Jon 4, 1-11
Los hijos del trueno se le quedaron en
pañales
Sé
que eres un Dios bondadoso y compasivo, paciente y misericordioso, que te
arrepientes del mal.
Sería de esperar que Jonás, después de tan exitosa campaña
profética que logró la conversión de todos los habitantes ninivitas, animales
de corral y domésticos, incluidos estuviera feliz y encantado. Todos en una ola
penitencial incontenible -no perdamos de vista que es una “noveleta”, no se
trata de hechos históricos- un profeta de tal eficiencia esperaríamos que
estuviera muy agradecido y le llegara al alma el universalismo, la
“catolicidad”, de esta predicación que con mínimas palabras logró convocar a
penitencia y salvarlos de la destrucción. Este sí que habría sido un misionero
eficaz en tierras tan extranjeras.
Pongámonos a pensar, Jonás era hebreo y hablaba en hebreo;
en Nínive se hablaba el paleo-asirio; es probable que haya contratado una
agencia de traductores para poder realizar su proclamación. Lo cierto es que,
según la “noveleta”, Jonás no tiene ni una pizca de orgullo por lo alcanzado,
no experimenta ni un ápice de agradecimiento con Dios: ¡está envenenado! ¡es
una ampolleta repleta de ira! Como ya lo hemos comentado, Jonás no quería -por
ningún motivo- alcanzar la Conversión y el arrepentimiento de aquellos enemigos
del pueblo de Israel. Lo que anhelaba era que lloviera fuego, bombas de napalm.
Lo que lo habría hecho muy feliz, habría sido verlos correr desesperados, escaldados…
Ahora lo encontramos echado a morir. Sumido en los caldos
de su rabia. Cociendose en sus propios jugos venenosos. Es mucho peor que un
niño resentido por que han guardado su “juguete” favorito; le cambiaron el
canal de televisión y no lo dejaron ver el programa que tanto le gusta con
bombarderos y metralla. Se sienta en un rincón y se pone a hacer pucheros y
berrinche. Dios mismo procura darle consolación, le regala un “prodigio”,
milagrosamente crece un “ricino”, un arbusto de nada, que produce casi ninguna
sombra, pero bueno, algo es algo, y como es para él y de él, está contento…
No podía quedar el asunto así, nadie habría aprendido nada,
ni Jonás, ni los ninivitas, ni los judíos, ni nosotros. Envía Dios un gusano, y
el ricino se marchita ipso facto. Ahí sí, quién dijo miedo, ¿habían visto a
Jonás enfadado? Pues ahora está como unas mil veces más airado. ¡Está tan
furiosos, que se desea la propia muerte! Dios le repuso: «¡Y no me he de
compadecer yo de Nínive?»
Típico de los niños malcriados, quieren matar -inclusive a
su propios padres- o morirse, porque saben que los quieren y al verlo muerto
sus padres sufrirían la tristeza de su partida. Jonás le dice a Dios que está
furioso, y en ese punto viene la gran enseñanza de Dios. Si uno se entristece
porque le guardaron su juguete favorito o no le permitieron ver el programa
favorito, -esas son ridiculeces- ¿cómo no le dolería a Dios el exterminio de
toda una población? Jonás no entiende que no sólo los Israelitas son hijos,
sino que todas las criaturas y todos los seres humanos son hijos de Dios.
La noveleta de Jonás, revienta los zunchos del nacionalismo
judío, vuela las fronteras que unos humanos quieren imponerle a Dios para
secuestrarlo a su exclusivo favor. Si no superamos esta actitud, no podemos ser
obreros del Reino. Sólo seremos sustentadores de tiranías, promotores de
injusticia, peor que niños desesperadamente desconsiderados, con pataleta.
Incapaces de darnos como prójimos.
Sal 86(85), 3-4. 5-6. 9-10
Porque
Tú, Señor, eres Bueno y Clemente, rico en Misericordia con los que te invocan.
Este salmo es un Salmo de súplica. Vivimos en una extremada
confusión. Nos cuesta tantísimo el discernimiento de la Verdad. Nuestra linfa
“pecaminosa” nos enceguece, -a veces- pasan años y persistimos en la confusión,
aferrados a nuestras “convicciones” las que muchas veces tenemos por las más
firmes y más certeras, y ¡ah! Que duro es desprenderse de ellas. Al fin de
cuentas que, los grilletes fastidian, pero -y esa es la calamidad del ser
humano- uno termina acostumbrándose a ellos, y el día que alguien pretende
liberarnos, ese día defendemos nuestras cadenas a zarpazo y mordisco.
Nos vemos abocados a recorrer el camino de nuestra
liberación de mitos y prejuicios que son más deleznables y más vejatorios que
los barrotes y las carlancas. No sólo hay que luchar por desprendernos de
quienes nos mantiene cautivos, sino que además tenemos que dejar de adorar
nuestro “rincón en la celda”, y de tener en un altar los eslabones de nuestra
propia cadena. Jonás no era un “mal profeta”, no era una “mala persona”, era
una persona puesta en un momento y en un ángulo que no le permitía otro
discernimiento más luminoso. Desde su rincón en la jaula, sólo alcanzaba a ver
la fidelidad para con su pueblo, y vivía confinado en la tiniebla de “su
escondrijo”.
Habría sido feliz con una ametralladora, era infeliz con
una “profecía” que destrancaba la puerta a la penitencia contrita.
