domingo, 28 de julio de 2024

TODOS SOMOS HERMANOS

 



Re 4, 42-44; Sal 145(144), 10-11. 15-16. 17-18. Ef 4, 1-6; Jn 6, 1-15

 

Permíteme Yahvé, hacer que tu Gloria resplandezca y no ser, precisamente yo, el eclipse de tu Resplandor.

 

«Todo el género humano es, en Adán, “como el cuerpo único de un único hombre”».

C.E.C. citando a Santo Tomás de Aquino

 

 

Cualquiera juraría que nuestra tarea principal es la de encontrar pretextos para decir que no lo somos, o que sólo lo somos, bajo las condiciones que imponga el”divide”.


 

El Domingo pasado la Liturgia nos proponía la construcción de la Unidad desde la Compasión. Hoy veremos el “cómo”. Esto de la unidad no es simplemente una palabra bonita, es una tarea que a cada creyente le habla al corazón y lo invita a un accionar responsable y comprometido: Se trata de “hacer comunidad”; y, esto tampoco es un simple lema, no es una frase hermosa para hacer un pasacalle o para imprimir unos plegables, ¡nada de eso! Si todos somos hijos del Mismo Padre, todos somos hermanos y esta “hermandad” nos concita a dar un salto que franquee las barreras del individualismo «El individualismo no nos hace más libres, más iguales, más hermanos. La mera suma de los intereses individuales no es capaz de generar un mundo mejor para toda la humanidad. Ni siquiera puede preservarnos de tantos males que cada vez se vuelven más globales. Pero el individualismo radical es el virus más difícil de vencer. Engaña. Nos hace creer que todo consiste en dar rienda suelta a las propias ambiciones, como si acumulando ambiciones y seguridades individuales pudiéramos construir el bien común»[1].  Ese individualismo es una de las banderas del secularismo-, se trata de superar la indiferencia, la indolencia, trabajar contra el egoísmo, se trata del perdón, también de la tolerancia, de la aceptación de la diversidad, se trata de la acogida, y muy especialmente, se trata de la samaritanidad, de tener esas entrañas sensibles que se ponen en el lugar del que sufre, de mi prójimo que ha sido asaltado y está allí caído, herido, tirado a la vera del camino. Construir comunidad tiene tanto que ver con aquella expresión de Jesús cuando les dijo a sus discípulos: “denles ustedes de comer” (cf. Mt 14, 13-21; Lc 9,13 y Jn 6,9). «Todos tenemos responsabilidad sobre el herido que es el pueblo mismo y todos los pueblos de la tierra. Cuidemos la fragilidad de cada hombre, de cada mujer, de cada niño y de cada anciano, con esa actitud solidaria y atenta, la actitud de proximidad del buen samaritano»[2]. Hoy día, Papa Francisco nos llama a volver los ojos hacia el anciano que está solo y abandonado.

 


Nos corresponde, pues, poner muchísima reflexión sobre esto que dice en la Antífona de Entrada de este Domingo: “Dios hace habitar unánimes en su templo a sus hijos”. A ver, ¿qué es esto de “unánimes?” Esta palabra resultó del ensamble de dos palabras latinas: unus y anima que corresponden en nuestra lengua a uno y alma; o sea que el Señor confía en que al venir al Templo a celebrar el Día del Señor todos estemos animados por la misma y única Alma (un mismo corazón y un único sentimiento). ¿Cuál es el Alma que nos unifica a todos los fieles? El Espíritu que nos ha enviado en cumplimiento de su Promesa. Ha aparecido un letrero descomunalmente enorme. Toda la humanidad lo puede leer. “Se buscan voluntarios para ayudar –en pleno siglo XXI- a obrar un milagro”. Voluntarios que se dejen trillar y amasar para hacer con ellos un sabroso trozo de pan, gente que no le de asco inclinarse a lavar los pies de un “compañero”, voluntarios que prefieran decididamente la unidad a la división. Gente con el corazón pleno de amor y entrañas sensibles, capaces de enternecerse, idóneos para la compasión.


