Ml 1,
14b-2, 2b. 8-10; Sal 130, 1-3; 1Tes 2, 7b-9. 13; Mt 23, 1-12
Te
basta mi gracia; la fuerza se realiza en la debilidad.
2Co
12 ,9
Predica
el evangelio en todo momento, y cuando sea necesario, utiliza las palabras.
San Francisco
de Asís
…
damos gracias a Dios sin cesar, porque, al recibir la palabra de Dios que os
predicamos, la acogisteis no como palabra de hombre, sino, cual es en verdad,
como palabra de Dios que permanece operante en vosotros los creyentes.
1Tes
2, 13
No
basta con hacer cierto tipo de declaración genérica sobre la fraternidad, como
en una suerte de declaratoria verbal sin otra connotación. Urge encarnar esa
fraternidad con una orto-praxis. Consiste pues en ser capaces de –anteponiendo
la humildad- ejercer el servicio para alcanzar una verdadera amistad social. «Anhelo que en esta
época que nos toca vivir, reconociendo la dignidad de cada persona humana,
podamos hacer renacer entre todos un deseo mundial de hermandad. Entre todos:
«He ahí un hermoso secreto para soñar y hacer de nuestra vida una hermosa
aventura. Nadie puede pelear la vida aisladamente. […] Se necesita una
comunidad que nos sostenga, que nos ayude y en la que nos ayudemos unos a otros
a mirar hacia delante. ¡Qué importante es soñar juntos! […] Solos se corre el
riesgo de tener espejismos, en los que ves lo que no hay; los sueños se
construyen juntos». Soñemos como una única humanidad, como caminantes de la
misma carne humana, como hijos de esta misma tierra que nos cobija a todos, cada
uno con la riqueza de su fe o de sus convicciones, cada uno con su propia voz,
todos hermanos.»[1]
Nuestro
ser, nuestra existencia y la conciencia de esa existencia siempre va a beber en
la fuente de lo relacional. Podríamos afirmar que el ser humano es –por
excelencia- un ser relacional. Por eso, es esencial el reconocimiento del
entramado social en que nos movemos –porque es nuestro contexto- para poder
descifrar nuestra identidad y ganar sentido sobre nuestra mismidad. Nuestro
contexto como seres humanos es la relacionalidad. Inmediatamente acude al
pensamiento la clasificación de los entes con los que nos relacionamos que
solemos circunscribir en tres categorías: los trascendentes, los semejantes, los naturales. Esta no constituye
verdaderamente una clasificación puesto que no son clases mutuamente
excluyentes y –tras bambalinas- afirma que lo trascendental no es natural, que
nuestros semejantes tampoco lo son y que lo semejante y lo natural no son
trascendentes; implicación tácita que tendría que ser vista con ojo crítico.
En
muchas ocasiones se apela a otro expediente clasificatorio y se enlistan las
relaciones según sean de carácter parental, gubernamental, espiritual, jurídico,
comercial, profesional o disrelacional. Podemos empezar, entonces, a distribuir
en los respectivos elencos las
relaciones que vamos examinando: rabí, padre,
diacono, rey, sacerdote, legislador, escriba,
arcángel, hermano, senador, vecino, fariseo, traidor, vencedor, exégeta,
enemigo, amanuense, levita, comandante, abuela, publicano, exarca, apóstol, carpintero,
madre, ley, víctima, dictador, estafador,...
El
más alto riesgo en este ejercicio -comprensivo e indispensable para situarnos
en nuestra realidad existencial- consiste en pretender agotar con el rótulo al
“ente” examinado y este error evidentemente se conecta con dos factores a tomar
en cuenta: el análisis diacrónico, valga decir que el mismo “ente” puede asumir
sucesivamente diversas funciones relacionales, es el caso de la misma persona
que en momentos diversos es abuelo, juez, cliente y pasado mañana es elegido
alcalde; por otra parte, -como se evidenció en el ejemplo anterior, no se significa
que “la persona” en cuestión, haya dejado de ser lo uno para llegar a ser lo
otro, sino que la misma persona puede enlistarse simultanea o sucesivamente en
diversas categorías relacionales.
Examínese
también el asunto de la cosificación de las relaciones interpersonales que se
da cuando la persona deja de tomarse como tal y se restringe su comprensión a
sólo la función que en tal caso está siendo percibida porque ni el camarero, ni
el presidente ni la azafata son única y exclusivamente lo que estas palabras
encierran, sino –y eso debemos tenerlo siempre en cuenta- llevan tras de sí una
historia personal y exceden ampliamente los límites que los “estereotipos” implican.
