jueves, 2 de mayo de 2024

Jueves de la Quinta Semana de Pascua


                           

Hch 15, 7-21

En este “Concilio” se han reunido los Apóstoles, los Presbíteros, y los delegados llegados de Antioquía, -quienes traían el cuestionamiento- ¿tenían o no que circuncidarse los paganos que ingresaban al cristianismo?

 

En primer término, interviene San Pedro (será la última vez que aparezca Pedro en los Hechos), haciéndoles caer en la cuenta que Dios, que conoce lo más íntimo de los corazones, es decir, lo más interior de las personas, avaló su entrada dándoles el “Espíritu Santo, igual que a nosotros”, sin “distinciones”. Y San Pedro formula una pregunta que debe ser conductora de nuestra interpretación, a la vez, que clave para entender cuál era el problema: “¿Por qué ahora intentan tentar a Dios, queriendo poner sobre el cuello de esos discípulos un yugo que ni nosotros ni nuestros padres hemos podido soportar? Al decir “tentar a Dios” quiere decir que estamos poniendo en cuestión algo que Él ya había resuelto y determinado; estamos contradiciéndolo, y -de hecho, al obrar de esa manera- estamos queriendo poner talanqueras y “aduanas” (como dice Papa Francisco) para dificultar, para obstaculizar la pertenencia a la Iglesia. Y Pedro continua, resaltando que lo que Salva es la Gracia del Señor Jesús.

 

En un segundo momento, la perícopa nos trae la participación de Pablo y Bernabé, que relatan los “signos y prodigios” que Dios regaló a los gentiles dándoles la bienvenida al seno de aquellas comunidades.

 

Viene, a continuación, la intervención de Santiago, y hace un midrash que se apoya en (Amos 9, 11s); señalando que el vaticinio apuntaba en la dirección de dar acceso a todos los gentiles, y de ahí, él deriva que no se debe molestar a los gentiles. Pero no se deja ahí el asunto, no vaya a parecer que cada cual podrá hacer como se le ocurra y caer en una instancia de anomía, sino que estipula tres reglas que disciplinarán la conducta de estos “convertidos”, y que se pondrán por escrito en una carta a la que posteriormente el Libro de Hechos denomina “δόγματα [dogmata] “decretos dados por los Apóstoles y presbíteros de Jerusalén” (16, 4), a saber:

1)    Abstenerse de la contaminación de los ídolos, o sea, comprar y comer la carne de animales sacrificados a los ídolos.

2)    Obstruir las uniones ilegitimas, valga decir, entre parientes.

3)    Y el consumo de carne de animales que hubieran sido estrangulados, tanto como el consumo de sangre.

 

Todo esto, está en le orbita de la ley mosaica, como lo comenta el mismo Santiago en el último verso de la perícopa. Ya mañana tendremos oportunidad de comentar el decreto y los recursos puestos en marcha para divulgar las conclusiones del que se ha dado en llamar Concilio de Jerusalén

 

Esto condujo a una definición de la identidad eclesial y un claro posicionamiento respecto del judaísmo y las tendencias remanentes al interior de las comunidades.

 

Sal 96(95), 1-2a. 2b-3. 10

Estamos ante un Salmo del Reino. En el exilio Babilónico, los judíos pudieron presenciar los rituales de entronización que hacían para Marduk el dios nacional, y no podían haber quedado más que impresionados; una vez regresaron ellos la adaptaron, en una procesión escoltaban a YHWH en su arca, aun cuando hubiera desaparecido, hasta el Sancta Sanctorum donde era “instalado”.

 

La procesión y la instalación era acompañada con canticos, a lo que se refiere la primera estrofa.

La segunda estrofa destaca un carácter propagandístico -muy propio de la fe judía- que llama a “contarle” a todo el mundo las maravillas que ha hecho el Señor.

En la tercera estrofa se declara le realeza de YHWH por dos razones: a) Creó y puso todo en su lugar, y b) gobierna a los pueblos con leyes de Justicia.

El responsorio nos exhorta a contar las maravillas de Dios a todos los pueblos de la tierra. Este impulso propagandístico es lo que para nosotros constituye la “Misión”. Nosotros -como nos propuso Aparecida- somos discípulos-misioneros; no una cosa solamente, sino ambas: בַּשְּׂר֥וּ מִיֹּֽום־לְ֝יֹ֗ום יְשׁוּעָתֹֽו׃ [basseru miyoum leyoum ye su atow] “proclamad día tras día su Victoria”.

 

Jn 15, 9-11



Continuamos donde lo dejamos ayer. Decíamos que en este capítulo la médula es la permanencia: encontramos 15 veces la palabra “permanecer”; hoy vamos a examinar tres de ellas.

 

Μείνατε [meinate] que es el aoristo, imperativo activo en segunda persona del plural, “permanezcan”, viene del verbo μένω [meno] “permanecer”. Este permanecer cobra tres ejes: amor, mandamientos, alegría. No se trata de permanecer quien sabe en qué. No se trata de inventar unos frutos “raros” que hay que dar para que nuestro fruto sea abundante; tampoco se trata de la “abundancia” en general. Tenemos que dar frutos y permanecer en estos tres ejes. ¡Repitámoslos! Amor, Mandamientos, Alegría.

 

¿Por qué hay que permanecer en el Amor? Porque el Padre ama a Jesús y Jesús, con carácter transitivo, nos transmite ese amor a nosotros.

 

Por qué hay que guardar los Mandamientos, porque -ya nos lo había dicho- sólo guardando los Mandamientos damos fe de nuestro Amor, Amor a Dios que se separe de los Mandamientos, es cualquier cosa, menos Amor. Jesús ha guardado sus Mandamientos, en consecuencia, permanece en su Amor (del Padre).


 

¿Podría haberse callado esto Jesús y no hablar de ello? ¡no! Porque entonces no tendríamos bases para fundamentar nuestra alegría, y mucho menos podríamos tener Alegría; y, llegado el caso que disfrutaríamos de alegría, no sería la Alegría con Mayúscula, la “plenitud de la Alegría”.

 

Estar unidos al Sarmiento, dar frutos generosos y abundantes, permanecer en Jesús implica Amar en el Amor de Jesús: guardar los Mandamientos, es algo inapelable, es parte de la disciplina de nuestra fe; y, disfrutar de la Alegría de ser y permanecer en Él, es una plenitud que sólo en Jesús podemos alcanzar. Permanezcamos pues en su Amor y en la Ternura de su Ley.

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