Sab 6, 12-16; Sal 62, 2.
3-4. 5-6. 7-8; 1Tes 4, 13-18; 25, Mt 25,1-13
¡Cuántas veces he
querido reunir a tus hijos como la gallina reúne a sus pollitos bajo las alas!
Mt 23, 37c
Y, si no cambio mi manera de pensar y de querer
¿con qué cara me presentaré
a tu juicio final, Señor?
Averardo Dini
El
tema de la fraternidad como vocación originaria no se abandona en la sustancia
del texto escatológico del capítulo 25 del Evangelio según San Mateo. En el Domingo
XXV del ciclo A, entramos en lo definitivo del Reino, trabajar por la justicia
para así construirlo. A partir de allí ya estábamos en el Quinto Libro del
evangelio Mateano, que abarca los capítulos 19 a 25. Mateo que nos ha mostrado
a Jesús como el Nuevo Moisés pasa a mostrárnoslo como el Juez del final de los
tiempos. A partir de este Domingo XXXII accedemos al núcleo escatológico – a lo
cual dedicaremos estos últimos tres Domingos de este año litúrgico- dicho
núcleo gira en torno al Juicio Final, la conclusión de los tiempos, que para
nosotros es el de “la Segunda Venida”, la Parusía: “Pues Él Mismo, el Señor, cuando se dé la orden, a la voz del Arcángel
y al son de la Trompeta Divina,
descenderá del Cielo, y los muertos en Cristo resucitarán en primer lugar.
Después nosotros, los que aun vivimos, seremos arrebatados con ellos en la
nube, al encuentro del Señor, en el aire. Y así estaremos para siempre con el
Señor.”(1Tes 4, 16-17)
En
primer término, este Domingo, examinaremos la parábola de las 10 vírgenes. El
próximo Domingo miraremos otra parábola, la de los talentos; y, finalmente, en
la celebración de Cristo Rey, -festividad que se celebra en el Domingo XXXIV de
cada ciclo- veremos “el Juicio de la Naciones”. Con lo que cerraremos ese
retablo escatológico.
Γρηγορέω
es el verbo pivote: ¡Velad! ¡Permaneced vigilantes! ¡Estad despiertos! ¡Sed
responsables! ¡Sed prudentes! Se trata de no ser necio, tonto, sino de ser
sabio, prudente, previsor. Velad viene del latín vigilare. Miremos el cuadro referente a las bodas como se
desarrollaban en los tiempos de Jesús: La Chica comprometida, es decir, la que
detentaba la promesa matrimonial y que por eso conocemos como la “prometida”, aguardaba
la llegada del Novio junto con sus amigas, había mucho de suspenso en lo
referente al momento preciso en que iba a llegar el Novio a recogerla, había un
“alrededor de”, -más o menos un año después del “compromiso”- pero no un
conocimiento preciso del instante de irrupción. En el momento dado, se presentaba
“el Encuentro” y, era entonces que verdaderamente iniciaba la fiesta. Al
iniciar, se cerraba la puerta, ya no se podía acceder, el ingreso posterior
estaba vetado. Sin embargo, si por alguna situación excepcional, alguna de las “amigas”
llegaba tarde, el novio le podía abrir y –una vez reconocida- era admitida. Las
“linternas” de aceite resultaban imprescindibles pues otro muchacho, al amparo
de la oscuridad bien podría hacerse pasar por el verdadero prometido, en eso
consistía la sabiduría de llevar lámparas
para alumbrarse y, la prudencia, en tener alcuzas con aceite de reserva, puesto
que este se agotaba conforme progresaba el tiempo y avanzaba la oscuridad. Solo
la necedad podría explicar que se descuidara el aprovisionarse del combustible,
algo así como –hoy día- no llevar la power-bank a sabiendas de no tener donde
conectar el celular para recarga (máxime cuando “la linterna” está incorporada
al celular).
Es
fundamental tener presente para qué necesitaremos la “Luz”: para dar inicio a γάμος la “fiesta de bodas”. No entramos a una
asamblea, no a una conferencia, la invitación no es para ir a un gimnasio
eterno, ni para asistir a un juzgado celestial a presenciar juicios (para
recoger de primera mano las vergüenzas de cada quien), ni siquiera la invitación
se relaciona con el cuidado eterno de un jardín; seamos conscientes que nuestra
invitación, nuestro propósito a largo término, consiste en el gozo pleno de asistir
a las Bodas-del-Mesías. Haciendo alusión al que vio pasar el Bautista, “el
Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29) solemos hablar de
“las Bodas del Cordero” al enlazar con la visión en el Apocalipsis en el
Capítulo Séptimo, página Bíblica que se conecta y complementa perfectamente con
este capítulo -que estamos considerando- el vigésimo quinto del Evangelio según
San Mateo.
