miércoles, 20 de septiembre de 2023

Miércoles de la Vigésimo Cuarta Semana del Tiempo Ordinario

 



1Tim 3, 14-16

Puede ser -y podemos asumirlo como dato cierto- que San Pablo se encontraba encarcelado en Roma; él anhelaba irlos a conocer personalmente, y muy probablemente, lo tendría en su agenda; pese a todo, una cosa es un proyecto y otra, poderlo llevar a cabo, máxime cuando todo depende de diversos factores y variables que estaban fuera de su control. Mientras llegaba el momento propicio, y, ante la urgencia de tomar decisiones certeras, Pablo instruye a Timoteo, para que pueda maniobrar con prontitud sin dejar crecer los problemas, que en aquel momento parecían bajo control. Pero que, si se dejaban avanzar, se convertirían en plaga destructiva.

 

Palpita poderosamente el corazón de esta perícopa: τὸ τῆς εὐσεβείας μυστήριον [to tes eysebeoas mysterion] el “Misterio de la Piedad”. Cabe al contemplar este misterio detenernos en dos precisiones: la primera el significado de la “piedad”. Esta palabra tiene su origen en una palabra latina, pietas, sentir dolor, pena por alguien. Ahora bien, con frecuencia pedimos a Dios que se apiade, es decir que se compadezca, que Él se conduela de nuestra fragilidad, de nuestra debilidad, de nuestra enorme capacidad de incurrir en el pecado, le pedimos que se duela de nuestro dolor, porque aún sin querer lo hemos ofendido, lo hemos vuelto a crucificar.

 

Hay otro significado, una segunda acepción, cuando piedad significa religiosidad, devoción, sentido religioso, como cuando decimos, “aquel niño es asombrosamente piadoso” para indicarlo como una persona muy dada a la oración, muy devoto. En este caso San Pablo se refiere al “prodigioso intercambio que establece relación entre Dios y los hombres”, la Bondad y la Clemencia Divinas han querido regalarnos con su Amistad.

 

Y, una segunda precisión, en torno a esta palabra: μυστήριον [Mysterion] que pese a su enorme parecido con nuestra palabra misterio, no alude a lo mismo, el nuestro es algo que no podemos llegar a conocer, algo que nos sobrepasa, algo “incognoscible”; en cambio, en griego, habla de lo que Dios nos ha revelado; lo que Él ha tenido a bien mostrarnos, y que, de otra manera no habríamos podido alcanzar.

 

Para referirse a este desvelamiento, que por pura Gracia Dios nos concede, y que sin su Bondad nos estaría vedado, San Pablo apela aquí a un himno litúrgico. Vayamos observando que esto lo han sabido muchos, pero no lo han logrado captar:

a)    Fue manifestado en la carne; ¿cuántos no lo vieron, y no lo pudieron aceptar?

b)    Justificado en el Espíritu, aún el Mismo Tomás (Dídimo), negaba su resurrección y requería meter el dedo en Su Costado.

c)    Mostrado a los ángeles, que fueron corriendo para alertar a los pastores

d)    Proclamado en las naciones, tarea a la que se dieron los apóstoles, el apóstol de los gentiles y ahora trasmitido el encargo a Timoteo para instaurar el linaje de los “proclamadores”,

e)     Creído en el mundo, y lo puede decir San Pablo, que vio cuantos gentiles le abrieron su corazón y con toda su alma se abrieron a Él

f)     Recibido en el Trono Celestial, donde Ascendió y se Sentó, en el Trono del Reino Celestial.

 

Es así que Pablo confiesa a Jesucristo como Dios Vivo, y hace de la Iglesia de Jesucristo el hogar de todos los que lo acepten como Pilar y Fundamento para esta familia de la fe, donde Timoteo está heredando la conducción de las Iglesias que peregrinan en aquella región de Asia Menor.

 

Sal 111(110), 1b-2. 3-4. 5-6

Este es un Salmo de la Alianza. Dios ha ratificado la Alianza con su pueblo cubriéndolo de amparo, defensa y auxilio. El Salmista, agradece que Dios nunca defrauda lo “pactado”; señala múltiples razones y situaciones en las que Él -a pesar de nuestras fallas y renuencia para seguir su Ley- confirma y re-confirma que su Alianza es irrevocable.

