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7, 1-11
Ayer
definíamos una primera parte de las cuatro en que se ha dividido este Libro
para su estudio, que va del cap. 1 al 25, donde el tema son las profecías sobre
Judá y algunas -como la de hoy- referidas específicamente a Jerusalén.
Recordemos
que en 2R 22 se nos relata que en los anaqueles de una polvorienta biblioteca
fueron hallados unos escritos, que pasaron a constituir el Quinto Libro de la
Torah: El Deuteronomio. Son abundantes los estudiosos que ven aquí el nacimiento
y oficialización de la escuela Deuteronómica.
Jeremías
entra, ahora, y nos trae una re-lectura. del Templo: Hasta ahora, el Templo
donde vive Dios es el talismán de la invulnerabilidad de Jerusalén.
Pero
lo que dice hoy Jeremías, es un llamado para volver a la fe y abandonar la
consciencia mágica. Desde la propia puerta del Templo, Dios lo comisiona para
anunciar que no basta repetir -al estilo de un conjuro-: “el templo del Señor,
el templo del Señor, el templo del Señor”.
Atención,
nosotros también hemos heredado la manía de las “jaculatorias” y tenemos un
buen repertorio de ellas que aprendemos y repetimos como “fórmulas mágicas”.
Algunas de ellas las repetimos para hacer de la fe una estructura mental
“ideológica”.
Pero
nombrar el Templo del Señor por tres veces, queda invalidado, a menos que,
a) Enmendemos nuestras
conductas y nuestras acciones
b) Juzguemos rectamente
entre uno y otro prójimo
c) Evitemos la
explotación del forastero, del huérfano y de la viuda
d) Nos abstengamos de
derramar sangre inocente
e) No sigamos dioses
extranjeros
f) Hay que dejar de
robar, matar adulterar, jurar en falso
g) Abandonemos toda
idolatría, cualquier Baal, cualquier dios extranjero y desconocido (aquí ya se
denuncia ese “colonialismo cultural” que admira todo lo que venga de un país
remoto y/o suene esotérico)
En
realidad, de verdad, visitar el templo, y, a pesar de todo, seguir con esas
conductas de impiedad es profanar todo lo santo de los lugares de devoción.
Estas
cosas no son invenciones, ¡Dios las ha visto! Él da testimonio contra nosotros.
Lo
que denuncia Jeremías aquí, hoy, es el doblez, la farsa: por una parte, toda la
ignominia; por otra, la visita al templo, muy piadosa, y toda la ritualidad y
el incienso, en cantidades no fácilmente mensurables. En el Templo lo que se
busca es la espectacularidad de los sacrificios. Pero Israel y Judá habían
cancelado todos los compromisos pactados en la Alianza.
Sal
84(83), 3. 4. 5-6a. 8a. 11
Entonces,
¿se trata de no ir al Templo? ¡No! ¡Y mil veces no! Se trata de ir muchas
veces, de ser verdaderamente asiduo, ¡pero con las razones y la motivación
correcta!
El
salmo de hoy hace alusión a uno de los componentes esenciales de la piedad
judía: las peregrinaciones. No hay nada de Malo en peregrinar, pero la columna
vertebral del profetismo fue la magna enseñanza: “Misericordia quiero, y no
sacrificios”.
Tomemos
el caso de personas que peregrinan con alta frecuencia, conoce todos los
santuarios habidos y por haber, pero sólo los visitan con una mentalidad
“turística”, no hay devoción, ni la más mínima gota de piedad; sólo importa el
viaje, el desplazamiento, las comidas típicas, los suvenires, las fotografías
con los hermosos paisajes de fondo, y claro, la ampliación de la vastísima
galería de recordatorios y estampas religiosas provenientes de los distintos
templetes, hasta hacer de ello, una manía de coleccionista.