Vamos
con el “pero”. La cuestión de estar
vigilantes, de velar continuamente se puede enfocar de dos maneras diversas. En
un enfoque -muy tradicional- el asunto de la vigilancia -que más bien
deberíamos denominar la “fidelidad”- tiene como objetivo de fondo la Salvación,
permanecemos atentos para salvarnos. Sin embargo, nos parece que tal vez no sea
este el enfoque más “salvífico”, el más saludable. ¿Eso por qué? Porque pone en
el centro el egoísmo y pierde de
vista lo “relacional”. ¡Si!, precisamente el eje que se nos reveló el Domingo
previo, cuando considerábamos Mt 23, 1-12. Decíamos que el reflector tenía que
dar un giro de 180º -aparece entonces este otro rumbo- para enfocar las
relaciones con Dios, con los otros y con la naturaleza. Siendo así, el énfasis
no consiste en “salvarme”, consiste en el goce eterno que vamos a compartir y que, queremos que nuestros
“hermanos” disfruten también. «Necesitamos desarrollar esta consciencia de que
hoy o nos salvamos todos o no se salva nadie.»[1] Claro es que, esa “vigilancia” no recae
en nadie distinto de nosotros mismos, porque nadie –aparte de cada uno- es
responsable de desear para nuestro “semejante” el poder compartir del disfrute
inextinguible.
¿Cómo
es esto? ¿Entonces, por qué las vírgenes φρόνιμος
“sensatas” (prudentes, sabias) no les compartieron su aceite a las μωραὶ necias? Precisamente porque nadie, aparte
de uno mismo, puede asumir sus propias responsabilidades; nadie puede velar
en reemplazo de su hermano; esa es una decisión muy personal. Puedo ofrecerte,
inclusive mostrarte cual es el camino, inclusive puedo caminarlo a tu lado (muy
sinodalmente), apadrinarte en el cuidado para que no lo yerres, para que lo
recorras con acierto; lo que no puedo, es recorrerlo por ti, esa parte, es
competencia personal. La palabra φρόνιμος tiene como prefijo φρήν
que se refiere al fuero más personal, en una gráfica serían las “inmediaciones
del corazón”, este prefijo habla de la individualidad, de aquella zona interior
donde se regulan nuestras acciones, nuestro comportamiento, algo así como la
“consciencia”. Volvamos a la cuestión de por qué no compartieron el aceite, lo
que a primera vista puede sonar cicatero: es que puedo asesorarte explicándote
quien es el Novio, ayudándote a describir sus facciones para que lo
identifiques con precisión, puedo ayudarte a vestirte y a peinarte para que
estés listo a Su Llegada; lo que no puedo es, amarlo por ti, estar en vez de
ti.
Entonces,
recapitulemos: Nadie más puede “vivir alerta” sino cada uno; pero, al
catequizar, soy responsable de advertirte que cuando Dios te llamó para
dignificarte con su Amor, surgió una responsabilidad que nace espontáneamente
de la conciencia de ser amado, de “responderle” a Dios. Ser amado, pues,
implica ser responsable. Frente al amor se puede decir “lo acepto” o, por muy
triste que suene, “lo rechazo”; lo que no se puede es “hacerse el loco”. Pues
Dios te amó hasta el extremo, no por Su Propio Interés, sino por Pura
Generosidad (la que, a falta de otra claridad, llamamos Misericordia + Gratuidad,
porque es la facultad de ponerse en los “zapatos del otro”, y sentir como
propio el dolor que lo azuza, desearle y trabajar para que su remedio sea el
Bien) y frente a esa donación voluntaria no podemos pasar desapercibidos. «… Existe la
gratuidad. Es la capacidad de hacer algunas cosas porque sí, porque son buenas
en sí mismas, sin esperar ningún resultado exitoso, sin esperar inmediatamente
algo a cambio… Hemos recibido la vida gratis, no hemos pagado por ella.
