Jos
3, 7-10a. 11. 13-17.
Este
es un nuevo peldaño en la historia del Pueblo Elegido. El libro -que forma
parte de la historia deuteronomista, -que por ejemplo von Rad, e inclusive
Ewald proponen considerar como el sexto del que ellos ven como un Hexateuco- consta
de tres etapas:
i) Se inicia con la
conquista de la tierra prometida, que se extiende hasta el capítulo 12.
ii) Del capítulo 13 al
21, se refiera a la distribución del territorio entre las 12 tribus.
iii) Los capítulos 22-24
se ocupan del final de la historia de Josué y su discurso de despedida.
Hay
una continuidad planteada en este relato de Josué. Liderados por este sucesor
mosaico, entraran en la tierra prometida. Sin embargo, no parece que sea Josué
el líder porque va por delante, separados por una distancia aproximada de mil
metros; y esta directriz no es presentada directamente por Josué, sino por los
escribas que recorrían el campamento haciendo la advertencia. ¿Por qué debían
guardar tal distancia? Porque ahora iban a avanzar por un territorio
“desconocido”, iban a empezar a avanzar por donde antes no habían puesto pie.
El
relato se cuida de dejar ver algún vacío de autoridad, y se previene contra la
idea de una Comunidad que habría quedado acéfala. Dios lo expresa, en el
preámbulo de nuestra perícopa, Él respaldó y le dió apoyo al nuevo líder para
que sintieran con evidencia el traspaso directo del mando, de manos del recién
fallecido Moisés.
Este respaldo total
implica un episodio que resulta como una re-edición del paso de la liberación
del Mar Rojo (Mar de las Cañas), que cumplió Moisés en Ex 14. Ahora, Josué, cruzará el Jordán, que se
abrirá para darles paso, cuando los portadores del Arca mojaron apenas sus
pies. Esta era pues, la demostración de que YHWH, dueño de toda la tierra,
estaba en medio de ellos.
Este
fenómeno de embalsamiento del raudal de una corriente en crecida, no se trataba
de algún riachuelo sino de una corriente impetuosa que cesó su carrera para
dejarlos cruzar. Y el agua no siguió corriendo, hasta tanto no hubo cruzado el
último de los Israelitas que marchaban liderados por el Arca.
Entonces,
su protección, así hay que entenderlo, dimanaba del Arca, y ¿qué había dentro
de ella? Las Tablas de la Ley; o sea que, la protección venía de la Torah, y
guardarla significaba la fidelidad a la Alianza pactada. Dios estableció para
ellos una mediación humana -la de Josué, como antes había sido la de Moisés-,
pero la Presencia-líder era la conformidad con una Ley que, al iluminar sus
corazones sustentaba sus vidas y los conducía triunfantes.
Sal
114(113A), 1-2. 3-4. 5-6
Salmo
de la Alianza. Parece que el ser humano -como uno de sus rasgos- tiene el
olvido. En este caso, el olvido del compromiso legal de guardar los preceptos
de un “Convenio” casado con Dios, porque, alguna parte del corazón, donde se
anida el eco del silbido de la serpiente, le sugiere que de llegar a ignorar el precepto
quedará impune. Ante ese olvido contumaz Dios nos ha obsequiado con la terapia
de la “Renovación”. Estas situaciones de repetición de los rituales de la
Alianza, tiene como finalidad la de ser ejercicios de anamnesis. Son parte
esencial de la Pedagogía Divina que clama ¡Escuchen! ¡Acuérdense! Ustedes y Yo,
estamos unidos por un Pacto Soberano, “Yo seré su Dios y ustedes serán mi
pueblo” (Cfr. Ex 6, 7-9).
Tuvo
en medio de su Pueblo un Santuario en el Desierto, era la tienda del Encuentro.
Cuando nos condujo a la Tierra de Promisión, instauró su Santuario en Judá. Y,
desde allí quiso reinar sobre Israel.
