Bar
4, 5-12. 27-29
¡Ánimo
Pueblo mío!
Este
pueblo manejó varias ópticas; a) Que Dios estaba tan bravo, tan furioso, que en
cualquier momento los iba a borrar de la historia, b) que -quizás- Dios se
había ocupado de otra cosa, y en ese momento, no estaba disponible para
atenderlos; o c) que Dios era impotente frente al poder de los dioses
babilonios, así que le tocaba quedarse callado, y dejar actuar a las
divinidades extranjeras. Por eso, esta profecía de Baruch tiene tanta
importancia, porque era un mensaje de consolación y esperanza. Oigan la
Profecía: ¡Claro que Dios no está complacido en la infidelidad de su pueblo!
Pero eso es una cosa, y otra cosa es el corazón maternal-paternal de YHWH.
¿Cómo no iba a “molestarlo que su pueblo adorara y ofreciera sacrificios a los
demonios babilónicos? Pero, de ahí a que Dios estuviera revolcándose en
rencores, o en indiferencia hay una distancia de “miles de leguas”.
En
la Lectura de hoy, Israel se presenta en la figura de una Viuda; se ha dicho
que la “viuda” es emblemática de sus “pequeñines”, esos que Él tanto ama. Ya en
(1R 17, 17-24), Elías -comunicando la sensibilidad compasiva de Dios- resucitó
al hijo de la viuda de Sarepta, porque Dios no abandona, no traiciona, no desprotege,
y -todo lo contrario- hace derroche de su Misericordia. Muerto el hijo de la
“viuda”, esta quedaba en la más atroz indefensión, por eso lo devuelve a la
vida. Este “milagro” no tiene por objetivo darle prestigio a Elías, no es un
regalo que le hace Dios al profeta para que este se colme de fama. Triste y
pobre interpretación cuando uno lo traduce como “Elías era uno de los grandes
profetas”; lo que Dios nos da a entender, es que, desde muy antiguo, Él nos
está mostrando que su Poder es ilimitado: la muerte es el enemigo más letal del
ser humano, este signo lo que nos dice es que no hay ningún poder -por temible
que nos parezca- que Dios no puede derrotar. Y, aún más, que YHWH siempre cuida
y cuidará del desvalido.
La
viuda de la perícopa, nos personifica hoy, para que no vayamos a creer que Dios
los iba a convertir en una nación poderosa, que iba a equipararlos con los
babilonios, sus zigurats, su esplendoroso culto a Marduk, sus ciudades, su
poderío; lo que Dios les está mostrando es que -así de pequeños, de pocos, de
débiles como una viuda, así en ellos se mostrará su Poder, y Él los sabrá
cuidar, y sostener.
Fundamentarse
en su identidad como “pueblo elegido”, no consistía en darles condiciones de avasallamiento
para ejercer poder sobre la tierra de los otros pueblos, para hacerlos morder
el barro y que sus espaldas saborearan el sabor de su crueldad; lo que los
israelitas iban a saborear era su Misericordia Infinita, somos “pueblo elegido”
porque Dios no está cautivo en la tierra de Jerusalén, no está preso en el
Templo, así como había caminado en el Desierto acompañándolos con sinodalidad
en el Éxodo, que no les mando llover “platos gourmet” del Cielo, sino sencillo
Maná. Lo que hay que entender y sentir es que, aun estando expatriados, el amor
de YHWH no había terminado, que en el corazón de Dios seguía vivo el אהבה
[ajavah] “Amor”. Dios no es desgracia eterna, Él se abre paso en medio de la infidelidad
y se llega a nuestro lado.
Responsabilidad:
Tampoco nos exceptúa de la responsabilidad. Lo que ha pasado, el destierro, la
deportación, no son caprichos de Dios; tampoco, está Dios prolongando esta
tribulación hasta relamerse los labios, gustoso por nuestro padecer; los que
nos estamos demorando somos nosotros, en extraer la “sabiduría” que nos regala
a través de cada experiencia que vivimos. Es necesario cambiar, si queremos que
la viuda rescate su hijo de la fosa, y su familia de la expatriación: ¡hay que
dejar el pecado!: ¡vuélvanse a buscar a Dios! Esa es la convocatoria.
No
es un camino de perdición, no es una ira de Dios que quiere vengarse -nosotros
siempre nos hemos imaginado a “dios” como un sádico que quiere ver correr mares
de sangre; lo que Él quiere es revelarnos su “Enseñanza”; quiere que su amado
pueblo adquiera una sólida formación que les ayude a ser menos débiles, más
fieles, más firmes: Dios quiere regalarnos una “sabiduría”, una sabiduría
estable, una sabiduría permanente, que no se nos evapore de inmediato; y esa
sabiduría estallará en gozo, no somos sabios para estar en un rincón
gimoteando, somos sabios para que nos valoremos, porque si no nos amamos a
nosotros mismos, seremos incapaces de distribuir el amor: ¿recuerdan? “nadie
puede dar lo que no tiene".
Una
pieza maestra de la sabiduría consiste en saber dónde buscarla, seguro que no
está en las riquezas, ni en las mercancías, seguro que no está en las láminas
de los santos, ni en los bultos de yeso, sino en la virtud y la experiencia de
vida en Jesucristo que ellos nos legaron; la sabiduría está en el corazón de
Dios, y es allí donde hay que ir a buscarla.