Entonces todos podemos dar sin esperar algo, hacer el bien sin
exigirle tanto a esa persona que uno ayuda. Es lo que Jesús decía a sus
discípulos: “Lo que han recibido gratis, entréguenlo también gratis” (Mt 10,8).»[2]
Formar
en nosotros esa misma voluntad de ser generosos, de interesarnos por “el
aceite” de nuestros hermanos, por advertirles que lo van a requerir, por
obsequiarles “alcuzas”, por lograr que las lleven cerca de su corazón y no se
separen de ellas para que no los vaya a coger la hora de las tinieblas sin la
“Luz” a mano; es la respuesta dadivosa que se espera de cada uno. Muchas veces
hemos “metido la pata” predicando la urgencia de la Salvación dando por sobre
entendido- que es la propia y no más, los otros, que se pongan una “curita”
(nos referimos a una tira de esparadrapo, con un cuadrito de gasa en el centro destinada
a proteger una herida pequeña), si tienen… Cuando la fraternidad está entramada
con el hilo maestro de la sinodalidad formando la urdimbre que llamamos
Comunión. Y –así como Dios- no por egoísmo, sino por magnanimidad, preocuparnos
–no por la propia salvación- sino por el “anuncio” a los otros de todo ese Amor
esplendido que se irradia y alcanza a “una multitud enorme, la cual nadie podía
contar, de toda nación, raza, tribu y lengua, que estaban delante del trono y
en la presencia del Cordero, vestidos de estolas blancas, y con palmas en las
manos; y clamaban a una sola voz, diciendo: La victoria a nuestro Dios que está
sentado en el trono, y al Cordero” (Ap 7, 9-10). Nuestra misión, nuestra
responsabilidad es mostrar que esa “Sabiduría” ese velar en favor de los otros,
nos sale al paso, nos aborda benigna en los caminos (Cfr. Sab. 6, 16). Precisamente
en el Libro de la Sabiduría, en esta misma perícopa, se presenta la vigilancia,
en el verso 15, como “prudencia consumada”. «… me parece que la palabra
salvación como la estamos entendiendo por regla general consiste en que uno se
muere y se va para el Cielo. Entonces se dice que se salvó. Yo no estoy negando
eso, pero la salvación acontece aquí antes de morirnos. Algo más, ni siquiera
la Iglesia es un instrumento para que yo me salve, sino un instrumento para que
yo salve al otro antes de que yo me muera… Uno salva en la medida en que
participa lo divino que uno posee al otro.»[3]
También
el salmo 63(62), salmo del Huésped de Dios, nos lo presenta como el “mantenerse
despierto” sedientos de Dios. Desde el enfoque de este Salmo, Jesús mismo nos
conduce al “santuario de la conciencia” donde el Templo verdadero está en ese
núcleo de la personalidad, en el fuero interno, en la periferia del corazón.
Aunque a eso aludirá más tarde, en el capítulo 16, verso 61, el mismo Mateo
(perícopa que leímos esta semana, el jueves 9 de noviembre en la Celebración de
la Dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán): “Puedo destruir el ναός Templo de Dios y reconstruirlo en tres
días”. Ναός es “la morada de Dios”, el “Santuario”, esa parte del Templo donde la
presencia de Dios mora, desde la perspectiva en la que Jesús habla, se refería
al φρήν, que comentamos
arriba. Desde la cual aceptamos o rechazamos el Amor donado: «sed en el cuerpo
y en el alma. Sed de tu Presencia, de tu Visión, de tu Amor. Sed de ti. Sed de
las aguas de la vida, que son las únicas que pueden traer el descanso de mi
alma reseca… resplandor en la noche y melodía en el silencio. Te deseo y te
amo. En Ti espero y en Ti descanso. Aumenta mi sed, Señor, para que yo
intensifique mi búsqueda de la fuentes de la Vida.»[4] Esa es la sed que debe regular nuestras acciones y orientar
nuestro corazón al optar nuestros comportamientos. Fraternidad, generosa
solidaridad, buenas intenciones y buenos deseos para los otros, deseos de
hacerles llegar y hacerles accesibles los dones que Dios nos ofrece, voluntad
de compartir el regalo sin igual que nuestra fe nos da. ¿Habría justicia en
escatimarlo sólo para ti, o para unos cuantos? Jesús lo ha querido para todos “los
pollitos”. ¡Este regalo está destinado a una multitud enorme, incontable!
Ayúdale al Cordero a reunirla.
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