Jr 15, 10. 16-21
Profeta es el que habla en nombre de Dios. No hablan en nombre propio,
no trasmiten sus ideas o sus conceptos, ni criterios, sino que son los heraldos
que pregonan lo que Dios quiere decir a su pueblo. Así nos presenta su caso
personal el profeta Jeremías. Como si Dios lo hubiera arrollado y a él le
hubiera sido imposible resistir (Jr 20, 7-18)
Ernesto Bravo
El profeta es perseguido, es aprisionado, se procura
silenciarlo por todos los medios: verdaderamente es un personaje molesto, los
que tienen la cacerola por el mango no saben qué hacer con él. Encarcelarlo en
el fondo de un pozo hasta que el olvido haga su trabajo... Uno de los sitios
donde se desatan estas trampas y se instalan es en le tierra natal. Con
Jeremías pasa eso: en Anatot, precisamente, se busca acallarlo con represión
exacerbada:
“Y yo que estaba como cordero manso llevado al matadero, sin
saber que contra mí tramaban maquinaciones: ‘destruyamos al árbol en su vigor. Borrémoslo
de la tierra de los vivos, y su nombre no vuelva a mencionarse’” (Jr 11, 19)
Y le suplica a Dios que pueda ver la venganza de su causa,
que Dios los castigue, y que él sea testigo de su desquite. Sin embargo, Dios
no parece escuchar esta clase de ruegos. Brota, entonces, el interrogante de
los labios de Jeremías: ¿Por qué a los malos les salen bien las cosas? ¿Por qué
la alevosía prospera? (Jr 12, 1-5)
De nuevo, parecería que Dios no repara en esos pormenores. Dios
está enfocado en la situación de Jerusalén, que -tiempo atrás- había sido gobernada
por Manases -hijo y sucesor de Ezequías- rey de Judá, corregente entre 697 y
687 a. C., y soberano entre 687 y 642 a. C. el capítulo 15 lo presenta como el
responsable de las calamidades que azotaban a Judá porque llevó una vida
pecaminosa y dejó el germen latente que condenó al sufrimiento a las varias generaciones
venideras: el bien o el mal que obramos será la heredad de nuestros hijos,
nietos y generaciones sucesivas. Nosotros dejamos puestos los rieles por los
que el tren de la historia correrá.
Que hace el profeta -estamos hacia el 596 a.C-, intuye de qué
será la cosecha mirando las semillas que duermen bajo tierra y de la cual
despuntan las plantitas y se asoman los botones. La tarea del profeta, no es
-pues- la de ofrecer que de los abrojos nacerán frondosos frutos. Y, ahí
sobreviene la crisis del profeta: su dicotomía consiste en suavizar los
augurios, o simplemente decir lo que le corresponde. Fidelidad al mensaje o
demagogia.
Y Dios se lo permite: le ofrece que deserte de su milicia,
pero tiene que arrostrar que el encargo es separar la escoria del metal puro, desenmascarar
las desviaciones, denunciar con las Palabras que Dios mismo le pondrá en los
labios. Y Jeremías opta por la fidelidad y responde con valentía a la vocación
otrora aceptada.
Estará bajo el cuidado tutelar del propio Dios, pero no lo
satisfará con venganzas, que Él es Dios-que-vela, no carcelero, ni mucho menos mercenario
o verdugo a sueldo: pero sí es Dios que cuida, Dios que defiende, Dios que
provee. Dios que nos rescata del puño violento que quiere constreñirnos.
«El Dios de Jeremías es tierno y lleno de amor, pero exigente
y firme a la vez. Escucha y acompaña en el dolor, pero exige, a su vez,
fidelidad en los momentos difíciles. Pide apertura, disponibilidad, confianza y
abandono total en sus manos. Él no promete comodidad, sino ayuda y fortaleza» (José
Luis Caravias sj.).
Sal 59(58), 2-3. 4. 10-11. 17. 18
Hacia el 992 a.C. Saúl andaba persiguiendo a David. Se piensa
que David habría escrito este salmo en aquella época. Saúl había puesto la casa
de David bajo vigilancia para atraparlo en caso de que volviera por allí.
David le ruega a Dios que lo salve de sus enemigos, que lo
persiguen y quieren borrarlo de la historia. Porque hay gente que con crueldad
se ensañan en acosarlo y busca -a toda costa- matarlo.
Y, David se declara víctima inocente de esta persecución y amenaza.
Él tiene que aplicarse a guardar su alma porque el enemigo quiere separarla de
su cuerpo. Le ruega al Señor que mande su protección por delante, y provea de
antemano su providente defensa, antes que el enemigo se explaye con su criminal
y sanguinaria vehemencia.
David ya previamente pone su boca al servicio de la alabanza,
porque Dios ha sido su protección y alcázar.
Llama a Dios “Fuerza mía”, consciente que ha sido Dios su
refugio, y que él ha sobrevivido por el cuidado de Dios que le ha provisto como
segura escolta.
Aun cuando el peligro le tiende emboscada constante, Dios no
se fatiga de ofrecerle refugio y defensa.
Mt 13, 44-46
Las parábolas del Reino que Mateo presenta aquí, son siete.
1)
La parábola de las cuatro diversas
clases de suelo
2)
La del Trigo y la cizaña
3)
La de la Semilla de mostaza
4)
La de la Levadura
5)
La del tesoro oculto
6)
La de la Perla
7)
La de la variedad de peces unos valiosos
y otros insignificantes, pura fruslería
Hoy veremos la quinta y la sexta: 5ª) la del tesoro escondido,
y 6ª) la de la perla.
¿De qué se tratan estas dos parábolas del Reino? El Reino
pasa por la esquina de nuestra vida, pero nosotros podemos estar adormilados,
pensando en otra cosa, y podemos emprender ninguna acción que se beneficie y
aproveche esa “oportunidad”.
La señal puede ser leve, casi imperceptible, pero allí está. ¡Y
el corazón lo sabe! Entonces, ¿por qué la dejamos pasar e ir? Porque el corazón
se ha vuelto duro, acerado. ¿Eso es maldad innata? ¡No! Eso era lo que nos
explicaba Jesús en la parábola anterior, mientras descansamos, en la oscuridad
de la noche, viene el Depravado y siembra la cizaña, puede ser una aparentemente
inofensiva desorganización en la jerarquía de valores, algún “ídolo” se ha
puesto a la cabeza de nuestros afanes, de nuestros intereses, de nuestros anhelos.
El Malo ha entreverado una “falacia” que -de la noche a la mañana- nos parece
tan legítima, tan normal, tan válida. (recordemos -a manera de ejemplo- la
aparente hermosura del “fruto prohibido” que engañó a Eva).
Y lo que descubrimos tan “arduo” -que nos parece mucho pedir-
es que la parábola nos habla de “venderlo
todo”, inclusive los espejismos a los que tanto apego les tenemos.
Parece injusto. Muchos se interrogan por qué el Señor no nos
insiste más, o nos muestra de manera más impactante su Presencia y la oferta de
su Abrazo. Y la respuesta es bastante sencilla: Lo cierto es que Dios se pasa
toda nuestra vida, también desde antes de nacer, adiestrándonos para distinguir
su “oferta”. Por muy diversos canales e instrumentos, nos sensibiliza y si Él
parece pasar de largo, es sólo porque el rechazo -de nuestra parte- ha sido tan
contumaz, que si pasa y se aleja es porque lo hemos herido tan hondamente con
nuestra reacción de descrédito.
El Reino, como es Reino de Jesucristo, también sufre
persecución y menoscabo.