Como
Él es "Dios con nosotros", -eso no lo podemos descuidar- hay que entretejerlo con
el Nuevo Testamento, Dios vino -así lo declara San Juan- y puso su Tienda en
medio de nosotros. La Sabiduría puso su “campamento” en medio de nosotros: Puso
allí “La Tienda del Encuentro” (Jn 1, 14).
Sal 69(68),
33-35. 36-37
Cuando
estamos, ya casi, “tocando fondo” por fin nos llega esa claridad Divina que nos
permite ver lo que en las condiciones de prodigalidad se nos escapa. Jesús,
cuando entra al Templo y lo descubre, convertido en una cueva de ladrones,
descubre dolorido el colmo de nuestro naufragio y la penuria de nuestra fe.
Este
es un salmo de súplica. Ahí sí, cuando se descubre la gravedad de nuestros
descalabros, y vemos venírsenos encima las consecuencias de nuestros actos, ahí
sí, porque descubrimos que no hay ningún recurso, ahí sí, sabemos abandonarnos
en las Manos del Padre. Este abandono -sentimos que agrada al Señor- porque es
consciencia de que Él y sólo Él, puede ser nuestra Salvación: ¡Señor, date
prisa en socorrerme!
La
viuda es personificación en le Profecía de Baruch, Jesús escogió a un Niño muy
pequeño y muy frágil para ponerlo en el centro. Todos ellos son figura de los
preferidos del Señor. Este salmo se refiere a los humildes, a los pobres, a los
cautivos.
Nos
afanamos y nos dejamos caer de cabeza en el abismo porque no somos de los
bienaventurados que lo han visto; pero aquí el Salmo también es profético, para
augurarnos que serán los de nuestra estirpe los que lo verán.
Va
más profunda nuestra bienaventuranza: llagamos a dudar de verlo, y no
advertimos que seremos sus habitantes. La Nueva Jerusalén será nuestro hábitat por
toda la eternidad.
Lc
10, 17-24
Nos
encontramos aquí otra des-sintonía interpretativa que estropea la comprensión
del mensaje: Jesús ha “transferido poder a sus discípulos”. Y ellos, -ahí está
el peligro cuando se vive centrado en el propio ombligo-, se asombran de estar
manejando semejante poder, como si fuera un arma de propiedad personal, que,
una vez concluidas la batallas al lado de Jesús, se la podrán llevar a casa
como “galardón personal”.
Ellos
no podrán conservar el “sable de luz” para llevárselo a casa, entonces, ¿para
qué están ellos comprometidos en esta lid? Y, Jesús les contesta, lo
importante, lo valioso, lo que nunca pasará, el premio-eterno será tener el
Nombre inscrito en el Cielo. El Nombre es la totalidad de la persona, inscrito
es “estar grabado”, por analogía diríamos, “escrito en piedra”, o mejor “indelebles
por toda la eternidad”.
Los
discípulos están alegres por la tarea cumplida, también Jesús lo está, porque
eso que a los setenta y dos se les reveló, lo ignoran los que se pretenden “sabios”,
los que se arrogan ser “los entendidos”, los que por-de-bajean a otros porque
se creen detentadores del monopolio teológico. Una vez más, se pone en el
frontis, y se despliega en el friso, que Dios entrega todo a los νήπιος [nepios] “bebes”, “personas de
pensamiento sencillo”, “niños”.
Querer llevar para la casa el “sable de luz” es algo que
bloquea el camino de la santidad, sólo logrará recorrer ese Sendero de Amor,
quien entienda que lo que hace no es para que lo reconozcan a él, sino para
hacer actuante en nuestra realidad, en nuestro momento histórico, en nuestro
presente, aquello que nos es inalcanzable cuando nos quedamos aferrados a la “yoidad”,
a la egolatría. Y, no es porque seamos malos, sino porque somos frágiles y
dudamos como le pasó a Simón Pedro cuando quiso caminar en el agua.
Por eso, algunos estudiosos de los caminos de la santidad,
nos dicen que nadie, por muchos esfuerzos que haga, llegar a “santo”, porque no
es connatural al ser humano, sino trascendente. Como todo don teologal, en vano
tratamos de asirlo. Jesús lo dice poniendo de relieve nuestra incapacidad
cognitiva: “Nadie conoce quien es el Hijo, sino el Padre; ni quien es el Padre,
sino el Hijo”.
Aquí se da esa ruptura, ese salto epistémico. Nadie puede
alcanzar la trascendencia, por mucho que se lo proponga; pero, si el Hijo se lo
quiere dar, se lo podrá entregar, porque le pertenece por antonomasia. Quiso
Jesús hacerse visible y audible para ellos, y, en cambio, tantos “importantes”
reyes y profetas, lo tienen y lo tuvieron vedado.
Nosotros podemos apretar los parpados y fruncir el entrecejo, podemos refunfuñar y pretextar “injusticia divina”. Pero, a lo sumo, podemos -encaramarnos en un asiento- y reconocer que su Justica es tan inmensa que no la podemos captar. Pero si Jesús se alegra, esa para nosotros ya es Ley y Justificación de que el “reparto se haya hecho así, y no de otra forma”.
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