Rm 4, 20-25
Vale
la pena auscultarnos, mirar seriamente esa fe profunda, intensa, firme que
aseveramos en Jesucristo que se entregó por nosotros -enteramente- en la cruz y
que Resucitó para ser el basamento de nuestra fe. Pero, hay que entender, muy
claro, que la fe no consiste en aprender de memoria esta declaración (dogma) y
ser capaces de repetirlo (estuvimos a punto de escribir “regurgitarlo”) en
cualquier momento. La fe es una experiencia que nos lleva, de ese enunciado, a
una vida coherente con él. Vamos a relatar una parábola, que lo ilustra, y que
lleva por título “el Andinista”:
Cuentan que un alpinista
desesperado por conquistar el Aconcagua, inició su travesía, después de años de
preparación, pero quería la gloria para él solo, por lo tanto, subió sin
compañeros. Empezó a subir y se le fue haciendo tarde, y más tarde, y no se
preparó para acampar, sino que decidió seguir subiendo decidido a llegar a la
cima y le obscureció.
La noche cayó con pesadez en la
altura de la montaña, ya no se podía ver absolutamente nada. Todo era negro,
cero visibilidad, no había luna y las estrellas estaban cubiertas por las
nubes. Subiendo por un acantilado, a sólo 100 metros de la cima, se resbaló y
se desplomó por los aires… Caía a una velocidad vertiginosa, solo podía ver
veloces manchas más oscuras, que pasaban en la misma oscuridad y la terrible
sensación de ser succionado por la gravedad.
Seguía cayendo… En esos
angustiantes momentos, le pasaron por su mente todos sus gratos y no tan gratos
momentos de la vida. Pensaba que se iba a morir, más, de repente, sintió un
tirón muy fuerte que casi lo parte en dos… Sí, como todo alpinista
experimentado, había clavado estacas de seguridad con candados a una larguísima
soga que lo amarraba de la cintura. En esos momentos de quietud, suspendido por
los aires, no le quedó más que gritar: “¡AYÚDAME, DIOS MÍO! ¡AYÚDAME, DIOS MÍO!
De repente una voz grave y profunda
de los Cielos le contestó: “¿Qué quieres que haga?”.
- ¡Sálvame, Dios mío!
- ¿Realmente, crees que te puedo
salvar?
- Por supuesto, Dios mío.
- ¡ENTONCES CORTA LA CUERDA QUE TE
SOSTIENE!...
Hubo un momento de quietud y de
silencio. El hombre se aferró a la cuerda y reflexionó.
Cuanta el equipo de rescate que al
otro día encontró colgado al Alpinista congelado, muerto, agarrado con fuerza a
la cuerda… A DOS METROS DEL SUELO.
El
mérito de Abrahán, consistió en no haber cedido a la incredulidad, tan
absolutamente convencido que Dios cumple todo lo que promete. Esa certeza,
aplicada a su vida, en cada paso, en cada decisión, en todo cuanto se le iba
presentando, ἐλογίσθη αὐτῷ [elogisde auto] “le fue tomado en
cuenta”, “se le valió”, “le fue contado”. En cada paso de su vida, “cortó la
soga que los sostenía”.
Urge
añadir que esa justificación obtenida no es de carácter moral, sino de armonía
con la Divinidad, de amistad, de Alianza; es, lo que hoy llamaríamos, “plenitud
de Comunión”. Pensándolo bien, fe no es creer “lo que no vemos”, es ser conscientes
de aquello que sabemos a través de “los sentidos espirituales”. No se trata de “llevarle
la idea a Dios”, sino de descubrir su Presencia y su Acción en la historia. Sin
contar con poderosos y sensibles “detectores de diosidad”, sino porque nos
fijamos bien y lo “Escuchamos”.
Sal Lc 1,
69-70. 71-72.73-75
Hay
ojos de la fe como hay también ojos ciegos, sin fe; hay oídos capaces de
“escuchar” la voz de Dios -que nos habla de tantas maneras y no siempre con voz
grave y profunda, con una voz solemne o estertórea- sino a veces con voz
sencilla, infantil, quizás- y, “cortar la cuerda”.
