1R, 21, 17-29
Nosotros, hemos llevado al otro extremo
la apreciación del pecado y lo hemos convertido en un asunto “puramente
personal”, esto es un gran avance si no tenemos el defecto pendular de irnos al
otro extremo. Sin embargo, el pecado tiene un matiz social, que es muy difícil,
sino imposible de eliminar: Se trata del “mal ejemplo”. Es inevitable que cuando el pecado se
comunica y otras personas se enteran -sobre todo- cuando el pecado es
cometido por una figura pública como un
político, un miembro de la farándula, o del “jet set”, la gente del común
empieza a pensar que, si personajes tan “notables” así actúan de tal manera,
debe ser que “eso no es pecado”, y que si lo es, no importa, porque eso da
renombre e importancia y contribuye -como lo hacen siempre los escándalos- a
poner al orden del día el personaje, así que su pecado tiene un efecto publicitario
que agiliza las ventas de su producto o de su imagen.
Se ha llegado al límite que, cuando una
de esas “figuras” decae en su fama, su agencia de publicidad le fabrica “un
pecado” para que su rating se vuelva a disparar y el interés de sus
seguidores se reanime. Uno de los más graves inconvenientes de estas
estrategias es que las bases morales de la sociedad se corroen y ya la gente no
sabe que le agrada a Dios y qué es lo que Dios manda. Es una especie de Babel
moral.
Vienen, en consecuencia, estallidos de
inmoralidad y todo el mundo quiere apuntarse al pecado de moda, para poder
estar en la “onda”. Y, es por esto, que las figuras de relieve, las que
llamamos “figuras públicas” conllevan una honda responsabilidad en lo
pertinente a las buenas costumbres y en la orientación moral de la comunidad.
El daño que causan sus pecados se expande y tiende a adquirir la configuración
de una “pandemia”: Las figuras públicas tiene una especie de función de
“brújula” en la orientación de los valores y los vicios que azotan a una
comunidad.
Perfectamente puede suceder que el
intenso arrepentimiento y las muestras de recomposición del pecador le ganen
-de parte de Dios- la remisión del pecado. Pero el “pésimo” ejemplo, se vuelve
un contagio que repercute en sus descendientes, que, siguiendo los malos pasos,
terminan por recoger las desgracias que son producto de las acciones que sus
mayores les inculcaron y promovieron.
Ejemplos de estas situaciones los tenemos
tanto en David como en Ajab. Ambos, reconocieron su pecado y se impusieron
severas penitencias, tratando de purgar sus asesinas culpas. Lograron por este camino, detener las
consecuencia nefastas de sus actos; sin embargo, la cadena de pecado se había
disparado y -como una verdadera onda sísmica- los terremotos en la vida de sus
hijos, de sus nietos y de la descendencia que debería haber ocupado dignamente el
Trono que por derecho mesiánico les correspondía, eclipsó totalmente su brillo,
y recogieron los venenosos frutos que correspondían a su infidelidad, a su
idolatría, a su perversión, en fin- a todo el mal cuyas semillas dañosas
desperdigaban.
Habrá que decirlo nuevamente, aun cuando
lo hemos repetido ya n-veces, que no se trata de castigos, porque Dios
no es Dios-de-rencores. Se trata de consecuencias, nadie que siembre, digamos,
frijoles, esperará recoger una cosecha de nueces o de bananos. Lo que se hace,
tiene resultados y da frutos consonantes con el sembradío.
Muchos se preguntarán: ¿Cómo se expande
esta clase de contagios? Y no se puede dudar ni un instante del valioso papel
que pueden jugar los medios de comunicación, donde el Malo los usa -como una
“caja de resonancia”- para contaminar las consciencias del pueblo de Dios. Por
eso, a nosotros nos cabe la aplicación responsable del “discernimiento”. Todo
cuanto se nos propone y todo lo que se impulsa como corrientes de “moda” tiene
que ser cuidadosamente sopesado por el “discernimiento” que Dios nos ha
regalado, la “voz de la consciencia” juega este papel vital, y hemos de cuidar
que la consciencia no sea vulnerada por espejismos que la adulteren.
El papel profético, que toca a todos los
bautizados, puede como en la perícopa de hoy, ser leído como “enemistad”. Ajab
llama a Elías, su “enemigo”, porque los caminos del Malo son cuidadosamente
camuflados para hacerlos parecer correctos, los idóneos, los recomendables, y
no falta quienes les trabajan a las campañas de la “inmoralidad” para hacer
creer a otros que no son actos inmorales, sino el verdadero y pleno uso de la
“moral”, y que, aquellos que los señalan como prohibidos, lo que quieren es
recortar y coartar la “libertad”, misma que por ser falsa, nosotros la
denominamos “libertinaje”. Según ellos, nosotros lo que hacemos es privarlos de
sus “derechos”, porque para ellos el mal hay que disfrazarlo de “derecho”, y
así llevan a tantos y tantos por los caminos de la perdición. Sí, así es, la
bandera que enarbolan es la del derecho -muy legítimo- de irse al Infierno.