“No basta rezar”, hay que empezar por superar toda la
intolerancia que campea a sus anchas en nuestro corazón robándose el espacio de
la Misericordia; hay que remontar y desalojar todos los proyectiles de odio
ciego, todo el veneno rencoroso, toda la ira caustica. A veces desde muy niños
hemos sido alimentados -no con leche materna- sino con consignas de exterminio,
no con dialogo fraterno, sino con palo y rejo, no con un Misericordioso sentido
de projimidad sino con un apetito voraz de sangre.
¿Enséñame Señor tu Camino para que siga tu Bondad!
Lc 11, 1-4
Empecemos -mejor digamos “continuemos”- con el tema de las
barreras. Las divisiones, los sectarismos. Cuando llamamos a Dios Padre,
estamos -quizás inconscientemente- abogando por la supresión de todo tipo de
fronteras de raza, color de piel, lengua, género, clase, edad, trabajo u ocupación,
toda barrera de religión, para quedarnos con la esencia de que todos somos
hermanos y hermanas. Cuando decimos Padre (en la versión lucana de esta oración
no dice “nuestro”, tampoco dice “que estás en los Cielos), queremos decir Padre
de todos los hijos de Dios, no de tal o cual raza, color, grupo religioso,
nacionalidad, preferencia futbolística, partido político, antecedentes de
pescador o de publicano o de prostituta o de borracho: cuando decimos tolerancia
es saltar por encima de todas las diferencias.
Solamente reconociéndolo como Señor, de nuestras vidas, lo
que además significa tenerlo como nuestro legislador y aceptar su “legalidad”
como marco de fraternidad, estaremos santificando su Nombre, no lo estaremos
haciendo quedar mal. Así, su Reinado, que hemos desterrado, podrá reinsertarse
en nuestra realidad y convertirse en el Reinado eficaz de su Gracia, de su
Misericordiosa compasión. Que, por fin, las reglas de juego que son las que
rigen en el Cielo, podrán aplicarse entre nosotros, porque nosotros las
habremos acogido con aceptación. Nadie tendrá que forzarnos a su acatamiento
porque nosotros con dicha nos apremiaremos a vivir concordes con ellas. Sin bolillos,
ni policías, ni jueces, ni tribunales.
Nuestro empeño por cumplir y obedecer -que no por imponer-
dará paso a un mundo donde el pan no sea mercancía, no sea hambre, sino
abundancia, generosidad, deleite. Un mundo donde se haya olvidado el rencor
para darle paso al perdón más sincero. Cuando haya perdón habrá campo
suficiente para que el perdón divino corra y juegue y se explaye a sus anchas.
Le rogamos de último, que nos impida flaquear ante las tentaciones, esas
instigaciones que siempre nos están desviando y llamando a vivir de espaldas a
Dios. Que no nos vayamos a convertir en Jonases berrinchosos. Entonces, será
vencida -al último-, la que sólo cumpliendo los requisitos anteriores podrá ser
por fin encadenada por todos los siglos de los siglos: La muerte.
Tenemos un Mesías que es Jesús -y que precisamente por eso
lo llamamos Cristo- pero eso es
diferente al mesianismo, que consiste en sentarse muy juicioso a mirar para lo
alto, esperando en qué momento -como un meteorito gigante- caerá sobre la
tierra el Reino y aplastará a los malos y “raptará” a los buenos. Nosotros los
hijos, precisamente somos “discípulos-misioneros” porque Él nos ha puesto en la
historia, para que, en el marco de la historia, hagamos de esta realidad,
nuestro campo de entrenamiento en la construcción del Reino. Cuando nos hayamos “capacitado” hasta donde
es necesario, seremos convocados para adelantar las obras de la Nueva
Jerusalén.
Si sacamos una butaca a la puerta de la casa y nos sentamos
a esperar, estaremos dilatando, (no siendo constructores) la llegada del Reino -seremos parecidos a Jonás que hizo su cabañita en las afueras de ninive, para tener su palco exclusivo, desde donde contemplar el bombardeo y refocilarse con la destrucción-:
No va a venir mágicamente, estamos llamados a ser co-participes de su
advenimiento, obreros diligentes en la siega de esa gigantesca mies.
Que no se nos vuelva el “Padre nuestro” una impostura, una
repetición mecánica y nada sincera. No podemos garantizar que le hemos dado al "Padre nuestro" el sentido verdadero con el que nos lo enseñó Jesús. Sus
discípulos le pidieron que les enseñara a orar como Juan les había enseñado a
sus discípulos; pero, quizás lo que Jesús quiso fue darnos un esquema, una
especie de boceto general y nosotros lo hemos venido repitiendo como cantinela
mecánica sin comprometernos con él. A veces nos sentimos culpables porque
nuestros esquemas de catequesis pactaron totalmente con el aprendizaje
memorístico y no encontraron ningún espacio para “profundizar” en la mística
profunda de esta oración. Los intentos más esforzados no han sobrepasado la
barrera de “dígalo muy despacio, sintiendo lo que quiere decir”.
Maestros orantes han recomendado no tomarlo en su totalidad
sino poner -por ejemplo- cada semana una sola “frase” y contestarnos:
a) Que
quiere decir esa frase.
b) Me
comprometo con lo que “comunica”
c) Como
podría ser más fiel a Jesucristo en este aspecto.
Cualquier método se puede quedar corto si se mecaniza y se
reduce a repetitividad. Hay que hacer un verdadero esfuerzo por vitalizar esta
preciosísima herencia que nos ha legado Jesús.
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