Dt 18,15-20; Sal 94, 1.2.6-7.8-9; 1Cor 7,32-35; Mc
1,21-28
La obediencia no debe
sacrificar o cercenar otros valores legítimos coherentes con él. Si la
obediencia es verdaderamente un valor supone que no va a violar la libertad, la
responsabilidad y la iniciativa.
Segundo Galilea.
A
veces hacemos de la obediencia un ídolo, pero sólo para servirle al Malo en su
campaña de alienación. A veces ensalzamos la humillación como parte de un
proceso de ascesis, pero sólo porque así podemos someter al hermano a la
dominación. ¿A cuál dominación? A la de nuestro amado dogmatismo, la dominación
de nuestra propia hegemonía. Mucho hablamos del cristo-centrismo cuando el
trabajo de zapa es en aras del egocentrismo. Es un rotulo mal pegado sobre el
otro, para disimular.
La
propuesta del reino no se basa en la obediencia por la obediencia sino en la
obediencia a la voluntad de Dios. Y no hay que pasar la carta del egoísmo por
debajo de la mesa. Cuando hablamos de la
dignificación del hombre consiste en abarcar todas las dimensiones, no se puede
dignificar la parte si no se dignifica el todo, porque el hombre no es a
pedazos, no es -como proponían los platónicos, una dualidad de cuerpo y alma-
la lucha de Jesús es contra todo poder alienante.
Basta
recordar que Jesús luchaba contra los 600 o más mandamientos farisaicos porque
eso era fraccionar al hombre en tantas piezas como facetas multiplicaba la Ley.
El Diablo siempre engaña dividiendo, al
dividir parece que multiplicara, y sí, multiplica los pedazos: Nos
multi-fracciona. De ahí dimana su poder opresivo, de rompernos un cien mil
partes. Jesús -por el contrario- unifica, para Él hay un solo Mandamiento, el
del Amor. El Amor nos hace uno, el amor es clave para la sinodalidad. Quien ama
está muy cerca de ser hermano de todos sus hermanos
Según
nos informa Moisés en la Primera Lectura, Dios suscitará un profeta. O sea que,
la autoridad del profeta proviene de Dios, es Él mismo Quien lo elige, Quien lo
instruye, Quien pone las palabras en su boca, Quien impide la tergiversación,
de tal manera que el profeta no puede pronunciar en Nombre del Señor nada que
Él no le haya mandado. El profeta no se elige a sí mismo ni es elegido por el
pueblo. La cadena potestativa va de Dios al profeta y del profeta al pueblo. El
pueblo está subordinado a la voz del profeta porque el profeta le está
totalmente subordinado a Él. Es Dios quien reviste de autoridad al profeta.
Dios que es origen y fuente de toda autoridad, dota de autoridad a su profeta:
“A quien no escuche las palabras que él pronuncie en mi Nombre, yo le pediré
cuentas.” (Dt 18, 19).
El
que viene en Nombre del Señor es llamado. Al llamado hay que escucharle. La
escucha implica obediencia; esa obediencia está mandada por Dios, ha sido Dios
Quien lo ha investido de la autoridad. Por lo tanto, hay una tensión-dinámica
entre autoridad y obediencia. El subordinado se debe a la autoridad porque es
Dios quien le participa su potestad. Y aquel que ha sido llamado a detentar la
autoridad debe ser dócil, aún más, debe decir y obrar en total conformidad con
lo que le comunique Quien lo ha dotado de ese ascendiente. Ascendiente que es
mando y soberanía. El profeta para cumplir su misión y acceder a la docilidad
requerida para el llamado, tendrá que alcanzar una clase de “equilibrio” que
llamaremos madurez. La madurez articula libertad y obediencia.
No
se escapa al Saber Divino que existirán los desobedientes y por eso señala
anticipadamente el castigo para ellos. El Señor sabe que habrá quienes no
acaten la autoridad. El Salmo 94 precisamente toca el tema de Masá y Meribá,
que simbolizan la geografía espiritual de la desconfianza y la altanería frente
a Dios. Oremos el Salmo con Carlos Vallés diciendo: «Hazme dócil. Señor. Hazme
entender, hazme aceptar, hazme creer. Hazme ver que la manera de llegar a tu
descanso es confiar en Ti, fiarme en todo de Ti, poner mi vida entera en Tus
Manos con despreocupación y alegría. Entonces podré vivir sin ansiedad y morir tranquilo
en tus brazos para entrar en tu paz para siempre.»[1]
Nos
sorprende que Marcos, en su Evangelio, nos dice que Jesús enseñaba, pero no dice
qué enseñanzas daba. Por ejemplo, en este Domingo IV Ordinario del ciclo B, nos
dice que “enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas”, y pasa
directamente a narrar el milagro de la expulsión del espíritu inmundo.