Llegado a este punto, ellos, muy enojados
y poniendo su cara más seria, nos trataran de todo, “retrasados”, “anticuados”,
“momias de museo”, “mojigatos”. Y todos los que están sumidos en la “ola”,
aplaudirán y les harán coro, para poder seguir cavando, no hacia la superficie,
sino hacia el fondo de la Gehena.
Sal 51(50), 3-4. 5-6b. 11 y 16
Este salmo es de súplica. Claro está, se
suplica por el perdón, casi toda la perícopa está dedicada a reconocerse
culpable y a rogar para ser perdonado. Sólo el último versículo -el verso 16- la
segunda mitad de la tercera estrofa- tiene otro propósito, ofrecer como exvoto,
asumir la misión catequética de anunciar y proclamar esta verdad tan
promisoria. Dios es un Dios Misericordioso.
En la primera estrofa, el pecador
reconoce su culpa decidido a responder por sus faltas. Se trata de una liturgia
de expiación: liturgia de arrepentimiento de corazón, de un arrepentimiento
sincero, se ha fallado, había una relación armoniosa con Dios, Él nos había
otorgado todo lo ancho y lo amplio de su Amistad, nosotros en cambio, hemos
defraudado, hemos deshonrado la sagrada “Comunión”, nos hemos caracterizado
como quebrantadores de la Ley.
La Halajá, identifica como traición
profética, como exégesis de la Torah, un conjunto de depravaciones que van
desde la profanación del templo, los actos de idolatría, la explotación de los
pobres y los delitos políticos, donde también se incluye el “mal ejemplo”
Que perfectamente encaja entre los
ejercicios de pastoreo “engañoso” y de tergiversación de las enseñanzas.
Quien no asume su pecado tiene la
conciencia dañada, deformada, no se abre paso hacia el perdón y -como si fuera
poco- desvirtúa al propio Dios, entendiéndolo como un Dios severo, amante de la
rigurosidad, con una paternidad endeble, un Dios que no se asume en su
Paternidad y, entonces, no nos puede acoger en la filialidad. Ese Dios, es un
dios que inspira temor. Dios no nos ha escogido para ser temerosos de Él, pues
ningún hijo vive temiéndole a su padre, al revés, a Abbá se le tiene la más
sólida y estable confianza.
Hay -en la primera mitad de la tercera
estrofa- una solicitud dirigida a nuestro Padre Celestial, que Él retire sus
ojos de nuestro pecado, que no lo mire más, para que así se inicie el camino
del perdón: Al no mirar la falta, la olvidará. Al olvidarla, quedará totalmente
borrada toda culpa.
¿Qué le pedimos en el responsorio? Al ser
conscientes de nuestro pecado, recurrimos a Él para que nos regale de su
Misericordia. La Misericordia limpia de la sangre, la del derramamiento de
sangre y sus manchas, atestiguan contra nosotros, o que hemos matado o -como marca el pensamiento judío, que
hemos comido de lo impuro, por no haber desangrado sistemáticamente los
animales que se irían a consumir (hacer Kosher los alimentos).
Mt 43-48
Una manera de recortar la Ley y
acomodarla según nuestro acomodo es reconocer a Dios como Padre, pero no
admitir como hermanos sino a algún sub-grupo de sus hijos, por ejemplo, decir
que solo son hermanos los de la misma raza, o los que han nacido en el mismo
pueblo, o solo a mis amigos, o excluyendo a los que no sean nuestros vecinos, o
a los que no asisten al mismo culto o no hablan la misma lengua.
A todos los demás los englobamos en la
categoría de “enemigos”. Entonces, adaptamos las palabras, para estar seguros
que los únicos “hijos de Dios” son los que yo acepto reconocer por tales, a los
demás los excluyo de su Paternidad.
Jesús, en el Sermón del Monte, nos da una
definición de quienes han de tomarse como hermanos: Nos dice que debemos usar
el mismo criterio que usa Dios, que saca el sol y con él alumbra a todos, y
también envía su lluvia indiscriminadamente, hace llover sobre “justos e
injustos”.
Con toda especificidad dictamina: si
solo amamos a quienes nos aman, ¿nos podemos pensar acreedores a algún premio? Si sólo saludamos a los “hermanos”, ¿estamos haciendo algo que merezca aprecio?
No, eso lo hace todo el mundo, actúan como amigos de sus amigos y derraman su
desprecio y su rechazo a diestra y siniestra. Y luego, venimos a sacar pecho y
a creernos “los chachos de la película”.
Tanto como el judaísmo despreciaba a los
publicanos y a los gentiles, y aquí Jesús -como siempre hacia- viene y nos los
pone como ejemplo, porque en realidad de verdad, los que más despreciamos y
marginamos, son -por lo regular- los que, a la hora de la verdad, tienen una
ortopraxis. Nosotros, por nuestra parte, estamos hinchados por nuestra
ortodoxia, pero nos falta recorrer el largo trecho que media entre el decir y
el vivir conforme con nuestra proclamación.
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