«A partir del “amor social” es posible avanzar hacia una
civilización del amor a la que todos podamos sentirnos convocados. La caridad,
con su dinamismo universal, puede construir un mundo nuevo, porque no es un
sentimiento estéril, sino la mejor manera de lograr caminos eficaces de
desarrollo para todos. El amor social es una “fuerza capaz de suscitar vías
nuevas para afrontar los problemas del mundo de hoy y para renovar
profundamente desde su interior las estructuras, organizaciones sociales y
ordenamientos jurídicos”»[2]
Este
Domingo XXXI del Tiempo Ordinario, del ciclo A, nos invita a mirar con atención
y llevando en giro el reflector, sobre las relaciones
interpersonales -y, muy particularmente, a ciertas categorías trascendentes
y de mediación con lo trascendente, que interesan con especial realce- a la
comprensión de los fenómenos de la fe. Partimos de relaciones “terrenales” para
poder hablar de las relaciones “trascendentes” y, se aplican a Dios, categorías
humanas para vislumbrar con Quién y cómo relacionarnos, para tratar de entrever
cómo tratar y cómo somos tratados por el Otro.
La
Primera Lectura es un llamado a la fraternidad, a la fidelidad, porque estamos
unidos como familia en Alianza y no honramos la Alianza con Dios si en vez de
ser fieles somos traidores. Ya Malaquías (Mi Mensajero; mensajero es una importantísima designación relacional, es uno de
esos encargos de “transmisión” de lo trascendente a lo inmanente), nos trae en
la Primera Lectura la revelación de Dios sobre su relación “gubernamental” con nosotros. Ahora que
decimos gubernamental, cabe retomar el origen de la palabra gobierno, que no es
para nada político, ni estatal, sino más bien náutico, porque se refería a “pilotar
una nave”. Dios afirma que es Rey (Melek) מֶ֨לֶךְ,
y –aquí otra vez vale retornar sobre la
quintaesencia de este “término relacional” que proviene de una voz indoeuropea reg-
de la que brota la voz latina rex, y
que alude a “ir en línea recta” (esta misma raíz está en la palabra “regla” que
nos viene del latín regula); si
hilvanamos estas dos etimologías podemos descubrir en la palabra rey el significado del marino que lleva
su embarcación rectamente. Aquí rectamente ya no significa “en línea recta”
sino dentro del “derecho”, o sea, que la conduce –salvando escollos y evadiendo
tempestades- a puerto firme. Dios se nos da a conocer, se revela como Prudente
y Sabio Guía que sabe para dónde y cómo llevarnos a salvo; sabe –además-
corregir el timón, cuando el curso va errado o cuando, al torcerlo, nos
dirigimos al abismo. Y precisamente el reclamo que les hace Dios a los levitas
es el “haberse desviado del camino recto” (Ml 2, 8a); porque אֵֽינְכֶם֙ שֹׁמְרִ֣ים אֶת־דְּרָכַ֔י no han permanecido en Su Senda (Derek דְּרָכַ֔י también se traduce “línea”, “camino”) (Ml 2, 9b); e,
inmediatamente, los recrimina por su “parcialidad al enseñar la ley”. (Ml 2,
9c).
Acto
seguido, aparecen dos nuevas designaciones-relacionales: אָב Padre y Creador.
Este último proviene del verbo בָּרָא (que en otras lenguas
arábigas además de significar dar forma a algo o a alguien, también significa
la escritura con estilete), verbo que estrictamente, en lengua hebrea, está
reservado a Dios, Único-Verdadero-Creador, (que nosotros de manera abusiva,
hacemos extensible a los artistas, por ejemplo) que significa “escogencia”, en
el sentido de “destinar para”… valga parafrasear explicando que Dios crea para
que la criatura cumpla una “misión”, no
crea para distraerse (porque Dios no se aburre), no crea para ensoberbecerse
(‘porque Dios no es víctima de la arrogancia, ni de la Vanidad), no crea para
exhibir maestría (porque Dios no necesita competir o superar) y, lo hace todo
perfecto (no por altanería) sino porque de Manos Perfectísimas, ¿cómo podría
brotar algo distinto? Otros objetarán ¿cómo es posible que seamos tan frágiles
si hemos sido hechos perfectos? Y, allí es donde se imponen los límites de
nuestra naturaleza humana que nos impiden una comprensión trascendente. Para
nuestra mente es inalcanzable que la fragilidad que nos hizo víctimas sea
precisamente el argumento invencible de nuestra perfección. Demos un primer
argumento, sólo como primer anticipo y como provocación para que en nuestras reflexiones
exploremos la Bondad Ineluctable de un Dios tan Grande y tan Omnipotente que
envió a su Hijo a nacer en un pesebre en un oscuro y olvidado rincón del
planeta, en Belén, de dónde –ya lo sabemos- se prejuzgaba que nada bueno podía
provenir. El abrebocas que queremos insinuar consiste en que esa fragilidad que
parece imperfección, es precisamente el requisito inevitable para llegar al
Amor, al amor Ágape, a ser capaces de Misericordia; o sea, para poder alcanzar
la perfección del Amor a la manera Divina, para podernos cristificar
requeríamos podernos abajar a la manera del Perfecto-Adán; se requiere kénosis para hacernos parte del Cuerpo
Místico de Cristo, y eso es imposible si nuestro corazón es pétreo, la única
manera de lograr un corazón blando y dulce, manso y tierno era precisamente lo
que nos parece tan negativo y débil: la fragilidad. Ya San Pablo nos enseñaba
que: “Así
que muy a gusto me glorío de mis debilidades, para que resida en mí la fuerza
de Cristo. Por eso vivo contento en medio de las debilidades, los insultos, las
privaciones, las persecuciones y las dificultades sufridas por Cristo. Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte.