 

Este Salmo tiene 11 versos, de ellos tomamos 5 y ½ para edificar la perícopa que se proclama hoy. Con ellos se han articulado tres estrofas, miremos ligeramente el núcleo de cada una:

Primera estrofa: Se propone aplicarse al estudio de las obras del Señor, no lo hace en soledad, se alía con los más prudentes y doctos, los que han sabido dirigir el corazón enamorado hacia el Señor, junto con ellos llevará su estudio.

 

Segunda estrofa: Tres rasgos identifica como característicos en la Obra de Dios, a saber, esplendor, belleza y perennidad; sí así son las obras, se debe a cómo es Dios, y eso lo define con dos rasgos causales: Él es Piadoso y Clemente. Por eso, estudia, para atesorar en su memoria esos rasgos que nos hablan de Dios.

 

Los que ponen su Amor y guardan la Alianza con Él, no tendrán que temer el abandono ni el hambre, porque Dios Mismo los nutre y esto lo ha garantizado con un antecedente, le entregó la Tierra de Promisión a Su Pueblo Elegido, quitándosela a los gentiles.

 

Quien se detenga a contemplar estos signos que nos muestran la Grandeza de las obras Divinas, tendrá que reconocer que ha obrado con Suprema Gloria y Esplendor. Nos lo dice el verso del responsorio.

 

Lc 7, 31-35

NECESIDAD DE UNA MENTE ABIERTA



Cuando uno se propone no aceptar, así ese proceso se esté dando muy en la intimidad de la persona, la obcecación nos boquea y nos incapacita. ¿De qué nos vale leer la Palabra de Dios si nuestro entender no está dispuesto a aceptar? Parece que nuestra mente mantiene un “pulso” (competencia entre dos personas que luchan por dominar el brazo del otro para probar su mayor fuerza) constante con las ideas del “mundo”, pretendiendo hacer prevalecer los saberes “humanos” sobre la Enseñanza Divina; pero, en el corazón y la consciencia, ya la suerte está echada. Se hacen pasar por debajo de la puerta, disfrazadas de “dudas”, cuando son aseveraciones que se dan a la tarea de sembrar, haciéndolas pasar por semilla de calidad, cuando son sólo simientes de yerbajo, gametos del Malo.

 

No se niega el derecho a dudar, ni mucho menos se clama por una actitud acrítica, cosas estas muy necesarias para permanecer libres en el pensamiento y no caer fácilmente en las redes de la alienación. Pero de ahí, a aproximarse a la Palabra, condenándola previamente al rechazo; o, lo que es aún más delicado, pregonar esas "dudas" -porque sí- revistiéndolas con un manto de “punto de vista científico”, inculcándoselas a otros, hay una gran diferencia.

 

Estas personas se parecen enormemente a esos niños “malcriados” que uno los invita a jugar fútbol y se niegan porque dicen preferir el basquetbol; y cuando uno trae el balón de básquet, entonces -como cosa rara- también se niegan. No se trata de cual deporte o cual balón se tenga a disposición. Se trata de “llevar la contraria” por el gusto de cerrarle el corazón a Dios. No es el mucho estudio el que da la sabiduría verdadera, sino la aceptación de la Buena Nueva de Vida. Para eso, hay que lavarse la mente de tanto engaño y sacudirse todos los prejuicios.

 

Pongamos en contexto la perícopa del evangelio lucano que se lee hoy. Juan el Bautista había mandado su delegación a preguntar si ¿era Jesús el que estaban esperando, o… si había que esperar a otro? Él les contesta y los envía con un recado, no les dice que digan tal o tal cosa, sino que informen lo que han visto. Estos niños de nuestra anécdota, parodiando el ejemplo de Jesús, no les importa el balón, cualquiera que uno saque, tendrán pretexto para decir, que ellos sólo jugarían otra cosa.

 

Cuando los comisionados de Juan se han ido, Jesús hace el elogio de Juan, y es entonces cuando saca el cuanto de los niños que ni lloran cuando hay luto ni bailan cuando se toca la flauta. Juan los invitaba a la congoja y el arrepentimiento, pero ellos lo rechazaban por loco, viene ahora Jesús, que los invita a “otro juego”, no convoca a ayunos y cabeza cubierta de ceniza, ni les pide que se revistan con saco; pero como acepta las invitaciones a cenar y la amistad de publicanos y pescadores, lo tachan de borracho-glotón. En otra parábola -la de Lázaro y el rico-glotón nos dice, ni aun cuando un muerto resucitara y viniera a decirnos como nos va a ir en el otro toldo, no seríamos capaces de aceptar y reconocer la Verdad de Dios (Cfr. Lc 16, 31).

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