Tendríamos que entender que su enseñanza no era una cátedra doctrinal de
preceptos, no era una enseñanza de tipo discursivo sino que debemos captar la
enseñanza en la actuación milagrosa, en las acciones de Jesús. «Cuál es la
acción del espíritu malo…Poseer al hombre y hablar a través de él. Es decir: no
dejarlo actuar libremente; lo toma por entero, haciendo que no piense ni actúe
por sí mismo… el espíritu malo aliena al hombre al no permitirle que sea libre
y consciente de sus actos.»[2] ¿Qué es lo que vemos hacer
a Jesús? ¿Cuál es la acción de Jesús? Lo vemos hacer uso de su autoridad. Al
espíritu inmundo no le cabe más que obedecer y salir de su víctima. El endemoniado
ha sido liberado. La Autoridad máxima lo ha exorcizado. Autoridad tiene por
raíz augere que
significa hacer crecer, fomentar, hacer progresar, promover. Liberar, es
ejercicio de autoridad, «la práctica concreta de liberación, hace que el hombre
adquiera conciencia y libertad de hablar por sí mismo»[3].
En
el verso 27 se confirma que esa es la enseñanza, que esa es la doctrina que
Jesús enseña: Que Jesús tiene la autoridad suficiente para gobernar los
espíritus inmundos y a estos les toca respetarlo y obedecerle. El Evangelio de
San Marcos en este punto (Cap. 1, v. 27b) nos hace caer en la cuenta que esta
es una Nueva Doctrina, (una Buena Nueva) la de un Hombre que Dios ha revestido
de autoridad para dominar “hasta a los espíritus inmundos”. La enseñanza está
en percibir al hombre de una manera distinta, amado por Dios, de Quien recibe
autoridad, Quien lo dota de facultades y potestades para que el otro se libere,
para que podamos ayudar, para que el otro crezca (y también uno mismo).
La
Segunda Lectura toca el tema de la autoridad y la obediencia respecto de los
consagrados -puestos aparte para poder vivir constantemente y sin distracciones
(de forma digna y asidua) en presencia del Señor 1Cor 7, 35b- y se refiere
–indirectamente- al celibato puesto que, quien está casado está dividido entre
su dedicación al servicio del Señor y las atenciones y cuidados a su cónyuge.
«La
persona madura, libre, conoce sus posibilidades y sus límites. Es realista consigo misma, vive en
la verdad, sabe qué puede hacer y qué no puede hacer… Es signo de madurez y
libertad, igualmente, la capacidad de renunciar a valores incompatibles con la
vocación personal. Estamos renunciando permanentemente a valores incompatibles.
Uno se comprometió, por ejemplo, al celibato en un momento de su vida. Pero
esto implica renunciar al matrimonio, que es un valor. Hacer esto lucidamente,
consciente, sin volver atrás, es un signo de madurez y libertad. El inmaduro,
en cambio, quiere tener todos los valores al mismo tiempo.»[4] Tiene un pie en una barca,
y el otro, en otra. ¡Está dividido! ¿Quién lo dividió?
Podemos
derivar de estas Lecturas de este Domingo una hermenéutica valiosa, la que
responde a la pregunta ¿Cómo identificar la autoridad que Dios ha instituido?
Porque es autoridad positiva, hace que te asumas con total responsabilidad en
todas tus acciones, te impulsa, te hace crecer, es como el viento que sopla en
tu velamen, hace que tu barca avance. Te acerca a Dios, promueve las semillas
del Reino que germinan en ti.
[1]
Vallés. Carlos sj. BUSCO TU ROSTRO. ORAR LOS SALMOS Ed. Sal Terrae Santander-España 1989 p. 183
[2]
Balancin, Euclides M. CÓMO LEER EL EVANGELIO DE MARCOS ¿QUIÉN ES JESÚS? Ed. San
Pablo Bogotá-Colombia. 2002. p. 32
[3] Ibíd.
p. 33.
[4]
Galilea, Segundo.
EL SEGUIMIENTO DE CRISTO. Ed. San Pablo Santafé de Bogotá-Colombia 1999 p. 99
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