Stg 5, 13-20
Llegamos al final de la Carta Católica (o
sea, Universal) de Santiago. Hoy leemos sus últimos ocho versículos. Se nos
habla de la oración, pero también tiene un ojo fijamente puesto en los enfermos.
La oración puede equipararse con el “entrenamiento”
del deportista, como esa ardua dedicación que nadie ve, que nadie aplaude, pero
que se hace con miras a la superación. En la oración sí hay alguien que ve y oye,
¡es el Señor!
Cuanto más sería es la dedicación de un
deportista, más serio es el trabajo que da en sus “entrenamientos”. Además, no
es sólo ejercicio y práctica del deporte en cuestión, sino que se añaden
abstenciones y disciplinas como evitar ciertos alimentos, llevar una vida sana
y juiciosa, creo que a veces, se toman determinados suplementos alimenticios y
el deportista que estamos mirando, revisa toda su vida a la luz de su calidad
de deportista. Y, ningún esfuerzo se escatima. No es necesario que gane la
copa, o la medalla, estos “entrenamientos” superan el estrecho criterio de la “presea”,
de la “victoria”; gran parte de este trabajo se hace por superación, por probarse
a sí mismo la responsabilidad y la dedicación; a veces el deportista en sus “entrenamientos”
lo que persigue es demostrarse que puede ir escalando metas personales y que
puede superar las dificultades y las evasiones y deserciones del falso
deportista. Todo eso prueba que en su corazón hay fuerzas que él mismo no
sospechaba, lo que conduce a poder declarar que “todo se puede alcanzar con
perseverancia”. ¡La analogía con la oración se hace evidente!
La oración es -sin lugar a dudas- una
disciplina que conduce al crecimiento espiritual. Luego vendrá la respuesta de
Dios, y podremos comprar un armario especial para atesorar medallas y trofeos.
Pero, antes que nada, está el desarrollo de una personalidad orante, la espiritualidad.
Diremos entre paréntesis que la oración no es
una actividad competitiva: mi vecina ora cinco horas, yo tengo que superarla en
una hora y llegar a seis. ¡No! Este entre-namiento es entre Dios y el orante, trabajas
arduamente, no en relación con el prójimo, sino atendiendo a ser cada vez “mejor
amigo de Dios”.
Con mayor razón si uno atraviesa un sufrimiento,
ha de dedicarse con mayor ahínco al “entrenamiento”, no derrotarse a sí mismo
en la auto-conmiseración, no hacer un curso intensivo de auto-compasión: sino,
orar con alma vida y “sombrero”.
Pero no solamente ora y se ora, en las duras
y en las maduras; al contrario, en épocas de bonanza es cuando con mayor
detalle puede uno concentrarse músculo por músculo -empezando por los que se
descubren ser los más débiles- para fortalecer cada debilidad desenmascarada. Y
cuando la situación nos lleve a estar contentos, entonces, a cantar himnos, nos
recomienda Santiago.
Cuando alguno esté enfermo, hay que llamar al
presbítero, para que lo unja, con oraciones y en el Nombre del Señor se
restablecerá. Pero, claro, hay que ponerle fe. Además, si tiene pecados
cargados en su consciencia, quedará perdonado: ¡La unción de los enfermos tiene
poder absolutorio!
Ordena también la confesión, no personal,
sino que debe haber uno que se confiesa y otro que en el Santísimo Nombre
absuelve, será el presbítero, que ha sido separado en la comunidad y ungido para
esa facultad vicaría que le encomienda el Señor.
La oración de los “justos” tiene enorme
poder.
Elías, el profeta, en nada diferente a otro
ser humano, oró con fe y contuvo la lluvia durante 42 meses. ¡Se imaginan la
calamidad para una cultura agrícola de ausencia de lluvia por tres años y
medio! Sólo se interrumpió la sequía cuando él volvió a orar y pidió lo
contrario, entonces, la tierra, por fin fructificó.
Concluye señalando las gracias que se
alcanzan con la labor evangelizadora de enseñar la palabra y recuperar a los
extraviados de su desencaminamiento; aquel que se dé a esta tarea logrará salvarse
de la Oscuridad Eterna y cavará una honda sepultura para muchos de los pecados
que entorpecen y abruman su relación con Dios.
Sal 141(140), 1b-2. 3 y 6
Si decimos que es un salmo de súplica ¿si se
entenderá bien a qué clase de salmos nos referimos? Esta categoría de salmos de
súplica es la más abundante del salterio.
No es indispensable, pero podríamos quemar en
nuestro pebetero un poco de incienso, sólo para visualizar como la oración es
como el humo del incienso: también la oración deja flotando en el ambiente una
estela de agradable olor; también el humo del incienso se eleva al Cielo como
nuestras manos -que al atardecer de cada día-, en el momento de examinar
nuestra consciencia- marcan el ritmo orante de nuestra existencia.