 

La Primera Lectura vaticina a Jesús. También en este episodio el profeta  Eliseo da el pan; veinte panes se multiplican y alcanzan para 100 comensales; el profeta piensa primero en los otros que en sí mismo. En el trasfondo está el Señor-Dios–Padre. Eliseo confiesa que su actuación se desprende de la “orden” de Yahvé, la Palabra del Señor indica la ruta del “hacer”, y lo que el Señor dice se cumple, tal cual, no sólo comen sino que abunda –mejor todavía- sobreabunda. Por eso la palabra clave que descifra el resto del mensaje es “abundancia”, el Señor no da con mezquindad, no estamos ante un dios-tacaño, estamos ante יְהוָ֖ה אָכֹ֥ל וְהֹותֵֽר Dios-que-da-todos-comen-y-sobra: Dios previsor, Dios-generoso, Dios-providente.  Dios siempre se ocupa y se ocupará, Dios-aprovisiona a su fiel, recordamos por su especial consonancia con este episodio, el sacrificio de Abraham. Él no llevaba una ofrenda sacrificial de reemplazo, el Señor le habría pedido a su hijo, él no se lo negó. Pero Dios provee una ofrenda sustitutiva: allí hay un carnero con los cuernos enredados en las ramas de un arbusto, en tal situación, Abrahám decide llamar el lugar יְהוָ֣ה ׀ יִרְאֶ֑ה “El-Señor-da-lo-necesario” (Gn 22, 14b).

 


El Señor provee, con profusión, con exagerada prodigalidad, el Señor es oportuno en su respuesta, tiene el don para el momento exacto, el Señor conoce el momento justo y es inmediato al momento oportuno. No es un Padre-permisivo, que deja a sus hijos caer en el capricho. Pero, sin ninguna clase de duda, está allí y dará cuando conviene. Si bien Eliseo en este pasaje pre-anuncia al Hijo de Dios, Jesús potencia la “abundancia” de Eliseo. Jesús da de comer a cinco mil, aun cuando los recursos son excesivamente menores, no tiene a su disposición los veinte panes de Eliseo, Él sólo cuenta con cinco panes y dos peses. Destacamos la abundancia en esta perícopa: “… llenaron doce canastos con los trozos de los cinco panes de cebada que sobraron a los que habían comido” (Jn 6, 13). Περισσεύσαντα (que en nuestras traducciones aparece como “sobrantes”) comunica la idea de dar con “medida rebosante”, comunica que “sirve hasta el tope y se derrama”, expresa el hecho de que “supera la expectativa”, en fin, sobreabunda. Si repasamos las Escrituras encontramos diversos episodios de generosidad indescriptible que definen a  Dios como el Señor-rico-en-prodigalidad. El episodio de las Bodas de Caná (Jn 2, 1-11) es prototípico y paradigmático.

 


Allá el signo es el Vino, aquí el signo es el Pan. El pan es signo de todo alimento, signo del alimento material y, óigase bien, no menos sígnico del alimento espiritual. Hay una esencia sacramental en el pan. El pan es signo de comunidad en la misma medida en que es siempre la unificación de granos plurales de cereal. Muchos granos hacen un solo pan: muchos hombres, aunados (recalquemos el significado de esta palabra, a-unado, unánimes, “muchos hechos uno”, impulsados por el mismo Espíritu) hacen comunidad. La palabra comunidad tiene varios parientes que nos pueden –por aproximaciones sucesivas) acercar a su significado, entre ellas: comuna, comunero, comunicación. Si uno quisiera acercarse con premura a su núcleo semántico podríamos definirla como la asociación humana que ha alcanzado la unidad: Comunidad = con-unidad.


 

San Pablo en la Segunda Lectura nos propone siete hálitos de unidad, son razones más que suficientes, no son obra y gracia humana, sino don divino: 1) un solo cuerpo; 2) un solo Espíritu, 3) una sola esperanza; 4) un solo Señor, 5) una sola fe, 6) un solo bautismo; 7) un solo Dios y Padre (Ef 4, 4-6a). Aquí es donde llega otra palabra con una etimología connatural con la de com-unidad: la de compañero. ¿Quién es el compañero? Es el prójimo especial que ha alcanzado la unidad en el único cuerpo de los creyentes comiendo del mismo “pan”. Quizás por eso San Pablo lo nombra como primer impulso hacia lo “Uno”: Un solo cuerpo, el Cuerpo Místico de Cristo, donde todos somos uno, la comunidad eclesial, en ella somos Uno gracias al Único Dios y Padre, al Único Señor y al Único Espíritu. Esta Santa Trinidad nos entrega la unidad a través de “virtudes” es decir, una fuerza, un valor, una valentía que nos capacita para resistir, para ser fieles, para ser “humildes y amables, pacientes, tolerantes unos con otros en el amor”.(Ef 4, 2): Compañero es precisamente el que comparte con nosotros el mismo pan, procede del latín ‘cumpanis’ (cum: con panis: pan), cuya traducción literal es ‘con-pan’ dándole el  significado de ‘compartiendo el pan’, o sea ‘los que comparten el pan’, los que ‘comen de un mismo pan’.

