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R 24, 8-17
יְהוֹיָקִים [Yehoyoakin]
“Joaquín”, “YHWH construirá”. Estuvo en el Trono por once años, fue el
penúltimo rey de Judá. Entra también en el relato el Rey de Babilonia
Nabucodonosor II, que saqueó Jerusalén tras haberlo asediado y deportó a miles
de notables a Babilonia, incluyendo al profeta Ezequiel. Las pérdidas
materiales fueron enormes.
Hoy
se nos dice que su mamá era Nejustá, hija de Elnatán oriundo de Jerusalén.
Junto a Joaquín fueron deportados los de la corte, empezando por la propia
madre del Rey, los servidores, los ancianos y los eunucos. Los deportados
contaban en número diez mil, empezando por los artesanos, los herreros y los
cerrajeros. El pueblo judío quedó dividido entre los que fueron deportados (los
“pudientes”), y todos los que fueran aptos para la guerra; y los que
permanecieron en Judá, “la gente דַּלָּה [dal-lá] ‘pobre’ del país”.
Nabucodonosor
profanó el templo para robarse todos los tesoros que allí reposaban y fundió
los objetos sagrados que Salomón había depositado como ajuar del Templo. En lo
sucesivo ya no habría sacrificios en el Templo.
A
un tal Matanías, tío de Nabucodonosor, lo designó como rey, y le cambió el
nombre por Sedecías, que quiere decir “YHWH es justo”.
Las
realidades de la vida son cambiantes, lo que no ha de implicar el abandono de
nuestra fe, por el contrario, la búsqueda y la voluntad de seguimiento tendrán
que ser nuestra constante. Allí donde
nos encontremos la oportunidad habrá de ser acogida, y el rostro de Dios
buscado. Él, por su parte, no se hará el evasivo, estará siempre asistiéndonos,
y dándonos su Fortaleza.
Sal
79(78), 1b-2. 3-5. 8. 9
Este
salmo parece haber sido escrito en el contexto de Joaquín-Nabucodonosor, hacia
el 587 a.C. Es un salmo de súplica, que -y esto es importante resaltarlo- no es
simplemente una oración de “petición insistente”, sino recordar quien era el
suplicante en el co-texto del salterio. Era alguien que acudía ante un “padrino”,
de un “defensor”, de alguien que podía y tenía los recursos para protegerlo y
librarlo. El pueblo -aquí es “el suplicante” y viene ante Dios que es su גואל [Go-el] “redentor”; el salmista padece y
se pone en las manos de Su Dios, e invoca al Señor para recurrir a su
Misericordia.
Se
hace un resumen de las eventualidades que los azotan:
-La
invasión de los gentiles
-La
profanación del Templo
-La
destrucción y ruina de Jerusalén
-La
muerte de tantos, entregados a las aves carroñeras y a las fieras.
-Su
sangre derramada y su permanencia insepultos.
-La
burla generalizada
La
súplica es para que cese la ira del Señor. Se le ruega para que olvide las
muchas faltas con las que se le ha afrentado. Y, ante una situación de tanto
padecimiento se le ruega al Cielo para que empiece a derramar su compasión.
¿Por
qué ha de socorrernos y reconfortarnos el Señor? ¿tenemos acaso algún mérito
que interponer para reclamar Su salvación? No, ninguno, sólo le pedimos que
obre por la Grandeza de su Nombre, apelamos a Él, cuyo nombre es sinónimo de
Amparo y Protección, al Dios de Corazón Tierno y Misericordioso, para que nos
asista, y nos libre de nuestros pecados. Esta es la idea que interponemos ante
cada ruego, es la médula de toda nuestra súplica, no por nosotros que no
tenemos disculpa que presentar, sino porque su Amor es Grande y es Eterna Su
Misericordia. Y porque Su Majestuoso
Nombre resuena Glorioso por doquier.
Para
que nuestro ser no sea el de un Templo profanado, donde los paganismos vengan a
morder y desgarrar; que nuestra consciencia dé albergue a nuestra fe y la sed
de santidad sea nuestro móvil. Que la fidelidad sea el norte de nuestras
brújulas y que seamos un pueblo enamorado que camina tras tus Enseñanzas
Mt
7,21-29
Llegamos
a la perícopa final del Sermón del Monte. ¿Qué se nos muestra aquí? La
formalización del discípulo. Alcanzamos esta calidad y la sustentamos fielmente
si la construimos sobre roca, y no sobre la fragilidad de la arena.
