Ez 17, 22-24; Sal 92(91),
2-3. 13-14. 15-16; 2Cor 5, 6-10; Mc 4, 26-34
Concédenos agradarte
con nuestros deseos y acciones…
La profecía de Ezequiel
17, 22-24, vaticinaba a Jesús, de quien sabemos Es-Él-Mismo-Reino: Sacado de la
cepa de Israel, no de cualquier parte, sino de lo más selecto y granado, de la
“copa”, es decir, un “Hijo del mismísimo David”. Para plantarlo en “la Montaña
más Alta de Israel” (Ez 17, 23a), en el Calvario, en el Gólgota; para convertirse
en un “Cedro Magnifico”: el Árbol de la Cruz donde está clavada la
Salvación-del-mundo”
Este
Domingo, 16 de junio, celebramos el Décimo primer Domingo Ordinario. Las perícopas que se nos traen para esta fecha, contienen dos parábolas sobre el Reino de Dios: La del Cedro -en la Primera
Lectura- y la de la Semilla de
Mostaza. La primera de ellas resalta que el progreso del Reino de Dios no depende
de los agricultores, ellos pueden esperar o desesperar, sin embargo, la
“semilla” sigue su curso, como si tuviera una “programación” interna que rige
su germinación, y este proceso es totalmente independiente de la voluntad de los
agricultores. La segunda parábola se refiere a la asombrosa disparidad entre el
mínimo tamaño de la semilla y la talla del árbol que va a producir.
Es
una enseñanza que educa nuestra expectación. Una de las verdades evangélicas
que nos revela el Evangelio consiste en que nuestro estilo de planeación no
logra ni emparentar ni desentrañar el curso de la Voluntad Divina. La marcha y
el avance del Reino conllevan unos ritmos que laten en el Corazón de Dios y son
grandemente diversos de nuestros ritmos. ¿Cómo pensamos nosotros? Nuestro
pensamiento es el de la premura, la eficiencia, la alta productividad, la
ganancia-a-toda-costa; los ritmos Divinos son de calma y paciencia. Nuestro
carácter de mortales fija en nuestra conciencia afanes y apuros cortoplacistas,
nuestra manera de pensar es excesivamente inmediatista y la sociedad nos
incultura mayor “acelere” con sus pautas resultistas, positivistas,
productivas. Una cultura de metas con plazos previstos a dos, cinco o máximo
diez años a los que denominamos “largo plazo” flanqueadas de objetivos a “seis
meses” o a “un año”, definen carreras desenfrenadas que revientan los nervios
en stress y la salud en dolores de cabeza, de espalda, úlceras estomacales, irritabilidad
e inflamación del colón, infartos entre otros. Los estresores se multiplican y
los costos que conllevan pasan su cuenta de cobro en términos de ansiedad,
depresión y –en el límite- de demencia y suicidio. No hemos mencionado los
efectos colaterales que acarrean en la convivencia social y familiar generando la
asfixia del buen trato, perdida de las expresiones de amabilidad, cariño y su
remplazo con agresividad y violencia intrafamiliar de la que son víctimas todos
los miembros del núcleo familiar especialmente los niños y los adultos mayores,
la mujer y los enfermos, y esto a todo nivel social.
En
este marco mental ¿cómo puede el ser humano aguardar pacientemente la “lenta”
evolución del Reino”? Esta impaciencia se convierte en la responsable del
descreimiento y la perdida de la fe y la esperanza (la impaciencia revienta y
hace estallar la esperanza, es como un germen autodestructivo- esperando que
Dios nos conceda lo que creemos conviene -rápidamente- exhibimos la decepción
para chantajear a Dios con nuestras pataletas de “no me los diste, entonces te
castigo y te doy la espalda: Ya no creo más… No creo en Ti. ¡No te creo!, ¡No
vuelvo a la iglesia! ¡Para mí estás muerto!”
Es
interesante ver cómo nuestro tiempo nos ha desplazado de los adivinos con bola
de cristal, a los futurólogos licenciados en ciencias duras, que quieren
sobreponer sus adivinanzas cientificistas sobre la respuesta de Dios.
Se ha cumplido el plazo
y el Reinado de Dios ha llegado.
Mc 1, 15bc
Como
Jesús ya vino, ya se encarnó y puso su tienda en medio de nosotros, eso implica
que el Reinado ya ha empezado, ya se ha sembrado su Semilla y, aunque
imperceptiblemente, mientras dormimos y mientras velamos, avanza. Avanza sin
estruendo, no produce ningún barullo. Suave y discreto como la brisa, no se
asemeja al fragor de la tormenta, ni al estruendo del terremoto (Cfr. 2 R 19, 9a. 11-16). No tiene nada
de espectacular sino que todo en Él es moderación y mansedumbre, ni siquiera
apaga el pabilo que sólo humea, ni quiebra la caña cascada (cfr. Is 42, 3).
