Hech 10,
25-26.34-35.44-48; Sal 98(97), 1. 2-3ab. 3cd-4; 1Jn 4, 7-10; Jn 15, 9-17
Sólo cuando existe el deber de amar, sólo entonces el amor está
garantizado para siempre contra cualquier alteración; eternamente liberado en
feliz independencia; asegurado en eterna bienaventuranza contra cualquier
desesperación.
Søren Kierkegaard
Permanecer en su amor
para nosotros significa concretamente amar como Él ama… La fe es inseparable
del amor, aún más, tiene como objeto el amor…
Silvano Fausti
¿Qué
encontramos hoy en el frontispicio de esta Liturgia? “Anúncienlo con voz de
Júbilo, y que se oiga, anúncienlo hasta los confines de la tierra: el Señor ha
liberado a su pueblo, aleluya.” Se declara una comisión, un encargo para
nosotros: ser portadores del anuncio, de un jubiloso anuncio, anuncio que ha de
ser llevado sin fronteras, a todo lo ancho y lo largo de la geografía
universal. ¡Se trata de un anuncio de liberación! Estas ideas nos vienen de
Isaías, en el capítulo 18, verso 20. Pero también son paráfrasis del Salmo
98(97), salmo que canta la Realeza de YHWH.
La
arquitectura Litúrgica implica un “transportón”: Después de la puerta principal
–una vez recorrido el zaguán- está la segunda puerta, como una especie de
puerta que refuerza la seguridad o, mejor, que refuerza la bienvenida y hace
sentir una mayor acogida, consistente en la convicción de haber llegado a
moradas que nos reciben con los brazos abiertos. En este transportón se oye la declaratoria –no ya de la Invitación del Señor-
sino de los propósitos que nos han movido a venir. Recogidas las intenciones,
valga decir colectadas todas, y por
eso se llama Oración Colecta, estos
propósitos en la voz del Sacerdote (Alter Christus), se confiesan así: “Dios
Todopoderoso, concédenos continuar, con sincero afecto, la celebración de estos
días de alegría en honor del Señor resucitado, para que estos misterios que
estamos recordando, se manifiesten
siempre en nuestras obras. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que
contigo vive y reina, en unidad con el Espíritu Santo, y es Dios, por los
siglos de los siglos. Amén.” O sea, que no nos apartamos ni un ápice de los
propósitos que trajimos a la celebración de la Eucaristía, el Domingo anterior.
Como recordamos, en la celebración anterior concluíamos haciendo votos por
fructificar con generosa abundancia; y, hoy persistimos pidiendo continuidad
centrados en ese mismo afecto: ¡Queremos ser fructíferos, ser uvas redondas de
los sarmientos injertos en la “Verdadera Vid”! Permanecer, persistir,
continuar, todo esto está bajo la misma clave: la celebración del Sexto Domingo
de Pascua se encuentra, también, bajo el signo del μένω “la permanencia” [“maneat” - “constantiam” se dirá en latín].
Permanecemos,
porque somos sus hijos, pero, si vamos a ver nuestra permanencia –desde la
óptica de los frutos- tendríamos que llevar nuestra mano al pecho, y buscar
allí la profunda consciencia de la clase de frutos que hemos de dar, nosotros,
los que reconocemos nuestra vida como la de sarmientos que permanecen unidos a
la Verdadera Vid, entonces, ¿qué frutos daremos? ¿Uvas redondas de vino… quizá;
jugosas y gordas vides, plenas del elixir de la alegría…, a lo mejor?
Cuando
nuestros racimos sean llevados a las prensas, o sean pisados por los virginales
pies de las vendimiadoras, es la nota más altisonante de la partitura de hoy,:
“Que el mosto de nuestros granos sea el mosto del Amor”. Somos, pues, uvas que
–a la música de la vendimia- rinden vinos de solera, el licor del Amor.
Poco
a poco el ser humano se fue dando cuenta que pisar la uva era algo más que
mecánico, y musicalizaron la labor, le pusieron ritmo y canciones, de manera
tal que con el correr del tiempo se transformó de simple pisado, en danza de
vendimia. ¿Cómo se llaman todos estos operarios encargados de convertir las
uvas en vino? ¿Obreros…? ¿Empleados…? ¿Jornaleros..? ¿Siervos…? Atención a este glorioso momento
en el que Jesús nos enseña cómo se llaman: “Ya no los llamo δούλους siervos, porque el siervo no sabe lo que
hace su amo; a ustedes los llamo φίλους amigos,
porque les he dado a conocer todo lo que le he oído a mi Πατρός
Padre.” (Jn 15, 15)
Φίλους se podría traducir
“queridos”: ¡Queridos amigos!. La fiesta de la vendimia está marcada por el
ritmo de este tierno cantar que se transforma en danza: “No son ustedes los que
me han elegido, Yo los he elegido a ustedes, dándoles a conocer todo lo que me
ha dicho el Padre. Los he elegido para llamarlos queridos amigos y darles mi Mandamiento, que es el Mandamiento de
mi Padre: Que se amen unos a otros. Así que vivid vuestra existencia cristiana
como una danza de vendimia, con alegría ininterrumpida, porque quien vive unido
a Mí, cumpliendo la Voluntad de mi Padre, vive en la Plenitud de la Alegría”.
(Cf, Jn 9.15) ¿Faltaría algo a esta cita? ¡Sí! La perícopa concluye diciendo
que esta es la danza de la vida plena, de la alegría a manos llenas, porque el
Padre está dispuesto a darnos todo cuanto queramos si damos fruto, el fruto de
amarnos recíprocamente, de construir una sociedad de amor y de amistad.