Muy
fácilmente podemos dar algunos toques superficiales para embadurnarnos de una
fe provisional, no de la que ha echado raíces en el centro mismo de nuestro ser
y de nuestro corazón.
Aquí
se nos corrige una falsa imagen que muchas veces conduce a la malformación de
nuestro discipulado. Creemos que el asunto radica en predicar y profetizar su
Santo Nombre, o que basta afirmar que expulsamos demonios, o que hemos hecho
milagros en Su Santo Nombre y no es por esta vía que vamos a entrar en el Reino
de los Cielos.
¿Entonces,
cuál es el santo-y-seña? Cumplir con la Voluntad del Padre que está en los
Cielos. Por ahí empieza nuestra perícopa mateana para el día de hoy. Por
corregirnos esa falsa imagen que no llega al corazón de Dios, no nos hace sus “amigos”,
ni siquiera hará que Él nos reconozca, todo lo contrario, cuando nos
presentemos con ese tipo de balance de nuestra vida, Él afirmará que no nos
conoce. Y, si no nos conoce ¿qué quiere decir? Qué nos somos otra cosa que
operarios de la iniquidad.
La
cuestión no es la de llevar algún gafete, o portar alguna escarapela. La
cuestión será siempre la de tener sentimientos compasivos, porque Su Única Ley
es la Ley del Amor. No es cuestión de atuendos o de apariencias. El asunto
medular es el de la “manera de vivir”, todo consiste en vivir crísticamente, en
los documentos teóricos sobre el tema se diferencia entre ortodoxia y
ortopraxis. Y, muy contundentemente se afirma que no se discrimina por la
ortodoxia, la cuestión doctrinal, sino que el “carnet” real es el de una
práctica caritativa. El que atiende coherente al Mandamiento del amor, ese
habrá edificado su Casa sobre Roca.
No
es de poca monta la imagen que Jesús ha elegido para simbolizar el discipulado,
ha elegido “la casa”. La casa es acogida, es convivencia, es fraternidad, es
ternura y cuidado, es familiaridad, es protección. Fueron las casas las
primeras iglesias de la cristiandad. Y fue verdad que, en los momentos de
lluvia, de inundaciones, de vendavales, la fe resistió porque la solidaridad y
la sinodalidad eran la casa de la fe. Pudieron y seguimos pudiendo resistir la “furia
de los elementos”, todos los acosos y persecuciones, porque la sede del amor
solidario está en la Casa.
La
perícopa concluye llamándonos la atención sobre el modo de enseñar de Jesús, y
apunta como rasgo primario la ἐξουσίαν [exousian]
“autoridad” con la que enseñaba. ¿En qué radica esta autoridad? nos parece que,
en no atenerse a la tradición de los escribas y fariseos, sino en su
cuestionamiento de la “ortodoxia”, borrando el “legalismo” rayano en el “leguleyismo”,
apegándose a muchísimos ritos vacíos de Amor y de fraternidad y, abriendo ese amplísimo
espacio a vivir y practicar el estilo de Jesús, que consiste en que la práctica
sea toda ella “Jesús-mente”.
La
enseñanza de Jesús no reposaba sobre lo que se nos “había dicho”, para repetirlo
como una grabación, sin alma, sin fuerza; en cambio, Él “nos dice” y su manera
de decir demuestra que habla sin depender de los juicios tradicionalistas. El
tradicionalismo no es malo en sí, se vuelve malo cuando se le saca la “sangre”
y se vuelve un zombi, una fe “muerta en vida”, una doctrina fantasmal que no
infunde la alegría del Evangelio y por eso no soporta ni un viento suave, a la
primera dificultad se viene a tierra.
Sin
embargo, tenemos que ser cuidadosos y no caer en “poses” puesto que esta praxis
no consiste en apariencias, sino que se funda sobre dos elementos anti-aparenciales.
· Que al obrar el corazón tenga como norte el Santísimo
Nombre de Dios
· Que esa praxis esté verdadera y sólidamente apoyada en la
Voluntad de Dios, de querer el bien del prójimo.
Pasa
muchas veces que le ponemos todo el corazón a “querer ser discípulos”, que “frecuentamos
la Palabra”, pero luego, se produce un profundo hiato entre esa “escucha” y la
práctica mecánica y des-amor-ada, muchas veces indolente e indiferente, sin
calor del corazón. Si queremos construir sobre roca se precisa obrar
fervientemente, poniéndole “tesón” y “ternura”, procediendo “carismáticamente.
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