Dan 7, 9-10. 13-14; Sal
96, 1-2. 5-6.9; Pe 1, 16-19; Mt 17, 1-9
«… que no solo cambie nuestro rostro
cuando recibimos la Gracia que viene de Ti, sino que cambiemos nuestra vida direccionándola
hacia Ti».
Papa Francisco
«Yo soy la luz del mundo. El que me
sigue no caminará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida.»
Jn 8, 12b
Este
año ha caído el 6 de agosto, Fiesta de la Transfiguración del Señor en este
Domingo. Ha de tenerse en cuenta, que la ordenación litúrgica establecida por nuestra
Santa Madre Iglesia, da prioridad a ciertas conmemoraciones sobre otras. La
Iglesia ha clasificado las conmemoraciones en Solemnidades, Fiestas y Memorias.
Si una Solemnidad o una Fiesta llegan a caer en Domingo Ordinario, ellas
tendrán precedencia sobre estos. Eso es lo que ha sucedido en este caso: Por
tanto, se prioriza la Fiesta de la Transfiguración del Señor.
“Seis
días después Jesús tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan”, destacamos el verbo
griego “tomar” que se usa aquí παραλαμβάνω,
porque no se trata de cualquier tomar, sino de un tomar con gran firmeza y
decisión, donde la persona es muy consciente y donde se “elige” para tener algo
muy cerca (λαμβάνω es simplemente que ocurre, que sucede,
en cambio παραλαμβάνω es recibir, acoger, admitir, aceptar,
captar). Así que Jesús designa para que lo acompañen a subir al Monte Tabor, a
tres “testigos”, los mismos que lo acompañarán al Huerto de los Olivos; también
Moisés, en el capítulo 24 del Éxodo, tomará a Aarón, Nadab y Abihú consigo,
para que lo acompañen al Sinaí.
Estamos
ante un suceso de “revelación”. Dios, que es para el humano “Misterio”, no se oculta,
sino que Se descubre para nosotros, Se hace accesible, nos recibe en el seno de
su Misterio. Nuestra forma de llevar las cosas, está puesta al revés, he allí
la torpeza de nuestra aproximación a Dios: Nosotros lo comparamos con algo
“conocido”, alcanzamos a vislumbrar su Grandeza y lo comparamos con lo más
grande que conocemos “aquí” en la tierra: un rey. Ahora bien, los “reyes”
terrenales tienen poder, riqueza, ejércitos, hacen gala y ostentación, así
–pues- nosotros le asignamos a Dios los mismos atributos. En cambio, nuestra
manera de acercarnos al Misterio debería ser la inversa: No lo podemos conocer
por medio de nuestra decisión de “explorarlo”, de “develarlo”, no podemos
aplicarnos a Él tomándolo como objeto de estudio –tal como lo hacen las
ciencias naturales-, sino que humildes y pacientes tenemos que esperar a que Él
se nos dé, es Él mismo quien descorre el velo y –sobreviene entonces- la teofanía;
entonces, acogidos a su Bondadosa Revelación, deberíamos leer los rasgos que Él
nos manifiesta, los que Él nos brinda.
Dios
nos dice: “Este es mi Hijo amado, mi predilecto, escúchenlo”, entonces, ya
sabemos hacia dónde mirar, a Quien escuchar; en vez de atribuirle rasgos
“humanos” -no lo antropomorfisemos-, mirémoslo a Él, leamos sus rasgos y
podremos saber cómo es Dios. ¿No es lógico? Si Él nos muestra a su Hijo, es
porque su Hijo es la Revelación del Misterio de Dios. Por eso podemos afirmar
que la nuestra no es una religión mistérica, porque nuestro Dios no es un Dios
que quiere permanecer absconditus,
sino, por el contrario, un Dios cercano, que nos permite y nos transmite
confianza, un Dios que ilumina, con su Resplandor –lo ilumina todo- y se
alumbra y se aclara a Sí mismo. Así, cuando Moisés hablaba con Dios, su rostro
quedaba impregnado de Luz, así hoy, Dios se nos “revela” en Su Hijo, Luminoso, Resplandeciente.
