Hch
15, 7-21
En
este “Concilio” se han reunido los Apóstoles, los Presbíteros, y los delegados
llegados de Antioquía, -quienes traían el cuestionamiento- ¿tenían o no que
circuncidarse los paganos que ingresaban al cristianismo?
En
primer término, interviene San Pedro (será la última vez que aparezca Pedro en
los Hechos), haciéndoles caer en la cuenta que Dios, que conoce lo más íntimo
de los corazones, es decir, lo más interior de las personas, avaló su entrada
dándoles el “Espíritu Santo, igual que a nosotros”, sin “distinciones”. Y San
Pedro formula una pregunta que debe ser conductora de nuestra interpretación, a
la vez, que clave para entender cuál era el problema: “¿Por qué ahora intentan
tentar a Dios, queriendo poner sobre el cuello de esos discípulos un yugo que
ni nosotros ni nuestros padres hemos podido soportar? Al decir “tentar a Dios”
quiere decir que estamos poniendo en cuestión algo que Él ya había resuelto y
determinado; estamos contradiciéndolo, y -de hecho, al obrar de esa manera-
estamos queriendo poner talanqueras y “aduanas” (como dice Papa Francisco) para
dificultar, para obstaculizar la pertenencia a la Iglesia. Y Pedro continua,
resaltando que lo que Salva es la Gracia del Señor Jesús.
En
un segundo momento, la perícopa nos trae la participación de Pablo y Bernabé,
que relatan los “signos y prodigios” que Dios regaló a los gentiles dándoles la
bienvenida al seno de aquellas comunidades.
Viene,
a continuación, la intervención de Santiago, y hace un midrash que se
apoya en (Amos 9, 11s); señalando que el vaticinio apuntaba en la dirección de
dar acceso a todos los gentiles, y de ahí, él deriva que no se debe molestar a
los gentiles. Pero no se deja ahí el asunto, no vaya a parecer que cada cual
podrá hacer como se le ocurra y caer en una instancia de anomía, sino que
estipula tres reglas que disciplinarán la conducta de estos “convertidos”, y
que se pondrán por escrito en una carta a la que posteriormente el Libro de Hechos
denomina “δόγματα [dogmata] “decretos dados por los Apóstoles y
presbíteros de Jerusalén” (16, 4), a saber:
1) Abstenerse de la
contaminación de los ídolos, o sea, comprar y comer la carne de animales
sacrificados a los ídolos.
2) Obstruir las
uniones ilegitimas, valga decir, entre parientes.
3) Y el consumo de
carne de animales que hubieran sido estrangulados, tanto como el consumo de
sangre.
Todo
esto, está en le orbita de la ley mosaica, como lo comenta el mismo Santiago en
el último verso de la perícopa. Ya mañana tendremos oportunidad de comentar el
decreto y los recursos puestos en marcha para divulgar las conclusiones del que
se ha dado en llamar Concilio de Jerusalén
Esto
condujo a una definición de la identidad eclesial y un claro posicionamiento
respecto del judaísmo y las tendencias remanentes al interior de las
comunidades.
Sal
96(95), 1-2a. 2b-3. 10
Estamos
ante un Salmo del Reino. En el exilio Babilónico, los judíos pudieron
presenciar los rituales de entronización que hacían para Marduk el dios
nacional, y no podían haber quedado más que impresionados; una vez regresaron
ellos la adaptaron, en una procesión escoltaban a YHWH en su arca, aun cuando
hubiera desaparecido, hasta el Sancta Sanctorum donde era “instalado”.
La
procesión y la instalación era acompañada con canticos, a lo que se refiere la
primera estrofa.
La
segunda estrofa destaca un carácter propagandístico -muy propio de la fe judía-
que llama a “contarle” a todo el mundo las maravillas que ha hecho el Señor.
En
la tercera estrofa se declara le realeza de YHWH por dos razones: a) Creó y
puso todo en su lugar, y b) gobierna a los pueblos con leyes de Justicia.
El
responsorio nos exhorta a contar las maravillas de Dios a todos los pueblos de
la tierra. Este impulso propagandístico es lo que para nosotros constituye la
“Misión”. Nosotros -como nos propuso Aparecida- somos discípulos-misioneros; no
una cosa solamente, sino ambas: בַּשְּׂר֥וּ
מִיֹּֽום־לְ֝יֹ֗ום יְשׁוּעָתֹֽו׃ [basseru miyoum leyoum ye su atow]
“proclamad día tras día su Victoria”.
Jn
15, 9-11
Continuamos
donde lo dejamos ayer. Decíamos que en este capítulo la médula es la
permanencia: encontramos 15 veces la palabra “permanecer”; hoy vamos a examinar
tres de ellas.
Μείνατε [meinate] que es el aoristo, imperativo activo en segunda
persona del plural, “permanezcan”, viene del verbo μένω [meno] “permanecer”.
Este permanecer cobra tres ejes: amor, mandamientos, alegría. No se trata de
permanecer quien sabe en qué. No se trata de inventar unos frutos “raros” que
hay que dar para que nuestro fruto sea abundante; tampoco se trata de la
“abundancia” en general. Tenemos que dar frutos y permanecer en estos tres
ejes. ¡Repitámoslos! Amor, Mandamientos, Alegría.
¿Por qué hay que permanecer en el Amor? Porque el Padre ama
a Jesús y Jesús, con carácter transitivo, nos transmite ese amor a nosotros.
Por qué hay que guardar los Mandamientos, porque -ya nos lo
había dicho- sólo guardando los Mandamientos damos fe de nuestro Amor, Amor a
Dios que se separe de los Mandamientos, es cualquier cosa, menos Amor. Jesús ha
guardado sus Mandamientos, en consecuencia, permanece en su Amor (del Padre).
¿Podría haberse callado esto Jesús y no hablar de ello?
¡no! Porque entonces no tendríamos bases para fundamentar nuestra alegría, y
mucho menos podríamos tener Alegría; y, llegado el caso que disfrutaríamos de
alegría, no sería la Alegría con Mayúscula, la “plenitud de la Alegría”.
Estar unidos al Sarmiento, dar frutos generosos y
abundantes, permanecer en Jesús implica Amar en el Amor de Jesús: guardar los
Mandamientos, es algo inapelable, es parte de la disciplina de nuestra fe; y,
disfrutar de la Alegría de ser y permanecer en Él, es una plenitud que sólo en
Jesús podemos alcanzar. Permanezcamos pues en su Amor y en la Ternura de su
Ley.
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