Las
aguas quedaron estáticas, con admiración al ver a un Dios tan Amoroso que ellas
no habían imaginado, detuvieron su marcha, fue así como este pueblo pudo
atravesar los ríos que la separaban de su destino, sin mojarse los pies, porque
Dios había establecido con ellos una Alianza y las Alianzas selladas por Dios
son eternas.
Si
las aguas mostraban su admiración quedando petrificadas en un sitio, los montes
y las colinas hacían fiesta y batían tambores, danzaban con algazara, parecían
cervatillos inquietos porque Dios se había dignado apiadarse de los caídos.
Cuando,
por fin, parecía que estábamos listos para entender y dejarnos calar por el
Amor de Dios, nos envió a su Hijo, para tener un Templo Vivo que reconstruiría
-sin tardanza- en Tres Días, para sellar con nosotros un Nuevo Pacto, una
Alianza de Amor. Aleluya.
Mt
18,21 – 19,1
Llegamos
al final del Discurso Eclesial, el discurso concluirá con el verso 1º del
capítulo 19, donde Jesús deja Galilea y regresa a Judea, atravesando el Jordán.
El
amor es un poliedro, en Dios es un poliedro de Infinitas caras. La cara más
hermosa, la más dulce y tierna, es la de su Corazón Perdonador. Entre los
silbidos de serpiente que el Malo sembró en nuestro pecho están la sospecha y
el rencor: la sospecha de que el otro nos volverá a herir, y el rencor de
llevar registros y grabaciones para refrendar, repasar y revalidar las
magulladuras que el tiempo ya había restañado hasta la saciedad. El viejo truco
de echarle limón a la herida.
Por
esto, al lado del Mandamiento del Amor, nos entrega Jesús el Mandamiento del
Perdón. Nadie ama si no es capaz de entregar el magno-don,
don-de-todos-los-dones, el de resucitar el amor, de sanar el corazón, de obrar
el milagro de la cicatrización perfecta: ¡el mayor don que existe es el
per-don!
Nuestras
limitaciones tan humanas, quieren limitar el perdón para prestarle el corazón a
los dioses idolátricos. Por eso, tantos de esos dioses paganos proponen la
consigna, perdonar, a lo sumo una vez. San Pedro -él siempre tan disponible,
tan presto a responder, tan ansioso de destacarse frente al Señor- le ofrece un
dechado de abundancia: siete veces.
Siete,
seguramente, para el corazón humano es excesivo. Tal vez, San Pedro al decirlo,
le debió sonar -en sus propios oídos- como una oferta colosal. Pero, ¿qué
sabemos nosotros del tamaño del Amor Divino? Hoy día podemos barruntar una idea
aproximada, porque testificamos el Amor del Padre que entregó a su Hijo
Santísimo para nuestra salvación; pero, en aquel entonces, podía sonar bastante
copiosa la oferta de las siete veces.
Alguien,
en la parábola que leemos hoy, adeudaba 10.000 talentos, recordemos que cada
talento equivalía a 6000 dracmas, o sea 21600 gramos de plata, multipliquemos:
216 millones de gramos de plata.
A
este tremendo deudor, un compañero le debía 100 denarios: al lado de aquella
deuda, era una chocita pajiza al lado de un rascacielos. La comparación es
hiperbólica, pero logra poner lado a lado el perdón Divino junto al perdón
humano. Ahí tenemos un punto de comparación. Se puede conjeturar hasta qué
punto tendríamos que llegar en el perdón que nosotros damos frente a lo mucho
que continuamente nos está perdonando el Señor, por muy virtuosos que
intentemos ser. porque una y mil veces Él nos perdona, una y mil veces
tendríamos que acoger al prójimo con la mayor riqueza de corazón y buena voluntad.
Esta
es la Alianza: ¡Él nos perdona porque nosotros -aunque no nos lo pidan-
perdonamos!
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