(2Co 12,9b-10).
Miremos la instrucción que nos prodiga el Salmo de este
Domingo para ascender esta Senda (se trata de un salmo de subida, o sea para
entonar mientras se subían las etapas desde al punto de partida, hasta la
llegada a Jerusalén y hasta el momento de abandonar nuevamente Jerusalén hacía
el lugar de partida; pero esta “subida” no es sólo la peregrinación al Templo,
es también y se relaciona con la ruta ascética que es la Senda del Señor, la
línea recta hacia el perfeccionamiento cristificador):
a) Señor,
mi corazón no es ambicioso,
b) ni
mis ojos altaneros
c) no
pretendo grandezas que superan mi capacidad
d) acallo
y modero mis deseos, como un niño en
brazos de su madre Sal 130, 1
La Segunda Lectura, tomada de la Primera a los Tesalonicenses,
señala otras pautas kenóticas:
a) portarnos
con delicadeza como una madre que cuida con cariño de sus hijos (nuevamente,
como en el salmo, se presenta esta idea de ser tan “infantiles” como bebés en
brazos maternos)
b) tener
a nuestros prójimos en tanto que no sólo se lleve el anuncio de una doctrina sino que queremos entregar nuestro
ser integro; y eso, movidos por amor, no por ningún otro interés
c) y,
último, pero no menos, evitar serle gravoso a alguien
Este decurso de la perfección-imperfeta, que sólo es
aparencialmente imperfeta, nos suena paradojal. Y, sin embargo, la instrucción
que nos trae Jesús para este Domingo toca su cúspide en el Santo Evangelio, con
esa frase digna de ser gravada, con letras de oro, en el núcleo mismo de
nuestro corazón: ὁ δὲ μείζων ὑμῶν ἔσται ὑμῶν διάκονος. El primero entre vosotros será vuestro servidor. Aquí ya se nos dice cuál es la categoría cumbre en la
escala relacional: ser “diacono” que queda exactamente traducido como
“sirviente”.
Lo mejor, la cumbre de la escala de valores en materia
relacional no es la gerencia, ni la presidencia, ni mucho menos la jefatura; el
primero y el mayor es el sirviente. Y ¿cuáles son las virtudes que adornan al
sirviente?
Demos un breve vistazo a la dimensión Misericordiosa de la
fraternidad, expresada con los “gestos” del sirviente.
Hablemos del servicio con las tonalidades que en él nos descubre Papa
Francisco: «En estos momentos donde todo parece diluirse y perder consistencia, nos
hace bien apelar a la solidez que surge de sabernos responsables de la
fragilidad de los demás buscando un destino común. La solidaridad se expresa
concretamente en el servicio, que puede asumir formas muy diversas de hacerse
cargo de los demás. El servicio es “en gran parte, cuidar la fragilidad. Servir
significa cuidar a los frágiles de nuestras familias, de nuestra sociedad, de nuestro
pueblo”. En esta tarea cada uno es capaz de “dejar de lado sus búsquedas,
afanes, deseos de omnipotencia ante la mirada concreta de los más frágiles. […]
El servicio siempre mira el rostro del hermano, toca su carne, siente su
projimidad y hasta en algunos casos la “padece” y busca la promoción del
hermano. Por eso nunca el servicio es ideológico, ya que no se sirve a ideas,
sino que se sirve a personas”»[3]
a)
Ante todo, no es un tema de palabras,
sino de hechos, hemos de juzgar por los hechos, no por los discursos; hemos de
predicar sólo como último recurso, con palabras, y siempre que podamos con
hechos.
b)
El punto no está en ser escribas (o sea
eruditos o exégetas), ni fariseos, que son separatistas aferrados a la letra de
la ley
c)
El tema no es llevar cajitas con frases
de la Sagrada Escritura, o blandir esas frases, o esgrimir estampitas de
Santos, medallas y rosarios; tampoco en volver los sacramentales objetos de
bisutería, alargando las “orlas del manto”.
d)
No buscar los primeros puestos, y mucho
menos atesorar reverencias
e)
No hacerse llamar maestro, porque no hay
sino un Maestro, y ese es Jesucristo.
f)
No hacerse llamar Padre, porque el Único
Padre es Dios-Padre
g)
En fin, no buscar ser enaltecido
h)
Y, el sustrato estructural de lo humano-relacional,
que consiste en el reconocimiento del axioma: “Todos vosotros sois hermanos”.
El más alto rango posible es ser hermano fiel. «Contemplar
al Señor es, al mismo tiempo, fascinante y tremendo: fascinante, porque Él nos
atrae hacia sí y arrebata nuestro corazón hacia lo alto, llevándolo a su
altura, donde experimentamos la paz, la belleza de su amor; y tremendo, porque
pone de manifiesto nuestra debilidad, nuestra inadecuación, la dificultad de
vencer al Maligno, que insidia nuestra vida, la espina clavada también en
nuestra carne.»[4]
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