Frente a esta conducta que hemos tipificado
como turística, cotejemos con el corazón del peregrino que retrata el salmo:
a)
Su alma se consume en el
anhelo de visitar los “atrios del Señor”.
b)
Mientras su cuerpo íntegro
y su alma se regocijan en el Señor
c)
Se parangona con la dicha
de un gorrioncillo que vive en el alero del templo. ¡Qué envidia! (Pero envidia
santa).
d)
Bienaventurado el que vive
en la Casa de Dios, el huésped de Yahwé”.
e)
Si uno va a comparar, un
rato en el templo -con espíritu profundamente devoto- vale muchísimo más que un
siglo de vida en un lugar profano.
f)
Pero aún, comparen con
aquellos que gastan el tiempo de vida que Dios les regala, para pasar junto a
los malvados. Ahí se devalúa la existencia y el tiempo se vuelve un rotundo
desperdicio.
g)
¡El verso responsorial
dice que, El único lugar que vale la pena habitar es el mismo que habita el
Señor!
Mt 13, 24-30
Este es otro enfoque del mismo tema del evangelio de ayer: la
cuestión de la siembra de las semillas. La perspectiva que se aborda hoy es
producto exclusivo del evangelio mateano. Una vez más, como ayer, pone la vista
sobre otra de las peripecias que afrontó la Iglesia naciente: podríamos
llamarla “la parábola del Reino sobre la hierba-mala”.
El Maligno es desenmascarado, aquí, de salida y la parábola
lo identifica como el “enemigo”. La hierba-mala no es algo que nuestro
Buen-Agricultor haya puesto entre sus semillas. No es Él quien la ha plantado.
Realmente ha sido un operario clandestino, que ha venido “de noche”, y que
agazapado entre las sombras sembró la ζιζάνια [zizania]
que es el plural de
ζιζάνιον [zizanion] que
es una espiga completamente vana, los granos están vacíos, son espigas sólo
aparenciales, no cargan nada, carecen por entero de fruto real, ¡No tienen
grano! ¡Son la personificación de los “falsos creyentes”!
Observemos que los criados se dejan engañar, lo que se nota
en la pregunta que le hacen a su “Patrón”: ¿No sembraste buena semilla en el
campo? Es casi una calumnia, ¿cómo se les puede ocurrir semejante pamplina? ¡Es
evidente que el agricultor no va a sembrar semilla vana, sino de la mejor
semilla disponible! Es lógico que, al hacer Iglesia, convoquemos a las personas
que pueden dar el más excelso producto; el que dé producto diferente, será el
sembrado por el “enemigo”. Así pues, esta pregunta ya entraña una especie de
desconfianza en el Patrón, una clase de increencia.
Hay mucha “misericordia” en la estrategia de este
Sembrador: Los “peones” se ofrecen a ir con premura a arrancar las semillas
falsas cuanto antes, pero, en su primera etapa ellas son prácticamente indiferenciables, se parecen
tanto que, tratar de arrancarlas en esa etapa, llevará a que caigan “justos por
pecadores”. Lo que les manda es que las dejen crecer juntas.
La hierba-mala, hay
que permitirle que llegue a demostrar su vanidad, su insania, para ahí sí, cuando
llegue a la fase distinguible, cortarla en gavillas que puedan ser quemadas,
sin exponer a que las plantas sanas “carguen con el pato”.
Uno podría decir que
hay que dejarlos que ellos solos se desenmascaren, que por los frutos se hará
ostensible quienes son los “falsos” y se podrá separar, ahí sí, los justos de
los pecadores. ¡cuántas veces se da que un pecador de hoy, llega a ser uno de
los grandes santos del mañana! El ejemplo que más de inmediato nos alcanza es
el de San Agustín.
Esta parábola en realidad nos muestra una de las grandes
tareas de la sinodalidad. Hubo un momento histórico de la iglesia que quiso
cortar la cizaña cuanto antes. Ha habido herejías de purismo como la de los
cátaros que se autodenominaron así porque la palabra significa “los puros”;
Jesús tuvo que vérselas precisamente con los “fariseos” (separados) que más
adelante, en el capítulo 23 de este evangelio, el Señor nos dirá: que debemos
seguirlos para hacer todo lo que ellos digan; pero que no hagamos lo que ellos
hacen, porque enseñan una cosa y hacen otra: Imponen mandamientos muy difíciles
de cumplir, pero no hacen ni el más mínimo esfuerzo por cumplirlos.
Siempre habrá, al seno de nuestras comunidades -bien
intencionados- que desatan cazas de brujas, en procura de deshacerse de
la cizaña y temerosos de que su aberración tenga poder de contaminar y
desvirtuar “el Mensaje”, olvidando que así desconocemos la directriz que el
propio Jesús enseñó.
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