Esposo
de la Bienaventurada Virgen María
2S
7, 4-5a. 12-14a. 16
La
perícopa de hoy es el núcleo de la promesa Mesiánica. David quiso construir una
vivienda estable para el Arca de la Alianza y darle “Palacio” a la Shekina;
pero Dios le ofrece que no será Él, sino su descendiente el que construirá un
Templo para el honor de su Gloria.
El
punto está en que, para Dios, al referirse a “casa” no se refiere a una
edificación de ladrillos y piedras, de muros y columnas; Dios al hablar de
“casa” quiere decir, un linaje, una descendencia, alguien salido de sus
entrañas. El Templo tiene un valor “sacramental” de este pacto que coloca a
David en el ápice de la descendencia con la cual llegará el Mesías a habitar
con nosotros, ¡por siempre!
Y
la relación que Dios le ofrece es una relación Paternal donde el nuestro es el
rol filial.
Hay
un decir popular que tiene sonora y ecoica resonancia y que se refiera
precisamente a la paternidad dónde se es padre, no sólo por engendrar sino
sobre todo por criar, el que acompaña el proceso de crecimiento de la persona y
lo va aconsejando, sirviéndole de modelo de vida y cuidando lo necesario para
su sustento y toda su manutención: este es San José, del linaje de David.
Sal
89(88), 2-3. 4-5. 27 y 29
Todas
las pistas apuntan en el sentido que este es un salmo escrito durante el exilio
y reflexionando sobre el aparente abandono de Dios a su pueblo: esto es lo que
uno puede pensar de buenas a primeras cuando atraviesa por una situación
crítica, como le pasaba a los judíos llevados a Babilonia en exilio. Un
razonamiento desconfiado y dudoso en el encrespado oleaje de la tormenta,
llevado lejos de la tierra que el Señor les había dado como territorio propio.
Sin
embargo, y en esto no se puede dejar de insistir porque está en la esencia de
la fe, entender que los temporales no son eternos, que después de las tormentas
sobreviene la calma, y, sobre todo, que la Palabra de Dios es fiel y firme y su
Promesa para cono nosotros no será defraudada. Todo puede pasar más no la
Misericordia de Dios que nunca se olvida de nosotros.
Dios
selló una Alianza con David, la de darnos un Mesías, y con Él un “linaje
perpetuo” y el propio Dios fundamentará su Trono para que no pase, sino que
perdure.
A
Dios lo invocamos como Padre, pero también como Roca de Salvación, y no será en
vano la invocación, porque el Señor nos mantendrá estable Su Favor.
Dios
es fiel, y tendríamos que repetírnoslo como una jaculatoria constante para
metérnoslo en las venas y en la sangre, y apoyarnos en su Lealtad.
Rm
4, 13. 16-18. 22
Este
perícopa neotestamentaria, tomada de San Pablo a los Romanos, nos habla de las
coordenadas de la fe. La fe no es alguna especie de esfuerzo que el ser humano
hace, no es una tarea o una carga que vamos llevando de un lado a otro, como el
que carga un fardo. Hay un factor decisivo en la caracterización de la fe y es
su gratuidad. No hay que hacer
absolutamente nada para tenerla, sólo hay que aceptarla con su rasgo
fundamental de ser “obsequio”. La fe sólo requiere la apertura para recibirla y
dejarla que nos impulse y nos lleve. Algo así como recibir una batería, dada
personalmente por Dios, para que al ponérnosla, funcionemos correctamente,
afinados en sintonía con Dios.
Ningún rey se salva por su gran
ejército,
ni se salvan los valientes por su mucha
fuerza;
los caballos no sirven para salvar a
nadie,
aunque son muy poderosos no pueden
salvar.
Pero el Señor cuida siempre
de quienes lo honran y confían en su
Amor.
Sal 33(32),
16-18
Tomemos
de este fragmento salmico solo una palabra para deducir de ella la sustancia
esencial de la fe: יָחַל [yachal] “confiar”, “esperar pacientemente”. (Gran parte de la
fe es la espera sin apremio, aguardando los tiempos de Dios, los ritmos de su
Misericordia).
A
veces se tergiversa y se presume que Abrahán ganó la fe por medio de la
circuncisión, y el derramamiento de sangre le habría comprado la fe. No hay
tal. La circuncisión fue el gesto de apertura, de aceptación, de puesta en Las
manos del Señor. No fue paga, fue “entrega”, “acatamiento”, “voluntaria
sumisión”, por parte de Abrahán.
