Ap 21, 9b-14
El Apocalipsis es un Libro Bíblico tan
importante, que no en balde está puesto como remate de esta Sagrada Biblioteca.
En él, se explicitan tantos y tantos puntos de la escatología. Aun cuando hay
quienes desdeñan la escatología diciendo que en realidad sobre eso nada se
puede decir, porque no tenemos “instrumentos de navegación” que nos guíen tan
lejos. Y, sin embargo, Dios nos da estos elementos, nos Revela lo que -es
cierto- de otro modo no podríamos ni conjeturar. A los enamorados de las
visiones mistéricas les encanta recalcar los puntos ciegos; no obstante, lo que
nombra la palabra “teológica” misterium,
no se remite a lo que nos está vetado, sino a aquello que sólo con la
Asistencia Divina alcanzamos: El Libro empieza con las siguientes Palabras: Ἀποκάλυψις
[apocalipsis] “Revelación” que Dios confió a Jesucristo para que mostrase a sus
siervos lo que va a suceder pronto. Él envió a su Ángel para trasmitírsela a su
siervo Juan, quien atestigua que cuanto vio es Palabra de Dios y Testimonio de
Jesucristo”. (Ap 1, 1s). En otras palabras, la Misión que entregó el Padre a
Jesucristo fue la de descorrer el Velo. ¿Cómo vamos a reaccionar nosotros?
¿Espichando los ojos para no ver?
Aún hay que considerar otro aspecto de
este “Revelación”. Pasa de las Manos del Padre a las Manos del Hijo, es -por
así decirlo, el Único autorizado a descorrer el Velo- sin embargo, nosotros los
destinatarios de la Revelación tenemos que “dignificarnos” para acceder. Es
toda la riqueza del pasado -de la Historia de la Salvación-, nuestro presente
vivido en fidelidad, y una actitud de apertura y disponibilidad lo que nos
franquea la “Visión”, para poder trasponer el velo y “Ver”; tenemos que poseer
la otra mitad del símbolo, que nos complete su intelección.
Hipótesis: “Tenemos que hacernos como niños”. Por eso, podemos decir que la Revelación
es simbólica.
Daremos un ejemplo de lo que significa
nuestra hipótesis: “… me enseñó la ciudad santa, Jerusalén, que bajaba del
cielo, enviada por Dios, trayendo la Gloria de Dios”. (Ap 21, 10b). Habrá
quienes se imaginen que es una Nave-Ciudadela interplanetaria, tipo película de
extraterrestres.
Para decodificar de manera adecuada este
símbolo, necesitamos la otra mitad del símbolo, que debe casar perfectamente.
Este Ciudad que baja del Cielo -aquí en el último Libro- es la contra parte de
otra, al principio de la Biblia; en el Primer Libro, Génesis 11, 1-9 la Ciudad
de Babel, esta ciudad no baja, sino que pretende subir, sube con altanería, en
procura de “fama”, y con ella quieren lograr Unidad; por el contrario, logran
dispersión, dispersión en lo que más habría podido unirlos, en la lengua. La
unidad de la lengua es una herramienta fundamental para alcanzar la ¡Comunión!
Hay una imagen esencial que habla de
comunicación plena y perfecta en le Nueva Ciudad: El “Jaspe” pero, ojo muy
atento, este jaspe es rarísimo, el jaspe se caracteriza por ser opaco; en
cambio el ἰάσπιδι [iaspidi]
“Jaspe” de la ciudad de Jerusalén-celestial es κρυσταλλίζοντι [kristalizonti] “transparente” como el
cristal (sic). Los estudiosos argumentan que bajo la palabra Jaspe en
griego se adjuntaban otras piedras preciosas, {además tómese en cuenta que no
se refiere a ella como “piedra preciosa”, sino preciosísima; aún hay más, no
dice que sea “jaspe”, dice que es “como” Jaspe}.
¿Quiénes forman esta Nueva Jerusalén?
Todos los habitantes del Cielo, la Iglesia Triunfante”, más los que se hallan
ya eyectados del purgatorio hacia la zona del perfeccionamiento cabal. De todas
las naciones y de todos los pueblos, de toda tribu y de los cuatro puntos
cardinales. Esta Jerusalén no es una ciudad de casas y edificios, es una ciudad
de Vivientes, de Salvados, una Ciudad Santa.
Sal 145(144), 10-11. 12-13ab. 17-18.
Salmo de la Alianza. Este salmo también
es alefático, son 22 versos, uno por cada letra del alefato. Va apolando los
atributos que Dios pone en juego para realizar su Alianza. Mostrando así la
plenitud de su cumplimiento. Por eso es alefático, para mostrar que en todo ha
cumplido, sin exceptuar ni un solo detalle. Mírelo por dónde lo mira, el señor
es Fiel a su Palabra.
