Ef
1, 3-6. 11-12
Como
la Carta a los efesios contiene muchas citas de oraciones que se usaban en la
liturgia primitiva, algunos estudiosos no la ven como una carta sino como una
“liturgia”, o sea un conjunto de textos adecuados a la celebración de la Cena,
llamados a pronunciarse durante la celebración de la fractio panis (tiene himnos, súplicas, acciones de
gracia, oraciones de petición, doxologías). Emparentándola con otros textos
paulinos de carácter homilético, como la carta a los Hebreos. Parece ser, aun
cuando los Hechos de los Apóstoles no lo mencionan, que Pablo estuvo prisionero
en Éfeso.
En
su primera parte, después del saludo (vv. 1,1-1,2) viene toda una sección
dedicada a presentar la obra Salvadora de Dios. La perícopa que tomamos hoy
podría verse como una acción de gracias y alabanza, como una síntesis de la
economía salvífica donde se plantea la centralidad de Jesucristo en el conjunto
de ese Plan.
Parte
de una alabanza por todas las bendiciones que nos han venido por Gracia del
Padre. Y nos llama la atención sobre nuestra
elección, haciéndonos notar que fuimos escogidos antes de la Creación. Una
elección con un propósito que se nos presenta muy claro y definido: “para que
fuéramos santos y sin defecto”.
Pero,
¿por qué o para qué? Para que fuéramos hijos suyos por medio de la fraternidad
que tenemos con Jesucristo: ¡Somos hijos en el Hijo! ¡Así lo dispuso la Divina
Voluntad! ¡Para la Gloria de Dios! Lo que nos lleva a la fórmula de San Ireneo:
“la gloria de Dios es que el hombre viva”. Pero no que viva de cualquier
manera, sino que viva en “santidad” de tal manera que se dignifique para estar
ante la Presencia.
Así,
pasamos a la segunda parte de la perícopa (vv.11-12), Dios, que determino todo
con su Voluntad, nos llamó a ser “herederos”, lo que cumplimos cuando todas
nuestras esperanzas las ponemos en Su Amadísimo Hijo.
Sal
113(112), 1-2. 3-4. 5-6. 7-8
Este
salmo es un himno. Este es el Primero de los siete himnos -hasta el 118(117)
que forman el Hallel (Alabanza) que los judíos entonan en sus grandes fiestas,
en particular en la Pascua, resumen de las grandes obras salvadoras del Dios en
la historia. Y es como un puente entre el Cantico de Ana (1sam 2, 1-10) y el Magnificat (Lc 1, 46-55). Encierra un profundo
sentido de gratitud.
El
salmo inicia con la palabra הַ֥לְלוּ [Hallu] que significa
“alaben” o también “bendigan”. Y, ¿qué hay que bendecir? ¡El Nombre de Dios! Ha
de ser una alabanza eterna.
Desde que sale el sol hasta que concluye el día, todo el
tiempo debe destinarse a Alabar al Señor.
Este movimiento de Alabanza tiene una doble direccionalidad:
es catábasis pero también es Anábasis, desciende sobre nosotros pero, a la vez,
haciende de nuestro corazón hacia Dios.
Lo más destacado -y de eso se ocupa la cuarta estrofa- es que
es una acción de rescate, un acto redentor: Dios redime a todo el que está
postrado, al que está abajo, al pobre para ponerlo de tú a tú con príncipes y regentes.
Por eso el salmo entero lo que hace es
Magnificar el Santísimo Nombre de Dios por toda la Eternidad.
Lc
11, 27-28
… por la intercesión de
la Virgen María, cuyo patrocinio hoy celebramos, concédenos crecer en la fe y
lograr la prosperidad por caminos de paz y de justicia.
De la Oración Colecta
La
religión judía -de la que proviene la nuestra- tiene como piso y cimiento la
escucha. Aquí, en la perícopa que nos ocupa, dice ἀκούοντες [acouontes]
que proviene del verbo ἀκούω [akouo] que significa “escucha” y “entendimiento”; no sólo
“oír” sino llevar el mensaje tanto a la mente como al corazón y conservarlo,
poniéndolo por obra, es decir, cumpliendo lo que dice, poniendo en acto su
significado.
Esta perícopa nos dice que, para entrar a formar parte de la
familia de Dios, se logra haciéndose pariente por medio de la escucha de la
Palabra de Dios. Tal como hacía la Santísima Virgen que todo lo conservaba en
su corazón, así también nosotros alcanzamos la plenitud de la relación con la
Divinidad viviendo en conformidad con el Mensaje que hemos recibido por medio
del Hijo, Jesucristo. Por esta vía alcanzamos la bienaventuranza.
No se trata de que el Niño Jesús hubiera bebido la leche
materna de María Santísima, se trata de haberlo oído, de haber escuchado -en
primera persona- sus palabras, sus juegos, sus actividades, su labor al lado de
San José. Haber vivido a su lado, haber escuchado su predicación, pero, sobre
todo, haber asimilado su mensaje viviendo coherentemente con Él.
Una mujer admirada de la Santa Palabra que enseñaba Jesús,
lanza el encomio más alto para su Madre. Jesús aprovecha la situación para
enseñarnos que el discipulado no se da por la vía sanguínea, sino oyendo y
guardando -las dos cosas- no basta oír, nos lleva a la conquista de la Vida
Eterna, la mayor felicidad que cabe en el Universo entero. No hay un bien mayor
que podamos anhelar.
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