dar a alguien de puñetazos. Tiene, más bien que ver, con las manos del τέκτονος [tektonos] “artesano” San José, manos que crean, que trabajan, manos constructoras, manos que traen paz y que detrás de su aspereza laboriosa, puede anidar tiernas caricias.  De por sí, la obra artesanal es una caricia que trasforma la materialidad inútil en recurso de humanización. La lucha a la que se hace referencia es la de Miguel Ángel que desentrañaba de un bloque de piedra, la hermosa escultura que allí anida.

 

Este Salmo, además, cobija una súplica que capacita los ojos para ver lo que está aún inmanifiesto. Por ejemplo, ver dentro del bloque de piedra, la “forma” de tal manera que desprendiendo a golpe de cincel y maceta los trozos sobrantes, se desnude la hermosura oculta. Nos pasa que no somos capaces de ver la victoria de Dios, o los gérmenes de esa Victoria, y -tristemente- creemos poder leer sólo síntomas de la derrota definitiva.

 

Esto no pasa porque en nuestro corazón aniden semillas de maldad, sino porque el tsunami de la alienación nos ha inculturado con esa visión pesimista y desesperanzadora que tanto conviene al Maligno y que tanto empeño le pone en diseminar a través de todos sus media.

 

Roguemos al Espíritu Santo que nos dé esa mirada potente de “precursores” para que sepamos ver la Paloma que desciende sobre Jesús, pero también para que reconozcamos en la “Paloma” la señal de su Llegada. Y las señales de su Victoria.

 

Jn 1, 29-34



Ayer Juan Bautista expresó que él no era la Palabra sino sólo la Voz que daba la señal preventiva. Pero, y entonces, ¿quién era el “Esperado”?

 

Juan el Bautista la tiene muy clara: él ha salido a bautizar ¡con agua! Para que el pueblo de Israel reciba la manifestación. Hemos insistido que sin φανερωθῇ [fanerote] “manifestación” nos resulta imposible saber Quién es Él, la manifestación es un elemento de la Revelación que significa la Misericordia de Dios, Dios sabe que estamos a ciegas y nos envía los “indicadores” necesarios, pese a nuestras duras entendederas. Así que Juan el Bautista nos lo señala: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”.

La palabra φανερωθῇ [fanerote] deriva de la palabra φως [fos] “luz”, en griego, es “poner a la

la luz” “enfocar el reflector sobre Él”, “mostrar”, “hacer evidente”, “poner de manifiesto”;

si, ¡así y todo no lo reconocimos! … Pero con estos elementos de revelación podemos contestar

¿por qué no lo aceptamos?

Al mismo Juan Bautista se le dio una clave de reconocimiento, sobre quien se posara el Espíritu Santo en forma de Paloma, Él era. ¿Por qué la “paloma”? porque ella es signo de la “Esperanza de Salvación”, como lo fue para Noé y su familia en el Arca, cuando fue enviada a ver si las aguas habían bajado de nivel. La paloma se puede traducir como mansuetud. De otro lado, su fortaleza en el vuelo le permite “largos viajes”, cualidad aprovechada en las “mensajeras”.

 

Al ver venir la Paloma sobre Jesús, a Juan, no le cupo duda alguna que se trataba del Mesías. Con esta expresión de Revelación Juan el bautista lleva a la cúspide su misión precursora. Cesará el tiempo de los bautismos con agua, adviene ahora la hora del Bautismo con el Espíritu Santo.

 

¿Por qué el bautista llama a Jesús “Cordero”? Porque era apto para el Sacrificio expiatorio. Él podía ampliamente poner en paz la tierra con el Cielo. ¡Saldar la deuda!

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