Nuestra
perícopa de hoy, nos habla de esa dificultad que tiene que vencer la fe para
que sea fe de verdad, fe madura. La perícopa está tomada del Benedictus, que
tiene 14 versículos Lc 1, 67-80, y, de ellos se han entresacado 8, para formar
el Salmo de hoy. El verso responsorial es el versículo Lc 1, 68. Es Zacarías
que fue probado en la fe y trastrabilló, y quedó enmudecido; el Benedictus,
será lo primero que diga, al recobrar el habla.
Este
poema entremezcla dos planos: haciendo pie en el Antiguo Testamento, agradece
por el pasado con todo su conjunto Teofánico; y, tiene además un valor
profético, porque es vaticinio de un mañana, que nosotros en Jesús, ya podemos
pregustar. Ahora que ve en Juan, su hijo, el cumplimiento de las promesas, su
propia experiencia de vida, le permite “cortar la soga”, y caer en la mullida
red, que ya le deja testimoniar que, toda la Promesa Mesiánica -el retoño de
Jesé- se cumpliría en Jesús, que Santa Isabel ya había presentido en la
Visitación.
Cuantas
y cuántas pistas nos había ido dejando Dios-Padre para que lo aguardáramos con
confianza y con ternura, a Él que nos ama desbordantemente, y que emana Poderío
Salvador.
Los
enemigos trataban de acorralarnos por doquiera y de hundirnos en su oscuridad,
pero la Luz de cristo ha venido a iluminar y a vencerlos. Si hay fe, no
creeremos tantas patrañas que nos muestran que todo está perdido y que no queda
ninguna esperanza, y que Dios se ha demorado, porque no va a venir.
La
Alianza ha sido quebrantada, entonces ¡ya Jesús no tiene ningún compromiso con
nosotros! Falso de toda falsedad, Jesús no condiciona su “juramento” a que
cumplamos, más bien se compadece de nuestra debilidad que siempre es presa
fácil del Engañador; pero, no por eso nos abandona, sino que centuplica su
Favor, ya lo había dicho San Pablo: “… donde abundó el pecado, sobreabundó la
gracia; y así como reinó el pecado en la muerte, reine también la gracia que
nos trae justificación y vida eterna por medio de Jesucristo nuestro Señor”,
como lo veremos mañana en la Primera Lectura.
A
nosotros nos fastidia que hayan inculcado la religiosidad, durante siglos,
pasados en un miedo que estaba tachonado de susto, de intimidación; cuando el
“temor de Dios” no es esclavitud, es libre opción por lo que uno tanto ama; el
único temor es que le fallemos, la única angustia es que no logremos que Él
-que no crece ni decrece por nuestros altibajos- pueda estar orgulloso de sus
hijos, que se ha adquirido -adoptivamente- en la Sangre de su Hijo. ¡No porque
estemos asustados! ¡No! Sino porque anhelamos vivir y convivir con nuestros
hermanos, solidariamente y sinodalmente en Justicia y Santidad ante su Mirada.
Lc 12, 13-21
No sea que cuando comas
hasta hartarte, cuando te edifiques casas hermosas y las habites, cuando se
críen tus reses y ovejas, aumente tu plata y tu oro y abundes de todo te
vuelvas engreído y te olvides del Señor tu Dios, que te sacó de Egipto, de la
esclavitud…No pienses, por mi fuerza y el poder de mi brazo me he creado estas
riquezas.
Dt 8, 12-14. 17
Para
nosotros -en la perícopa del Evangelio que se proclama hoy- hay una palabra
clave, es la palabra πλεονεξία
[pleonexia] “codicia”, esta
palabra está formada por otras dos que significan poseer / muy numerosas cosas;
por eso seguramente fue que Jesús, para ser muy claro, dijo que nos guardáramos
de toda clase de codicia, porque, por lo general, cuando hablamos de codicia,
solo tomamos en cuenta la avidez del dinero, pero hay otras clases de pleonexias,
-el protagonista de la parábola quería poseer varios graneros más grandes,
quería comer como un buen glotón, beber como vil borrachín, banquetear como
desmandado epulón y descansar como flojo holgazán; definitivamente, poseer
numerosas cosas que le garantizaran una acomodada y muelle vida.