Cada una de las Lecturas,
tiene como una “tea encendida”. Para
profundizar en la Liturgia de hoy, vamos recogiendo una a una esas “antorchas”,
para juntar un ramillete de Luz.
La Primera Lectura tiene
esta “antorcha”: “¿Quién puede negar el agua del bautismo a los que han
recibido el Espíritu Santo lo mismo que nosotros? Y los mandó bautizar en el
Nombre de Jesucristo”. Esta llama brillantísima es la superación de toda discriminación,
es la que hace de nuestra fe, una fe católica. Sin reparar en nacionalidad, en
raza, ni en color de piel. Una fe para todos y una amistad brindada con amplia
acogida.
Teruá: En la antigua cultura
hebrea, más que un canto, lo que se entonaba era un griterío, una ovación como
el grito agudo de mil gargantas, la agudeza de este grito era aturdidora,
parecía el gorjeo agudo de mil aves que piaban agresivas de regocijo, de dicha
victoriosa; ese sonido –con el tiempo- evolucionó hacia un reclamo de la
trompeta (del shofar que tiene una
voz grave, similar al sonido del trombón), sonido típico de jubileo. Este salmo
97, también ocupa el sitial del Salmo Responsorial en la Misa Navideña.
Reconoce el Amor y la lealtad de Dios, que no quebranta sus Promesas, y las
cumple con el Magnífico-Amor-Suyo (lleno de Justicia, pero como lo subrayamos
siempre, no de justicia vengativa, sino de piadosa-Justicia), que a falta de
otra palabra llamaremos Misericordia. Luego, la antorcha del Salmo Responsorial
está en el propio responsorio: “El Señor nos ha mostrado su Amor y su Lealtad”.
Nuestro Dios es el Dios-de-la-fidelidad.
Pasamos a recoger la antorcha de la Segunda
Lectura: “Queridos,
amémonos unos a otros, ya que el amor es
de Dios, y todo el que ama ha nacido
de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios,
porque Dios es Amor." (1Jn 4,
7-8) Y hemos puesto en negrilla la parte más brillante de esta antorcha. Para
glosarla, daremos la voz cantante a San Agustín. “¡Ama y haz lo que quieras! Si
tú callas, calla por amor; si tú hablas, habla por amor; si tú corriges,
corrige por amor; sí perdonas, perdona por amor. Esté en ti la raíz del amor,
porque de esa raíz no puede brotar sino el bien.”
Cuenta la leyenda que en su vejez, San Juan no
tenía aire para más que para repetir como repiten los adultos mayores –al menos
eso pensaban los miembros de la Comunidad Joánica- que era repetición por
senilidad; ¡pero no! Cuando ellos le reprocharon su repetidera, Él les explicó
que ese era “El Mandamiento del Señor” y que cumpliéndolo, era suficiente. Así
podemos entender el comentario Agustiniano que consignamos arriba. Nosotros
como cristianos debemos estar enraizados en este Mandamiento de Jesús, y sí
sólo a él atendemos, el Padre nos reconocerá gustosamente como sus amigos.
«Nos dice San Juan en su
primera carta que “quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor”.
Por ello, el amor es la facultad que me permite verdaderamente relacionarme con
Dios, ya que puedo ofrecerle algo que también se da y en grado sumo en Él.
Podemos intercambiarlo, donarlo mutuamente. Siendo Dios amor, el amor me coloca
en un nivel de semejanza, de sintonía y de calidad más altas… Por más que se
esfuerce, una piedra nunca podrá amar. Ni siquiera las estrellas más lucientes
o los planetas más alejados. Nunca las inmensidades inconmensurables del
universo podrán pronunciar un ¡te amo! Solamente la persona, por su imagen y
semejanza con Dios, por su alma inmortal, está capacitada para amar… El Papa
Benedicto XVI señala que el cristiano, si no encuentra el amor verdadero, ni
siquiera puede llamarse cristiano, porque “no se comienza a ser cristiano por
una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un
acontecimiento, con una Persona, que da un
nuevo horizonte a la vida y, con ello una orientación decisiva.»[1]
Corremos un peligro
inmensurable que esta Noticia del Amor, sea desencarnada y se convierta en un
discurso vacío, o simplemente romántico, almibarado, melifluo y empalagoso. Es
preciso que a esta mirada a la Luz Resplandeciente del Resucitado que nos
muestra el Rostro Amoroso de Dios se le ponga la piel de los caídos, de las
víctimas, de los fallecidos y amputados en las guerras, de los desempleados, de
los que se acuestan hambrientos y sin techo, de los que han tenido que
abandonar su terruño querido y salir a buscar acogida en medio de esta hora
inhóspita y desalmada. El aterrizaje de esta reflexión nos lo viene a procurar
San Juan Pablo II: « ¡Hombre de nuestra época! Hombre que vives sumergido en el
mundo, creyendo dominarlo, mientras eres tal vez su presa, Cristo te libera de
toda forma de esclavitud: para lanzarte a la conquista de ti mismo, al amor
constructivo y encaminado al bien: amor exigente, que te convierte en
constructor, no en destructor; de tu futuro, de tu familia, de tu ambiente y de
la sociedad.»[2]
El fruto esperado, el vino que tienen que vendimiar nuestras
venas para llevarle jolgorio a tanta pesadumbre y consuelo a tanta desesperanza
será construir y no destruir. Y que demos mucho fruto y nuestro fruto
permanezca ¡Esa es la Luz! Aun cuando todas las tinieblas se aúnen para gritar
con su desafinada y desesperanzada voz un pestilente y nauseabundo himno de
muerte.
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