 

Esta manera de compartir, nos lleva a una “novísima visión de la economía”, una que sea consonante con el “hombre nuevo”, aquel que es célula del Cuerpo Místico de Cristo: Es una economía “otra”, que nos asombra (por su novedad), porque no es mercantil, mucho menos mercantilista. No la obnubila la pasión del enriquecimiento, está basada en el “compartir”, exige sensibilidad (similar a la de la Virgen Santísima cuando notó que se les estaba acabando el vino a los recién casados de Caná). Algo impensable e inimaginable para quienes hemos vivido, toda la vida y miles de años sumidos en la compra venta, terca en su pasión por la “ganancia”. ¿Cómo –se nos pregunta con sorpresa- se puede construir una economía basada en la satisfacción de necesidades, cimentada en la fraternidad y en la solidaridad?

 

En este punto de nuestra reflexión se tocan dos mundos: el de la fe y el del gobierno del mundo: el de las realidades del espíritu y aquel de las realidades materiales. Nosotros siempre hablamos del “hombre integral” el que no puede diseccionarse en dos personas distintas, casi diríamos “divergentes”, ofuscados por una ideología esquizofrénica: de un lado el cuerpo y, del otro lado (ojalá post-mortem) el espíritu; y en aras de mantener excluyentes las dos esferas, sacrifica la unidad del ser. Por lo tanto se trata de una ideología diabólica.

 


¡Claro que el asunto es espinoso! Jesús resuelve el problema, multiplica el pan, ellos se lo quieren llevar para hacerlo rey. Y muchos hay que dicen: ¿Qué más podía esperar? Su manera de mostrarle gratitud es el deseo de nombrarlo para el cargo más alto… Ahí es donde, como solía ocurrir, ¡no le hemos entendido nada! Jesús no vino para poner un restaurante comunitario y alimentar miles de barriguitas diariamente y montar una transnacional de “beneficencia”, eso de ninguna manera dignificaría al hombre, peor aún, lo denigraría, sería peor el remedio que el propio mal.

 

Por eso, Él se les escabulle, Él no vino a reinar sobre nadie, vino a servir: Él es el Rey-que-se-hizo-Siervo, Él es el Cordero-de-Dios, y… ¡se ata una toalla alrededor de la cintura, toma un platón y se inclina a lavar los pies! Hay algo que dice la Madre Teresa de Calcuta que nos ha hecho pensar mucho: «No debemos preocuparnos de por qué existen los problemas en el mundo, sino simplemente responder a las necesidades de las personas. Hay quienes opinan que si nosotros damos caridad a los demás eso hará disminuir la responsabilidad de los gobiernos para con los pobres y los necesitados. No me preocupo de esas cosas porque los gobiernos no suelen ofrecer amor. Me limito a hacer lo que yo puedo hacer; el resto no es asunto mío. Dios ha sido muy bueno con nosotros: las obras de amor constituyen siempre un medio para acercarnos a Dios.»[3]


 

Entonces, ¿qué es asunto mío? Pues Jesús me da una instrucción, me ordena ir y recoger las sobras, y no permitir que se desperdicie nada, no permitir que manos voluntarias se queden vacantes, que generosos corazones se vean imposibilitados de brindar su propia entrega y su capacidad de servicio, no generar ni proponer obstáculos al impulso de la gracia que florece en cientos de millones de diferentes formas. ¡Que yo no sea el impedimento para que el milagro de la multiplicación se dé! Lo demás, como dice la Madre Teresa, “no es asunto mío”. ¡Está en las manos de Dios!

 

 

 

 

 

 



[1] Papa Francisco. FRATELLI TUTTI, #105

[2] Ibid #79.

[3] Madre Teresa de Calcuta. CAMINO DE SENCILLEZ. Ed. Planeta. Barcelona- España 1998  p. 120

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