¿Cómo
es el Reino de Dios? Así se definirá por ser lo contrario: modestia y humildad,
servicio, olor de oveja y tierno cuidado. Toda la corte está constituida por
los que son marginados, rechazados, despreciados. O sea que se define más bien
por simetría respecto de lo que el mundo tiene por “realeza”. En otra parte
señalábamos el contraste entre el trono real y el Crucifijo de nuestro Rey y Señor. Su corte,
sus discípulos, sus santos, son pescadores, cobradores de impuestos, pobres y
ex-pecadores, si son ricos, ciertamente desprecian su riqueza y prefieren
repartirla a manos llenas entre los más necesitados. Ahora, en este presente
que nos ha tocado vivir para ejercitar en el “cronos” la confianza en Dios
Providente, sólo vemos la semilla y la descubrimos pequeña, insignificante,
débil, inverosímilmente victoriosa, nada promisoria. Ante los ojos positivos el
dictamen augura una planta minúscula, escuálida,...
En
el contexto de la mentalidad de planeación se diseñan estrategias y se le fijan
términos a la llegada del Reino de Dios. Se prevén etapas y –a fecha fija- se
anticipa el momento de proceder a la siguiente “fase”. Estos planes humanos,
trazados las más de las veces de muy buena fe, muchas veces con corazones
puros, buscadores de la Gloria manifiesta de Dios, conocen y bosquejan desde el
cronos, pero ¡ignoran las prórrogas kairóticas!
Significa
eso que nuestro deber se sume en la inactividad pasiva (si va a esperar, espera
sentado). Quedarse cruzado de brazos esperando que el Reino se construya solo, ¡eso
es mesianismo! El mesianismo es la creencia pueril y propia de
una mente esclava, de una mentalidad que no es libre -todavía- consiste en ese
enfoque de esperar que Dios o su Enviado se hagan cargo de la
edificación del Reino. El
Reino de Dios no es una tarea que compete al Mesías y nosotros cruzaditos de
brazos, niños juiciosos y bobalicones ahí, mirando; la siembra –valga decir- la
expansión y consolidación del Reino; por el contrario, es competencia de todos
los que somos células del Cuerpo Místico de Cristo, a quienes el Sagrado
Corazón nos bombea la Energía Infatigable, y también Incontenible –aun cuando
discreta y nada espectacular- que trabaja sin cesar, dormidos o despiertos, de
noche o de día: progresa, avanza, crece y brota.
El Reino de Dios, de
comienzos humildísimos, se transforma en árbol gigantesco, en una realidad que
hace fomentar la masa del mundo y de la historia, que puede ofrecer protección
y paz.
Gianfranco Ravasi
En
este mismo sentido se expresa San Pablo cuando menciona, al cierre de la
perícopa de 2 Corintios que leemos hoy: “Todos tendremos que comparecer ante el
tribunal de Cristo, para recibir lo que se debe por las cosas hechas mientras estuvimos
en vida, bueno o malo”. Es decir, que nuestra actuación no es intrascendente,
tenemos responsabilidad y deber de coherencia, de procurar εὐάρεστοι
[euarestoi] “agradar”
al Señor. Nuestro proyecto de vida no consiste en demostrar la posibilidad de
la utopía católica, sino entrenarnos para ser seres-que viven-para-agradar-Le.
Pasar –como el Divino Maestro- haciendo el bien, para perdurar en la Eternidad
como hermanos menores del Hijo que supo vivir siempre para Complacer-al-Padre.
El tríptico que hemos leído
rompe con el celo de los que están convencidos de que todo depende de ellos,
incapaces de reconocer que Dios es siempre el primero en intervenir en la historia
de todos…
Gianfranco Ravasi
Este
mensaje se nos dirige en primera persona, a cada uno de nosotros en el Salmo: “Tú
aumentas mis fuerzas como las del búfalo y viertes perfume sobre mi cabeza” Sal
92(91), 11-12. Este verter aceite es un ungimiento, que hace, de cada uno, un “Cristificado” (recordemos que Cristo es “Ungido” en griego), el aceite de
la unción blinda, nos hace invictos, nos fortalece; y, ratifica nuestra
heredad, no sólo Jesús fue “plantado en la Montaña más Alta”, el Salmo nos
invita a agradecer que “florecemos como palmas y crecemos como cedros del
Líbano”. Estamos plantados en el templo del Señor; florecemos en los atrios de
nuestro Dios… siempre estaremos fuertes y lozanos” (Sal 92(91), 13). Esta
bondad se nos otorga para el compromiso con el Reinado, no para disfrutarlo, no
para verlo hecho y derecho, sino para ayudar a gestarlo, para proteger su
germinación silenciosa, para aguardarlo con ansias, para esperarlo con total
paciencia, con paciencia divina, a la manera de Jesús que se negó a hacer
llover fuego del cielo a los que no los quisieron recibir; con ellos usó sólo
de tolerancia y longanimidad, clemencia y generosidad. Pero no cejó, siguió con
su misión, la que le había dado el Padre, la que hemos recibido –también nosotros-
como heredad, de la Mano de Dios-Padre, de su Misericordiosa Paternidad.
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