¿Tiene
eso algo de malo? ¡Adivinen adivinadores! ¿qué es lo malo de esta pleonexia?
¿Por qué el anhelo de cosas es tan dañino? Y, todavía hay más, ¿por qué
la pleonexia podía interesar al Señor, a tal punto que, le consagrara esta
prevención que nos hace en la perícopa de hoy?
Porque
el exceso de cosas ocupa todo el espacio y no deja ningún campo para Dios,
-que, dicho sea de paso- merecería y tendría derecho a todo el espacio de
nuestra mente y de nuestro corazón. ¡He aquí el quid del asunto! Por ejemplo,
el coleccionista, no tiene un instante que cederle a la vida espiritual, porque
está atafagado contando y contemplando la completitud de su colección; y, lo
que pudiera quedar por ahí de su buen sentido, está ocupadísimo, atento a la
posible puesta al mercado de algún otro espécimen coleccionable que a él le
pudiera faltar. Y, recuerden el contundente lema de Jesús: ¡Allí donde está tu
tesoro, allí estará tu corazón! (cfr. Mt 6, 19-23). Esas pleonexias son las que
enferman el ojo, afectando el corazón. La pleonexia es el virus capaz de
enfermar toda la salud, y lo más grave, enfermar el alma.
El
hombre rico que Jesús pone como ilustración, para explicar que uno no puede
sentirse asegurado por sus muchos bienes, pone por delante sus “propiedades”,
habla -enumerando- de:
a) Mi cosecha,
b) Mis graneros,
c) Mi trigo
d) Mis bienes
Con
su discurso, y el uso de los pronombres posesivos, pone en evidencia que no
tiene un centro propio, su centro está “afuera”, está en las cosas que él
arruma, en torno suyo, como formando una barricada de protección; él no tiene,
en cambio, un Padre-del-Cielo, ni unos hermanos en la tierra; está bloqueado,
obstruido en la soledad de sus acopios. Cuando esté totalmente atascado detrás
de sus posesiones, estará más solo que nunca, aun cuando después se mimetice y
quiera hacerse pasar por “otro como cualquiera”, cosa que muy probablemente hará
si con ello puede acumular otro peso.
Jesús,
para construir el Reino, no nos propone la soledad, ni el cenobio, nos propone
hacer comunidad y cultivar la sinodalidad.
Tampoco
es sano promover el mito de la “muerte” como igualadora de todos bajo el mismo
racero, muchos predican este socialismo del cementerio para abrir una ventanita
hacia el más allá, argumentando que “todos en la muerte son iguales”: al
afirmar tal cosa, estamos diciendo que todos tendrán el mismo “último destino”;
y sabemos de sobra que para nosotros los creyentes católicos hay -como mínimo-
tres destinos posibles: Cielo, Purgatorio e Infierno, o sea que en realidad, si
llevaremos algo (no algo material), y será todo el bien que hayamos hecho en vida,
por eso nos gusta considerar la vida aquí en la tierra como un campo de
entrenamiento para empezar a “hacer pinitos” en las técnicas para vivir en una
sociedad perfecta -sin ningún tipo de “pleonexias”-, que es la que llamamos
Cielo.
Este Evangelio requiere ser meditado muy a fondo porque habitamos una cultura muy poderosa y tradicionalmente apoyada en la idea de la “retribución”, con mitos especializados en mostrar los “premios” celestiales para los que “diezmen” a cabalidad. Y, muchas sectas medran al amparo del anuncio de “fortuna” y “suerte” venida del Cielo, directamente para sus miembros. No pocos de nuestros fieles caen en eternos ciclos de novenas y estampas, imágenes y otros “rituales”, lindantes con la magia y la superstición, y, “devociones populares” que el comercio abona con adecuados y abundantes artículos que lucran sus arcas y “no le hacen mal a nadie”, lo que pasa -nos dicen aclarándolo todo- es que ¡a ustedes le falta fe!
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