Hay una amenaza triple que se cierne en contra
de nuestra vida espiritual: las palabras venenosas que haya aprendido nuestro
corazón y haya puesto en depósito para repetirlas.
La segunda es dejar que nuestro caminar esté
salpicado de pecaminosidad sin desterrar las piedras de pecado que los
salpican; y, por último, juntarnos con impíos que se dan a la tarea de importar
piedras afiladas para sembrarlas en nuestra vida y así envenenarnos el corazón.
En la segunda estrofa de la perícopa de hoy,
le pedimos a Dios que designe un guardián riguroso para nuestra boca y, que les
ponga un centinela a los labios para librarnos de las palabras dañosas. No
basta, necesitamos de un blindaje poderoso: Que nuestra mirada esté
continuamente dirigida hacia Dios, vueltos los ojos a las realidades
Celestiales y que nos acoja en su Santo Templo, permitiéndonos ser asilados
tras los muros de su Fortaleza.
¿Qué clamamos en el versículo responsorial?
Que nuestra plegaria no se quede represada en el dique de mi egoísmo, sino que
con verdadero poder “ascendente” llegue hasta Él, verdaderamente como si nuestros
rezos tuvieran la misma fuerza ascendente que tiene el incienso que Le
dirigimos.
Mc 10, 13-16
Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de
ellos es el Reino de los Cielos.
Mt 5, 3
Llevar los niños ante Jesús para que Él los
tocara. Era seguramente un gesto muy seguro, donde no podíamos ver segundas
intenciones, ningún daño se podría esperar de las Manos del Salvador. Hoy por
hoy, en cambio, nos cuidamos de todo contacto que un extraño -fuera del círculo
familiar- pueda tener hacía uno de nuestros pequeñines. Ciertamente que vivimos
en una situación distinta y en circunstancias muy diferentes. Pero, cuanta
falta les hace a los niños capitalizar la atención de un adulto y saberse y
sentirse reconocidos como personas y -más en la Comunidad Eclesial- saber que
son importantes en la familia de los que tienen fe.
Los discípulos inmediatamente gatillan una
reacción de rechazo. Se ponen nerviosos porque seguramente el “Maestro” no
querrá ser interferido por niños que le hagan perder “tiempo”. En aquellas culturas
donde un niño era visto como un cachorrito molesto, como un “bichito”
perturbador. Los niños estaban férreamente puestos al cuidado de sus madres que
debían -sobre todo- garantizar unas políticas de contención y freno, que,
además -dependiendo de su éxito- conducían a la aprobación: ¡que niño tan bien
educado! Alago, que se hacía extensivo a la progenitora: “Se ve que la mamá lo
tiene bien educadito!
Y Jesús, que para nada estaba implementando políticas
populistas para caerle bien a las familias y garantizar el voto en la próxima ronda
electoral. Exige que los acojan, “libera a los niños”, los considera votantes y
destinatarios principales de su Mensaje.
Se nos ocurre que al llegar aquí es sumamente
importante recordar cuál era la esencia del mensaje de Jesús: ¡El Reino!
La confianza es el sine qua non de la fe: sin
confianza no se puede creer. Se pasa a creer cuando se tiene primero que todo
confianza. Un niño -a menos que se lo crie melindroso- es dado a la confianza.
Su naturaleza le hace ser naturalmente cercano y a creer en el otro. Si nos
fijamos bien, un niño bajo una crianza sana -no producto de la constante zozobra-
parte del principio “mi prójimo es bueno, puedo confiar en él”.
Cuan desfasada puede ser una formación que ve
en el mendigo, en el marginado un peligro y lo “bautiza” como ¡el coco! Para satanizar
el menesteroso. Una cosa es una sana prevención y otra cosa es vivir encarcelado
en el “cuarto del pánico”.
Qué poderosa moraleja nos da Jesús, es fascinante
que nos lo dice con una claridad meridiana, (muchos verterán galones de
disimulo para irse por las ramas y no fijarse en la centralidad de este mensaje).
Pongámoslo entre signos de admiración porque, si el Mensaje esencial de Jesús es
el Reino, tenemos que estudiar con gran precisión, quienes son sus
destinatarios: ¡En verdad les digo que quien no reciba el Reino de Dios como un
niño, no entrará en él!
Tenemos que acudir al Mensaje cristocéntrico confiadamente,
“pobre en el espíritu” es aquel que no vive prevenido, el que puede confiar.
Sin dudar de él, con plenitud de Fe. ¡Dejemos que Jesús nos imponga las Manos!
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