El
legalismo no es malo, es excesivo y mitificante porque la Ley por sí misma no
alcanza la justificación. La justificación es un Cobijo Divino que se alcanza
por la fe. La ley tiene el defecto de ocultarnos la Bondad de Dios si la
ponemos como vía para llegar a la Promesa.
Tampoco
se puede reducir la fe a la memorización de “dogmas”, los dogmas -aun cuando
nos hablan de Dios, son cosificantes porque los dogmas son cosas, no personas.
Este enfoque de la fe, cae en la juridicidad estrecha que remite a la
“posesión”, le ley se edifica entonces como un concepto ligado a la idea de
“ser dueño de”. Como si Dios y la fe fueran cosas, productos, mercancías.
En
cambio, los dogmas, y toda la dogmática, no tienen sentido sino vistos desde la
gratuidad. Ellos nos han sido dados para constituir un retículo que avala le
relación con Dios por Jesús, el Hijo, expresión Encarnada de Dios -y, por lo
tanto- también Dios. No son cosas, son las venas que van y vuelven a una
relación personalizada con Jesús, nuestro Hermano, que nos integran en el
cuerpo Místico.
Como
son elementos vitales de la fe, son dones en gratuidad y diremos de ellos que
son Gracia. Y -como lo dice muy claramente la perícopa- “como todo depende de
la fe, todo es Gracia; así la promesa está garantizada para toda la
descendencia”.
Pero
esta manera de entrar en la descendencia no se produce por vía consanguínea,
sino que circula por el retículo de la fe. Ya se ha dicho, es “confianza” en
acción, y por la fuerza de esa confianza hemos llegado a ser familia, todos del
linaje Abrahamico bajo cuya paternidad hemos entrado a ser familia, según la
Promesa.
Mt
1, 16. 18-21. 24a
En
esa misma línea, la paternidad de José no se da por el eje consanguíneo, sino
que es “obsequio”, esta paternidad -como pasa en las adopciones- hace del
vínculo algo más profundo, es aceptar, es “acoger”.
Antes
de esta perícopa, hay otra -de carácter genealógico, donde lo dominante es el
hecho de “engendrar”, pero al llegar aquí, se menciona al papá de San José que
también los engendró, pero luego se revienta este tipo de enlace -de padre a
hijo por engendramiento y se inaugura el férreo vínculo: ser padre porque era
el esposo de María. Y -a continuación, entra en detalles: “El nacimiento de Jesucristo
fue de esta manera”.
Hace
esto inferior a José en cuanto a paternidad. ¡No! Lo hace mayor, porque Jesús
-por José- era del linaje de David.
José
no había convivido con María cuando ella apareció en espera del Hijo, por obra
del Espíritu Santo. No explica más, no da vueltas sobre el tema, no justifica
ni saca hipótesis como cuando hay una deuda real y se entra a explicarla. Aquí se dan los hechos y no hay nada que
justificar, Dios ha obrado y Dios en su Triple Santidad no necesita ni es
posible explicarlo.
José
responde al Paso que ha dado Dios el hacerlo coincidir históricamente con
María, y ese paso es obrar con Santidad, hacer como hacen los “justos”,
defender, proteger, no aceptar denuncias, no ser vehículo de algún mal para el
“prójimo”. Dios entonces le da la explicación -la que puede entender un ser
humano. Pero ahí sí, lo que acrecienta a San José, es su inmediato acatamiento,
si obediencia sin pedir más aclaración.
Pero
con carne de hombre lo decimos, es más que suficiente aclaración decirle que lo
nombre Jesús, porque él, como buen hebreo bien sabía que el Nombre planifica la
existencia y define a la persona, y que aquel Nombre era una explicación que ya
le decía Su Identidad Mesiánica: “YHWH salva”.
Todavía
hoy siguen esperando un “gran guerrero”, ¡que manía tan violentológica! Un
movimiento especificativo que hace Dios, sobre el cual no se ha considerado lo
suficiente, pero que era muy clarificador: Dios no les dice que los libertará
de los romanos o de tal o cual gobierno; Dios le dice que este Mesías romperá
definitivamente una dictadura: será ¡Libertador del Pecado!
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