Jer 20, 7-9; Sal 62, 2.
3-4. 5-6. 8-9; Rm 12, 1-2; Mt 16, 21-27
Tú piensas como los
hombres, no como Dios
Mt. 16, 23
No
podemos quedarnos con los pies en dos canoas, luchando por la justicia y
disfrutando de la injusticia.
Ivo
Storniolo
La vida inspirada en el
egoísmo ya está muerta, perdida para siempre.
Silvano Fausti s.j.
En
el numeral 37 de la Constitución Pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo de hoy,
leemos: “La Sagrada Escritura, con la que está de acuerdo la experiencia de los
siglos, enseña a la familia humana que el progreso altamente beneficioso para
el hombre también encierra, sin embargo, gran tentación, pues los individuos y
las colectividades, subvertida la jerarquía de los valores y mezclado el bien
con el mal, no miran más que a lo suyo, olvidando lo ajeno. Lo que hace que el
mundo no sea ya ámbito de una auténtica fraternidad, mientras el poder acrecido
de la humanidad está amenazando con destruir al propio género humano. A través
de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las
tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor,
hasta el día final. Enzarzado en
esta pelea, el hombre ha de luchar continuamente para acatar el bien, y sólo a
costa de grandes esfuerzos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de
establecer la unidad en sí mismo. Por ello, la Iglesia de Cristo,
confiando en el designio del Creador, a la vez que reconoce que el progreso
puede servir a la verdadera felicidad humana, no puede dejar de hacer oír la
voz del Apóstol cuando dice: No queráis vivir conforme a este mundo (Rm 12, 2);
es decir, conforme a aquel espíritu de vanidad y de malicia que transforma en
instrumento de pecado la actividad humana, ordenada al servicio de Dios y de
los hombres. A la hora de saber cómo es posible superar tan deplorable miseria,
la norma cristiana es que hay que purificar por la cruz y la resurrección de
Cristo y encauzar por caminos de perfección todas las actividades humanas, las
cuales, a causa de la soberbia y el egoísmo, corren diario peligro.
Nunca
insistiremos suficiente –ni nos cansaremos de repetir- las dos dimensiones de
la Santa Cruz, que con su poderosa síntesis nos señala en la dirección del
doble Mandamiento de Jesús, que condensa toda la ley y nos da la vida eterna: El
estipe, el madero vertical, –como un puente que une Cielo y tierra- señalando
el «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas
tus fuerzas y con todo tu espíritu», y el patíbulo, el madero horizontal (de
hecho, la palabra griega que aparece en el Evangelio de San Mateo 16, 24 es σταυρός [stauros]
que significa estrictamente “patíbulo) recordándonos, que no termina ahí, sino
que nos remonta aún más allá, convocándonos a la fraternidad y la solidaridad: «y
a tu prójimo como a ti mismo», sin lo cual, el Primer Amor queda truncado,
incompleto y por eso imperfecto y hasta fatuo. Ya hemos leído en 1Jn 4, 20 que
«si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso. Pues el
que no ama a su hermano a quien ha visto; ¿Cómo puede amar a Dios a quien no ha
visto?»
Lo
que nos conduce a admirar el poder Redentor del Amor y el prodigio re-Creador
de la Cruz. Nos lo explicaba San Juan Pablo II, en su Primera Encíclica, la Redemptor
Hominis, en el # 10: “En el
misterio de la Redención el hombre es «confirmado» y en cierto modo es
nuevamente creado. ¡Él es creado de nuevo! «Ya no es judío ni griego: ya no es
esclavo ni libre; no es ni hombre ni mujer, porque todos vosotros sois uno en
Cristo Jesús». El hombre que quiere comprenderse hasta el fondo a sí mismo…
debe, con su inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad y
pecaminosidad, con su vida y con su muerte, acercarse a Cristo. Debe, por
decirlo así, entrar en Él con todo su ser, debe «apropiarse» y asimilar toda la
realidad de la Encarnación y de la Redención para encontrarse a sí mismo... ¡Qué
valor debe tener el hombre a los ojos del Creador, si ha «merecido tener tan
grande Redentor»,…En realidad, ese profundo estupor respecto al valor y a la
dignidad del hombre se llama Evangelio, es decir, Buena Nueva. Se llama también
cristianismo... La Iglesia que no cesa de contemplar el conjunto del misterio
de Cristo, sabe con toda la certeza de la fe que la Redención llevada a cabo
por medio de la Cruz, ha vuelto a dar definitivamente al hombre la dignidad y
el sentido de su existencia en el mundo, sentido que había perdido en gran
medida a causa del pecado.”
