Sab
6, 1-11
Nos
tienen que preocupar enormemente las tergiversaciones que se acrecientan día a
día hasta volverse una densa neblina que enceguece a todos. Todos parecemos
horriblemente afectados en nuestras percepciones, lo que vemos y lo que oímos
se vuelve tan confuso que no los vemos ni siquiera como árboles que caminan,
sino como espejismos y fabulaciones. Por el contrario, nuestra afectación del
buen sentido, nos lleva a ver como sanos y correctos los juicios deformados y
las mentiras propaladas. Ya no sabemos qué es qué, porque desde arriba se
impulsa la “confusión” con el pretexto de “liberarnos”.
Uno
de los elementos de mayor distorsión es el concepto de autoridad. Volvamos a
sus orígenes y veremos que todo el poder otorgado a los “lideres” y “gobernantes”
se les entregaba para permitir el “florecimiento” de cada uno de los
gobernados. Hoy en día, cualquier “político” se asombra de esta definición y,
así sea de manera taimada, su real pensamiento consiste en favorecerse a sí
mismo y lucrar su peculio y el de sus cercanos con prebendas ilimitadas. Además,
de devolver los compromisos fraguados para maniobrar su “elección”. Aún los propios
gobernados, auspician el engaño, siempre que haya a la vista alguna posibilidad
de obtener lucro de su ascenso.
En
aquellos días, era claro que Dios les entregaba la “autoridad” para favorecer a
todos los “súbditos”, pero poco a poco, avanzó la neblina y la ceguera, hasta
que, por fin, la confusión y el desengaño derribaban todo el ánimo y la
confianza depositada.
A
todos les pareció incuestionablemente “razonable” que los gobernantes -bajo
cualquier nombre y título- arguyeran que su “poder” dimanaba de ellos mismo y
no de Dios, que ahogaran, hasta el olvido, la misión “promotora” de sus
gobernados, y todo lo redujeran al engorde de sus billeteras. Los “teóricos” y “propagandistas”
pagados por estos auto-divinizados, les construyeron cómodos castillos de arena
para que el divorcio de fe y gobierno hiciera más fácil la irresponsabilidad
moral y la falta de compromiso con la honestidad.
El
texto de Sabiduría en la perícopa que se lee hoy, establece tres pilares del
edificio gubernativo.
1) El poder dimana de
la Soberanía del Altísimo.
2) Los poderosos serán
“inspeccionados” con rigor.
3) Los gobernantes
deben guiarse por la “Voluntad de Dios”.
Y,
allí se nos explica que, al más pequeño, se le perdona por piedad, pero a los
poderosos -vista su responsabilidad- se les juzgará con todo rigor.
Leamos
la última parrafada con toda seriedad y profundicemos en su Mensaje: «Los que
cumplen santamente las leyes divinas, serán santificados, y los que se
instruyen en ellas encontraran en ellas su defensa. Así, pues, deseen mis
Palabras; anhélenlas y recibirán instrucción».
Sal
82(81), 3-4. 6-7.
Salmo
del Profeta. El profeta muchas veces fue comisionado para que desenmascarará la
impiedad de las gentes, y, en su edad de oro, su misión era “tirarles las
orejas a los gobernantes” para evitar que se hicieran “de la vista gorda”. De esta
manera el Señor -por mediación de su profeta- prevenía, en particular a los
poderosos, del gobierno civil, del religioso o de ambos, de caer en el pecado
de no reconocer, de olvidar, que tenían poder para favorecer y promover a su
Pueblo y que ese poder se los había depositado el Señor.
Se
han tomado sólo cuatro versos para definir dos estrofas, que suenan timbres y
baten campanas, previniendo su injusticia.
1ª
estrofa: Al gobernante se le encarga proteger al desvalido y al huérfano tanto
como hacerle justicia al humilde y al necesitado, porque ellos están ahí para
defender al indigente y librarlos del opresor.
2ª
estrofa: Puede que se las den de “hijos del altísimo” -como lo pretendían los
reyes y reyezuelos de toda laya- que no tenían agua en la boca para hacerse
esculturas y proclamarse divinos, lo que dio pábulo a una tradición de
endiosamiento y culto de la personalidad, en cuyo sostenimiento se gastaban
cuantiosos impuestos cobrados para levantar los monumentos y honrar la memoria
de esos mismos a los que Jesús, más tarde denunciará, fueron los hijos que
honraron la memoria de los criminales y para disimular, les levantaron
mausoleos a los profetas que habías sido víctimas de los opresores, sus propios
padres y abuelos.
¿Qué
pide hoy el verso responsorial? Que Dios haga Justicia, que Él -como Sede de
todo Poder Verdadero- se levante y arranque las máscaras, de esos “príncipes”
simulados y vayan a dar al Sheol. Esos que se hacen llamar וּבְנֵ֖י עֶלְיֹ֣ון [yubene
elyon] “hijos del Altísimo”.
Lc
17, 11-19
Hoy
en el Evangelio se nos cuenta sobre los diez leprosos que vinieron a implorar
sanación de manos de Jesús: El los envío a presentarse en el Templo, ante los
sacerdotes, y sólo habiendo emprendido el camino, ya alcanzaron “sanación”. Uno
dice, ¡qué bueno, lo lograron! Pero al llegar al final de la perícopa
descubrimos que no sólo es importante curarse, que lo realmente importante es
¡alcanzar la Salvación!
¿Quién
alcanza la salvación? ¿un fiel judío? ¡No!”, sino -según la opinión muy
farisea- un despreciable samaritano, valga decir, un cuasi-gentil, alguien que
mezclaba la fe neta judaica con deidades e ideas “paganas”, al volver del
exilio vinieron atravesados por ideas sincréticas. ¡Qué barbaridad! (Opinaban
ellos, los judíos).
¿Qué
fue lo interesante de este “samaritano”? ¿Qué hizo de especial que lo trajo a
ser el motivo y causal de la moraleja? Que fue él quien aplicó la εὐχαριστῶν [Euchariston] “Acción de Gracias”, o sea, la acción
celebrativa con la cual el hombre reconoce la Grandeza, la Bondad, la Misericordia
Divina y pone la luz de la oración en su corazón para no dejar indiferente el “Don”
recibido. No es que lo pague, que no hay cómo pagar un “don” así; pero se hace
intensamente consciente que, Dios lo ha escuchado, y brota el raudal de la
gratitud.
¿Y
cuál sería entonces la moraleja? Que los católicos no somos sectarios, que
pueden llegar fieles de cualquier parte, de cualquier nación y cultura y ninguno
de ellos ha de tomarse como un caso perdido. a ninguno tenemos por qué darle
trato de “incurable”, de “leproso”, de “caso sin remedio”. Nos cuestiona
profundamente porque hemos visto personas muy obcecadas, pero la moraleja es
incontestable. Y, ¡esa es la enseñanza de Jesús!
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