Jer
7, 23-28
Hay
perícopas que corren el peligro de quedar como árboles flotando en el vació.
Hay que bajarlos y sembrarlos, aun cuando sea en una matera. Por eso vamos a
dar dos versículos previos que nos ayuden a co-textualizar:
Tú
no pidas por este pueblo ni eleves por ellos súplicas ni oraciones, ni me
insistas más, porque no te escucharé. ¿Es que no ves lo que ellos hacen en las
ciudades de Judá y en las calles de Jerusalén? (Jer 7, 16-17).
El
Señor nos da una “orden”, y esa orden es la “Escucha”. Pero nosotros estamos
insertos en una cultura predominantemente “visual” donde las imágenes nos son
presentados a manera de desbarranque, de bombardeo, de derrumbe, de alud. Caen
y caen imágenes que no podemos ni siquiera verlas, porque pasan raudas por
delante de nuestros ojos, sin darnos tiempo a compaginarlas, a digerirlas, a
compararlas, menos a retener algo de ellas. Es lo que se ha llamado
“contaminación visual”.
Los
sentidos y el propio cerebro se han habituado a este tipo de descargas, que nos
parece natural que todo pase y que nada pase. Con semejante desenfreno
eidético, el oído se ha vuelto un sentido “lerdo”, “pesado”, “demorado”,
“aburrido”. Lo que oímos nos parece vano, si la imagen visual es tan rica y a
la vez tan instantánea, el oído -en cambio- es exigente, nos apremia atención,
esfuerzo, análisis, comprensión, examen exhaustivo: ¿Y todo eso, para qué?
El
oído ha devenido un sentido hipnótico, soporífero, arrullador. ¿Y Dios nos pide
“escucha”? Eso es absurdo, pertenece a una cultura pretérita, remota, caduca.
Cerramos los ojos y nos amodorramos.
¡Lo
cierto es que el Señor nos pide “escucha”!
Esto
nos hace pensar en aquellos que exigen imágenes en el libro, las exigen y no
leen -a lo sumo- los pies de ilustración. Si el libro carece de ilustraciones,
tiene cavada su fosa en el más oscuro rincón del fin del mundo.
¿Y
Dios nos pide “escucha”? ¡Y aún más! Que escuchemos y que sigamos por el camino
indicado con esas pa-la-bras-tan-com-pli-ca-das-que-na-die-las po-dría-en-ten-der.
Después
de sacarlos de Egipto, quiso conservarnos la Amistad y envió Nuevos
Interlocutores que nos entregaran Su Palabra: los profetas. Y nosotros, nada,
más sordos que tapias, la voz de los profetas nos resultaba un zumbido ininteligible
e insoportable, un barullo penetrante rechinando en el centro del cerebro.
¡Pero
eso sí! Tercos y contumaces, porfiando que no se entiende, que está muy
enredado, que está en un lenguaje pretérito, obsoleto, arcaico.
¡No
queremos escarmentar! ¡Endurecemos la cerviz! Y el Señor le manda a Jeremías,
que aun cuando seamos sordos como tapia, nos siga predicando, aun cuando no
vamos a “escuchar”
Llegados
a esa encrucijada cuál es la misión del profeta: Desenmascararnos. Demostrar
que Dios nos enseñó, pero nosotros no quisimos aprender.
Si
damos un somero repaso a la biografía de Jeremías, encontramos lo lejos que lo
llevó el cumplimiento estricto de la Misión encomendada. Él anunciaba,
proclamaba, denunciaba de noche y de día, por activa y por pasiva, ¡cómo sería
que lo apodaron Magor missabib (nombre dado a Passhur) “terror
permanente”! Había que desprestigiar el profeta, para ridiculizarlo le dan ese
apodo: “cantor de tragedias”, “sólo calamidades”.
Sal
95(94), 1-2. 6-7c. 7d-9
Este
es un salmo de la Alianza. Lo lógico es que Dios que dio cosas tan buenas,
reciba de nosotros loas de gratitud. Vayamos al Templo proclamando su Alabanza
con himnos y cánticos.
Y
postrados pronunciemos nuestras bendiciones al Creador, que no se limitó a
crearnos, sino que nos constituyó su pueblo, y nos cuida como a las ovejas de
su propiedad.
Hay
un lugar geográfico que retrata nuestra desgracia y nuestra ingratitud Masa y
Meribá, porque siempre estamos exigiéndole a Dios Milagros, lo ponemos a
prueba, lo retamos para que haga lo que nos place.
