jueves, 11 de julio de 2024

Jueves de la Décimo Cuarta Semana del Tiempo Ordinario

 


Os 11, 1-4. 8c-9

El profeta no se queda sólo en la figura del amor conyugal, si bien es cierto que esa figura le sirve para trasparentar el Amor de Dios, llevándolo -inclusive- más allá de los límites del adulterio, para podernos explicar que este amor es ilimitado, que sobreexcede toda lógica y que no se desanima al ver su amor quebrantado por la traición. ¡Ningún adulterio es más que la fidelidad de Dios a su Alianza!

 

Hoy, va a apelar a otra imagen, la del amor paternal, el amor del padre y de la madre, es un amor que no se niega aun cuando las conductas del hijo/hija sean completamente deplorables. A pesar de las barrabasadas de un hijo, su padre no se desalienta, ellos saben que la paternidad dura por siempre, y que así el hijo/hija tenga 50, 60 o más años, sigue siendo su hijo/hija.

 

El episodio que leemos hoy se remite a la tutela que ejerce el Padre sobre el hijo cuando es un tierno infante: en esa etapa de bebé, el hijo es la suma de todos los factores de la total dependencia. El hijo, entonces, depende en todo y para todo, para comer, para cambiar su ropa, para protegerse, para desplazarse. El padre/madre, se encarga de todo.

 

Dios quiere evocar la etapa de bebé de Israel y rememora cuando recién nacido fue a sacarlo de Egipto. Allí, en su "salida" de Egipto la fragilidad de este tierno niño, se maximizó: en todo dependía de Dios que, como Padre-Providente lo tuvo bajo su patronato protector. El ser humano es, en ese momento más frágil y más dependiente que nunca: no tenía que comer, era blanco fácil de las inclemencias del desierto, del sol, del frío nocturno, de la carencia de agua, de las serpientes, -que, recordémoslo- todos estos factores diezmaban al pueblo.

 

Nunca como entonces, pero bien visto, toda la historia del pueblo, no cesaba de mostrar al hombre vulnerable y a Dios Protector, que con dulce Ternura los preservaba.

 

Sí, la Alianza puede leerse y nos ayuda a entenderla la perspectiva de una relación nupcial adulterada, pero también, la óptica de la bina paternidad-filialidad, nos da un lujo de penetración para poder decodificarla. Estamos ante dos perspectivas teológicas.

 

Revestida de la más dulce ternura, podemos acercarnos a Dios y mirar su rostro Paternal que nos alimenta llevándonos el bocado directo a nuestros labios, cuchareándonos los bocaditos.

 

Él nos llamó de Egipto, pero nosotros más y más nos alejábamos: ¡Cuan ingrato es el hijo cuando se siente autosuficiente y cree no necesitar más de los cuidados y la providencia paternal!

 

Pero, ¿qué corazón -por duro que sea- no se entristece al vernos caer en manos de la idolatría? ¿Cómo no dolernos al ver al arrogante bebé acurrucarse a dormir junto a las estelas de los Baales?

 

Algo se ha de dejar claro: Dios no tiene un corazón equiparable al de los humanos, Él no sufre de la irritación que llamamos rencor, Él no es víctima de celos asesinos, su Dulcísimo corazón desconoce el odio vengativo. Él mismo se reconoce en tres pautas que hemos de tener en cuenta, no para caer en la desvergüenza del pecador impenitente:

1)    Yo soy Dios y no hombre

2)    Santo en medio de nosotros

3)    No se deja manejar por la ira.

 

Sal 80(79), 2ac-3b. 15-16

Del infinito caleidoscopio de imágenes que en la Sagrada Escritura nos permiten “entrever” el Rostro de Dios, en esta perícopa del salmo encontramos tres:

1)    La imagen del Pastor

2)    Un Heliomorfismo

3)    La imagen de Viñador.

Este salmo es una Súplica, en él le pedimos a Dios:

­       Identificado como Pastor de Israel

­       Que, como si Él fuera el sol tan benéfico y vital, resplandezca con su poder y venga a salvarnos. Este “brillo” que el salmista reclama, alude a su Mirada, que es tan poderosa que enceguece y en el límite, llega hasta a matar, como sucede con una insolación aguda.

­       Y, a Él que plantó la Viña de Israel, ahora que la ve amenazada, pisoteada, atropellada, revire a favor del sembradío que Le pertenece.

 

El versículo responsorial retoma por duplicado el clamor a Dios identificado con una figura de Sol.

 

Mt 10, 7-15



Ayer hemos iniciado esta perícopa que hemos divido en dos entregas, refiriéndonos al Reino que ha llegado, en la Persona Divina de Nuestro Señor.

 

¿Cómo se sabe que el Reino ha llegado? Pues en la medida que nosotros, sus discípulos-misioneros elevemos el cuádruple estandarte:

1)    Curar enfermos

2)    Resucitar muertos

3)    Limpias a los leprosos

4)    Expulsemos demonios

 

Pero, en cumplimiento de esta misión. Hay unas pautas que precisan el cómo (una verdadera metodología):

a)    Gratis se ha recibido, así que hay que darlo gratis

b)    No hay que llevar un “capital” que respalde la tarea.

c)    Ni una alforja para gastarla en el viaje, junto con otras expensas de “turista”

d)  Ni doble túnica, ni sandalias, ni bastón. Son adminículos que, en las manos de un misionero, desmienten su calidad de Keryx, “proclamadores del anuncio”, portadores de la Buena Nueva.

e)    Lo que se vaya ganando, será el aporte y el recurso para sufragar la Misión: Dios proveerá

f)     Al llegar a un lugar, investigar quien merece ser el anfitrión, pero no empezar de aquí para allá, escogiendo la mayor comodidad.

g)    El saludo ha de ser el deseo de “Paz” del que somos portadores, sólo quien sea capaz de aceptar esa “paz” es un verdadero cooperador del Reino.

h)    Allí donde la acogida es desprecio y rechazo, no aceptemos nada; hasta la mínima partícula de polvo que se nos adhiera, hemos de sacudirla metódicamente. El que rechaza, ya ha desenmascarado su voluntad negativa. Para ellos, las calamidades que asolaron a Sodoma y Gomorra serán pálido reflejo de las que cosecharán los sordos y duros de corazón.

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