Así
del Gran Misterio de Dios pasamos al Hermosísimo Misterio de Jesucristo, que es
la Persona de Dios Revelada que denominamos Evangelio, porque hemos de recordar
que el Evangelio no es un Libro de la Biblia, ni cuatro; el Evangelio es la
Persona de Nuestro Señor Jesucristo –como lo llamara San Juan- el Logos, la
Palabra. Y, de allí, para ir de Misterio en Misterio (manteniendo siempre en
claro que la nuestra no es una Religión mistérica, en el sentido de mantener
bajo hermetismo ciertos misterios sólo develados a sus “iniciados”), pasamos al
Misterio de la Iglesia, esposa de Jesucristo, Misterio desconcertante por ser
Santa pese a estar formada por seres humanos que somos todos -con la excepción de
Jesús y María- tan pecadores. La Iglesia «… trata de guiar con gran amor a
todos los fieles en la formación de una conciencia moral que juzgue y lleve a
decisiones según verdad, como exhorta el apóstol Pablo: “No os acomodéis al
mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra
mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo
agradable, lo perfecto” (Rm 12, 2). Esta obra de la Iglesia encuentra su punto
de apoyo —su secreto formativo— no tanto en los enunciados doctrinales y en las
exhortaciones pastorales a la vigilancia, cuanto en tener la «mirada» fija en
el Señor Jesús. La Iglesia cada día mira con incansable amor a Cristo,
plenamente consciente de que sólo en Él está la respuesta verdadera y definitiva
al problema moral… Concretamente, en
Jesús crucificado la Iglesia encuentra la respuesta al
interrogante que atormenta hoy a tantos hombres: cómo puede la obediencia a las
normas morales universales e inmutables respetar la unicidad e irrepetibilidad de
la persona y no atentar a su libertad y dignidad.» Así nos explicó San Juan
Pablo II, a los quince años de su Pontificado, en la Veritatis Splendor, el “desfase” que hay entre la vida llevada sin
fe y la vida que se
compromete con coherencia a ser llevada Crísticamente.
Existe,
entonces, una amenaza al vivir “como dice la gente”, al obrar inopinadamente,
acríticamente lo que el mundo nos propone. Por el contrario, lo que Jesús nos
da, lo que Él nos revela, conduce a un compromiso de reflexionar lo que conviene
y lo que nos daña, pudiendo dañarnos porque daña a alguien, y todos somos uno y
todos tenemos responsabilidad tanto sobre el daño propio como sobre el daño a
terceros, así esa responsabilidad no esté sancionada por las leyes humanas. Es
más, las leyes humanas pueden aceptar y hasta promover conductas y actos
anti-cristianos, y no por eso dejan de ser distanciamiento y negación de
nuestra Amistad con Dios. “Pero había en mí como un fuego ardiente, encerrado
en mis huesos; yo me esforzaba por contenerlo y no podía” (Jer 20, 9):
Enamorarse de la fidelidad del discipulado.