Ante todo, ninguna criatura se ha
quedado excluida, tampoco ninguno de sus fieles Dios obra con Milagros y con
Hazañas.
El Reinado de nuestro Dios se ejecuta
con la Alianza, la Alianza transparente -como un Jaspe cristalino-, transluce
Gloria y Majestad.
Dios ha pasado de la Eternidad a la
historia para Permanecer en el Tiempo, todo el Tiempo, acompañándonos con su
Bendita Presencia. La Presencia Divina se manifiesta como Justicia y bondad.
¿Cuál habría de ser la resonancia de
tanta Excelsitud para con nosotros? Que nosotros correspondamos a Su Amor con
nuestra proclamación, honrando que Él es el Rey de la Gloria. El trasforma toda
esa Gloria en Amor y su Amor resplandece con su Brillo Diamantino y Jaspeado.
Este salmo es una escuela para el verdadero orante; si la Gloria se traduce en
amor resplandeciente, nuestra oración habrá de transmutarse en un esplendor
rutilante, en una luminiscencia romántica.
Jn 1, 45-51
San Bartolomé, el discípulo que
conocemos como Natanael, Jesús ya lo había visto, antes de que Felipe viniera a
presentárselo. Lo había vista, precisamente debajo de una “higuera”. La
higuera, en el lenguaje figurativo bíblico representa el pueblo de Israel.
Felipe le dice a Natanael, a quien le
quiere presentar: lo conduce para que conozca a Aquel de quien ya habían
hablado tanto Moisés, como los profetas. Pero, -así es nuestra lógica, como le
dice que es un Nazareno -hijo de José, el Nazareno- inmediatamente reacciona
diciendo que entonces no debe ser “mayor cosa”, porque si es de esa región,
¡nada especial se puede esperar de esos “campesinos vaciados”.
Hay algo supremamente especial en este
tal Natanael: Jesús -en el verso 47 dice dos cosas excepcionales acerca de él:
a) Es un verdadero
Israelita, o sea que hay mínimo dos clases de Israelitas: los de verdad-verdad,
y los de mentiras.
b) En quien no hay
engaño: o sea que, puede haber falsos israelitas, los que son portadores del
engaño; esos no son Israelitas, no cumplen el que señala aquí Jesús como
condición esencial del Israelita: Andar en la verdad.
La
higuera era como el símbolo de la Biblioteca de la Ley, bajo sus ramas se
hacían los estudiosos de la Torá para empaparse del conocimiento de la Ley. Los
higos serían los frutos dulces del sincero seguidor de la Torá, del verdadero
estudioso, que había acampado bajo la higuera para estudiar y buscar en la Ley,
la Voluntad del Señor de los Cielos y de la tierra.
Cuando
Jesús habla de haberlo visto bajo la higuera, no tendría mayores repercusiones,
pero si damos esta hermenéutica de la higuera, que la convierte en el logotipo
de la Biblioteca dónde se estudia la Justicia Divina, entonces entendemos
porque dice Jesús que en Natanael, no hay doblez. A partir de ahí Natanael hace
su profesión de fe: lo identifica como Mesías, le subraya las dos aristas
distintivas del Mesías: Hijo de Dios y Rey de Israel.
Hagamos
notar que, si no se sabe el significado de ese árbol en aquella cultura, no se
entiende nada. Todo queda como oscuro, nada se relaciona con nada, y el dialogo
entre Jesús y Natanael suena casi absurdo. Se lee la perícopa entera y no nos
dice nada, le queda a uno flotando la pregunta ¿qué quiere decir aquello de
“Antes de que Felipe te llamara cuando estabas bajo la higuera te vi”. Esa
declaración no implica nada y uno se queda sin saber por qué Natanael replica
con su Confesión de fe.
En
cambio, ahora sabemos que Natanael sabía que Jesús le había leído el fondo del
alma y había descubierto en él un verdadero y muy sincero buscador de Dios, y,
como honesto buscador, lo buscaba allí donde los Rabinos de la época mandaban
buscarlo. Y sabe que Jesús ha descubierto en él, la esencia del verdadero
“discípulo”, del Israelita a carta cabal.
Cierra
la perícopa la alusión a la Escala de Jacob, señalando aquella experiencia como
una de las mayores que se pueden dar al verdadero buscador de Dios, que lucha -en la oscuridad de la noche- sin darse por vencido, y sin soltarlo hasta
tanto le hubiera revelado su Nombre. Ya en otra parte dijimos que, conocer el
Nombre en aquella cultura, suponía un poder de invocación para llamarlo siempre
que fuera necesario; para -de alguna manera- controlarlo.
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