No le demos a Dios los atributos que humana y caprichosamente se nos antojen.
Dejemos que Dios sea Dios y –sencilla y humildemente- leamos el Semblante que
Él nos manifiesta.
Una
vez más, nos hallamos ante la dualidad del mesías humanamente concebido y la
del Mesías vaticinado, profetizado, prometido. Una cosa, por un lado, es lo que
nosotros creemos nos conviene, aquello que la carne nos infunde ansiar y
perseguir, pero- recordémoslo- sólo la Palabra de Dios es Espíritu y Vida.
Nuestro conocimiento no proviene de una sapiencia voluntarista, es El quien -en
su Magnánima Generosidad- se abre a nosotros, se nos hace el “Encontradizo”.
Nosotros también estamos llamados a transfigurarnos; ser creyentes, ser
católicos implica un proceso de cristificación, puesto que Él es nuestro
paradigma vital. Y, vamos trabajando en la vida para aprender a
transparentarlo. Así, la revelación, ese salirnos al “encuentro” es un
“primereo” en el Amor. Él, Misericordioso, no espera que empecemos a buscarlo,
está ahí, alerta, como un padre vela por su hijo, así Dios vela por cada uno de
nosotros.
Al
lado de ese cuidado Paternal, está su Paciencia, su espera para que lo
“aceptemos”, Él no nos va a “tomar” para que subamos al Monte Tabor con Él a la
brava, Él no nos coacciona, más bien, nos atrae, nos encanta, nos fascina con
su Ternura, con su Cariño, con su Sencillez, con su Amistad. Permite que la
cizaña crezca lado a lado con el trigo –como lo hemos venido viendo en las
parábolas del Reino-, Papa Francisco nos lo enfatiza con estas palabras:
“Acompaña a la humanidad en todos sus procesos, por más duros y prolongados que
sean. Sabe de esperas largas y de aguante apostólico. La evangelización tiene
mucho de paciencia, y evita maltratar límites. Fiel al don del Señor, también
sabe «fructificar». La comunidad evangelizadora siempre está atenta a los
frutos, porque el Señor la quiere fecunda. Cuida el trigo y no pierde la paz
por la cizaña. El sembrador, cuando ve despuntar la cizaña en medio del trigo,
no tiene reacciones quejosas ni alarmistas. Encuentra la manera de que la
Palabra se encarne en una situación concreta y dé frutos de vida nueva, aunque
en apariencia sean imperfectos o inacabados.” (Ibíd.). ¿Por qué sucede esta
revelación en la Montaña? Porque la montaña implica un esfuerzo, Dios “está”
–por así decirlo (pero recordemos que Él está en todas partes)- en lo alto, allí
se pone al “alcance”, y siempre nos da Su Espera Paciente. Entonces, nosotros
podemos admitirlo. El esfuerzo de subir al Monte no será arduo, más bien, será
dulce, porque ¡su yugo es suave y su carga liviana! Es la ascesis. La ascesis
es cristificativa, nos transfiguramos en Él, poco a poco para poder
transparentarlo. Saturarnos de Él para poderlo comunicar: Nadie puede dar
aquello que no tiene.
Aprendamos, con su Transfiguración a no caer en el desaliento. Que ni el atafago, ni las preocupaciones, las riquezas y los placeres de la vida, nos disipen, o nos extravíen. No queramos imponerle un rostro a Dios ajeno al que le es propio. No desesperemos, tampoco, con los que tienen dificultad en aceptar sus facciones tal como ellas se nos dan, y la Iglesia las atesora y las va transmitiendo. Siempre llevemos como baluarte su Luz conforme Él nos la brinda y, para bien conocerlo, dialoguemos constantes con Moisés y con Elías, con la Ley y los Profetas, con el primer y el Segundo Testamentos (como el dueño de la casa que saca de su arcón cosas nuevas y antiguas); miremos inquebrantables el rutilante Rostro de Jesús, porque quien a Él ve, ve al Padre (Cfr. Jn 14, 9). Bajemos del Monte, con la piel de la cara radiante (Cfr. Ex 34, 29c), para comunicar lo que nos haya mandado y sólo eso.
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