Tomar
la cruz y seguirlo no consiste -como alguien llegó a imaginarse- en actos de
autoflagelación, no consiste en incurrir en conductas masoquistas. Al contrario, seguir a Jesús, con la propia
cruz a cuestas, puede ser la más festiva y alegre historia de gozo y feliz
vitalidad. Ya lo dice Jesús, su Yugo es suave y su Carga liviana (Cfr. Mt 11,
30). Inclusive, y esto no se nos puede quedar sin decirlo, tomar la propia cruz
y seguirlo es buscar nuestra realización con la mayor plenitud posible. ¿Cómo
es eso?, preguntarán muchos que viven creyendo que la vida santa es una vida
triste. ¡Qué perspectiva más deformada ha difundido el Patas! Los medios de
comunicación muestran a monjes y santos siempre lánguidos y llorosos mientras
que en realidad –y quien los haya conocido lo afirman con desconcertada
sorpresa: “vivía con una sonrisa permanente, sin aflicciones ni angustias… era
una persona alegre y acogedora que despedía un halo de plenitud, de alegría, de
paz”. Hasta, del mismo Jesús llegaron a decir que era un bebedor y un glotón
(Cfr. Mt 11, 19) porque su manera de vivir, su propuesta no tiene nada que ver
con vivir dolorosa o aburridamente. Ya lo reza el adagio popular: ¡“Un santo
triste es un triste santo”!
¿Pero
qué pasa entonces con el dilema obediencia-libertad? Digámoslo ya, sin
prolongar más el interrogante: ¡Es falso! ¡No hay tal disyuntiva! Si queréis
oírlo, con toda sinceridad, el verdadero dilema es entre egoísmo y generosidad,
entre obsesión de mando y capacidad de servicio; pero nadie, menos Dios –que
nos creó libres, y cuando nos vio esclavos en Egipto, obro prodigios de
liberación- va a querer que retrocedamos a la condición de esclavos. «El
reconocimiento del Dios viviente es una vía hacia el amor, y el sí de nuestra
voluntad a la suya abarca entendimiento, voluntad y sentimiento en el acto
único del amor. No obstante, éste es un proceso que siempre está en camino: el
amor nunca se da por “concluido” y completado; se transforma en el curso de la
vida, madura y, precisamente por ello, permanece fiel a sí mismo. Idem velle, idem nolle, querer lo mismo y rechazar lo mismo, es lo que los
antiguos han reconocido como el auténtico contenido del amor: hacerse uno
semejante al otro, que lleva a un pensar y desear común. La historia de amor
entre Dios y el hombre consiste precisamente en que esta comunión de voluntad
crece en la comunión del pensamiento y del sentimiento, de modo que nuestro
querer y la voluntad de Dios coinciden cada vez más: la voluntad de Dios ya no
es para mí algo extraño que los mandamientos me imponen desde fuera, sino que
es mi propia voluntad, habiendo experimentado que Dios está más dentro de mí
que lo más íntimo mío. Crece entonces el abandono en Dios y Dios es nuestra
alegría (cf. Sal 73[72], 23-28).», nos explicita el Papa Emérito, Benedicto
XVI, en su Deus Caritas est
#17.
Vayamos
con cautela, que Dios puede rescatar de un gran pecador un San Agustín, por
sólo hacer mención de un caso para ofrecerlo como verdadero ejemplo: Nos
previno Papa Francisco –diciéndolo sobre el matrimonio- en #307 de su Amoris
Laetitia, y nosotros nos
atrevemos a ampliarlo para alertar contra la reducción de cualquiera de las
plenitudes propuestas por Nuestro Señor: “Para evitar cualquier interpretación
desviada, recuerdo que de ninguna manera la Iglesia debe renunciar a proponer
el ideal pleno […], el proyecto de Dios en toda su grandeza:... La tibieza,
cualquier forma de relativismo, o un excesivo respeto a la hora de proponerlo,
serían una falta de fidelidad al Evangelio y también una falta de amor de la
Iglesia [...] Comprender las situaciones excepcionales nunca implica ocultar la
luz del ideal más pleno ni proponer menos que lo que Jesús ofrece al ser
humano.”: Concluyamos con una verdad escatológica como puño: “el Hijo del
hombre vendrá entre sus ángeles, con la gloria de su Padre, y entonces pagará a
cada uno según su conducta”. Mt 16, 27
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