Nosotros
seguimos adelante con nuestra cerrazón, con nuestra contumacia. Pidámosle al
Señor una Alianza Nueva, pero antes de pactarla, que nos haga un trasplante
cardiaco: al corazón de piedra, de duro pedernal, nos lo cambie por uno tierno,
dulce, suave, grato a las Palabras que pronuncia YHWH.
Todo
el Salmo quiere prevenirnos e invitarnos para que no sigamos siendo como los
antiguos que Dios sacó de Egipto con su Potente Brazo, y al que nosotros
correspondimos y seguimos correspondiendo, con ingratitud.
¡Señor,
por Tu Misericordia Infinita, trasplántanos el corazón!
Lc
11,14-23
¿El príncipe del mal
quiere que se imponga la división y la enemistad… ¿hemos vivido experiencias de
mutismo y de dificultad en la comunicación?
Vincenzo Paglia
Hay
un paralelismo entre la pasión de Jeremías y la Pasión de nuestro Señor
Jesucristo. Ambos son aprendidos, pasan la noche en el calabozo, al día
siguiente los carea el rey, -en el caso de Jeremías es Sedecías el que lo
interroga; bueno, en el caso de Jesús no era el rey, sino el representante del
César, Poncio Pilato. La respuesta a la bofetada es: “Si he habla mal, prueba
en qué; pero si he hablado bien, ¿Por qué me pegas?”:
Jesús
hoy nos da una clase de lógica: nos enseña a contra-argumentar. Partiendo de
los argumentos del oponente y sabiendo redirigir las proposiciones, se puede
desenmascarar para que terminen ellos mismos siendo sus propios jueces.
Llegamos
a la conclusión que, es absurda la lógica de que del mismo lado de Jesús
estuvieran las fuerzas Malignas, porque -a todas luces- lo que Él hacía y
decía, desmontaba el imperio del Mal.
No
queda otra que aceptar que la obra de Jesús es realizada con “el dedo de Dios”.
Con el dedo y seguro que, con el dedo meñique, porque se da a conocer que el
poder de Dios es tan grande que no requiere una intervención de todas sus
fuerzas, y le basta usar sólo un dedo.
Continua
el encadenamiento silogístico. Si ha obrado el Dedo de Dios, entonces quiere
decir -incontestablemente- que el Reino de Dios ya ha llegado a nosotros.
¿Qué
nos dice el argumento conclusivo? Si a un hombre “fuerte” viene otro y los
desarma, quiere decir que este último es en realidad más fuerte, su poder sobre
pasa el del anterior. En el caso del Maligno, el poder supremo que lo puede
contener, encadenar, y someter es el poder Divino; Dios ya está actuando y
mostrándonos su Victoria.
Dada
esta conclusión, estamos llamados a hacer nuestra opción definitiva: nos vamos
con el derrotado por un solo dedo, o nuestra opción es por el reino, para Él el
Honor y la Gloria por los siglos de los siglos.
Antes
de abandonar el tema, observemos que aquí han surgido unas voces cizañeras, son
algunos de entre la multitud que dijeron: “Por arte de Belcebú, el príncipe de
los demonios, echa los demonios”. Estos se niegan a reconocer que son hacedores
de maldad. Ahí está el problema de ellos; ellos quieren aplicar su usual
tergiversación, llamar el bien mal, para “meter gato por liebre”, y hacer pasar
su maldad por bondad. La esencia del pecado no está en el mal mismo sino en la
incapacidad para reconocerlo. Por eso -y esa es la pieza dorada de este juego- para
lograr la conversión, lo primero es reconocer que lo que se hace está “mal”,
dotados de este reconocimiento, proceder a transformarnos, tomando lo opción
correctiva.
Sin
embargo, si no podemos mirar el mal a los ojos y encararlo, seguiremos
preconizando la mentira, que no tanto engaña a los otros, como nos conduce a
nosotros mismos de cabeza hacia el abismo.
El
primer paso consiste, entonces, en desengañarnos a nosotros mismos. Y no en
tratar de calzarle el disfraz de Belcebú a otro. Ese otro al que forzamos a
entrar en el disfraz es el “chivo expiatorio” que en todas las historias sigue
cargando con la culpa. Lo que hacemos es seguir crucificando profetas menores
porque ya Crucificamos el Mayor de Todos.
¿Qué
hacemos en las ciudades de Judá y en las calles de Jerusalén? Desparramar
violencia e injusticia.
¿Porque
el demonio hacía muda a su víctima? Para que no lo desenmascarara mostrando su
falsedad. Le conculcaba el derecho a la palabra y a tener voz en su Comunidad.
Por tanto, Jesús lo exorciza. Y, entonces salta a la vista que no estaba con
Jesús, sino contra Él.
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