jueves, 6 de julio de 2023

Jueves de la Décimo Tercera Semana del Tiempo Ordinario



Gn 22, 1-19

Como lo hemos visto, la promesa de Dios para Abraham consistía en llegar a tener una tierra y una descendencia que la habitara. Le estructura del relato, en Génesis, para el personaje de Abrahán es muy interesante: se insiste repetidamente en la promesa, desde cuando aparece el personaje en el capítulo 12, pero sólo hasta ahora, en el capítulo 21, nace por fin ese heredero. Hoy, vemos con asombro, que Dios le pide a Abrahán que le ofrezca en holocausto a su “hijo único”. Tres veces se repite la fórmula: “tu hijo, tu hijo único”.

 

Es cierto que el relato es pasmoso, apenas leído el primer renglón, queda uno choqueado: Dios puso a prueba a Abrahán”. Y de allí no logramos pasar. Uno queda bloqueado con esta enunciación. Uno está pasmado. Realmente esto no se entiende. ¿Para qué se cumplió la promesa si el niño estaba condenado a la muerte temprana? Junto con el elemento de suspenso, que va posponiendo el nacimiento, y luego el énfasis en que es el “hijo único”, pensamos que -casi siempre- queda uno “de una sola pieza”.

 

Cuando por fin nos enteramos que Dios no permitió su muerte, y que Isaac siguió vivo, uno piensa. ¿Para qué se da esta estratagema narrativa? ¿Esta -acaso- Dios jugando con sus lectores? ¿No es esto una desconsideración con el pobre Abrahán? Pero, sólo pensando en suprimir este fragmento, aparentemente descabellado, inclusive absurdo; uno se da cuenta que, si esto no hubiera pasado, Abrahán y toda su descendencia no habríamos podido apreciar lo valioso que fue el nacimiento de este “primer eslabón” de la serie que conduce hasta nosotros.

 

Tomemos por caso, algo frecuente en la vida: una persona se enferma, la vemos muy delicada, el médico da los peores augurios, y luego, “prodigiosamente” la persona sana y puede seguir adelante.  En estos casos la gente suele hablar diciendo que “nació de nuevo”. Si uno no se queda estancado en la expresión -ciertamente apabullante- “Dios puso a prueba a Abrahán”, y sigue la Lectura para -luego mirarla como todo un horizonte- vemos dos cosas:

a)    Dios nunca pensó quitarle a su hijo único.

b)    Lo que Dios si quería era que viéramos todo el espesor del “milagro” de esta existencia que no era sólo la vida de un ser humano, sino el despegue de toda una serie de los que vivimos la fe heredada del llamado a Abrahán.

 

De no haber sido así, no tendríamos consciencia de lo que sería perder al hijo único y, entonces no podríamos entender el Dolor del Padre, que pierde a su Hijo Único, sacrificándolo por nosotros.

 

Sobrepongámonos a la impactante frase inicial, y pasemos a considerar el padecimiento de este padre, subiendo con sus criados y su hijo, su marcha hasta la tierra de מוֹרִיָּה [Moriah] “el lugar previsto por Dios”, lo que llevaría en su corazón, como una espada mortal que dura 100 años ensartada en el alma, él se acerca al Ara Sacrificial, como lo explica con sus propias palabras, שָׁחָה [shacha] a “adorar”, “caer en postración”, “pasar una suma congoja”; como se le encogería el corazón mientras el muchacho iba acarreando sus leños a la espalda, y él -como papá- con un cuchillo y la candelada en sus manos. Dos veces le afirma su “Presencia”, su “Compañía”, le dice “Aquí estoy, hijo mío” (como seguramente estuvo también el Padre, acompañando a su Hijo en el Monte de la Calavera). ¿En qué otra parte de la Escritura podrían haberse consignado la Palabras que Abba le contestó a Jesús, mientras moría en la Cruz?

 

Sal 116(114-115), 1-2. 3-4. 5-6. 8-9

Toda la perícopa se toma del Salmo 114 (según los numeramos en la liturgia), no se toma nada del Salmos 115. Se queda por fuera sólo un verso, el que dice: “Alma mía, recobra tu calma, que el Señor fue bueno contigo”.

 

El salmo nos dice: aquí tienen un motivo más para agradecer. Este 2salvar la vida”, amerita amarlo más. Es, pues, un salmo de Acción de Gracias. Se dan las gracias porque el peligro que se corrió era muy serio, el cuchillo estuvo a punto de volar a la garganta para culminar en decapitación.

 

El Señor no se hace el sordo. El Señor atiende, nos cuida y nos defiende.

 

Ante el riesgo, aun cuando envueltos en sombras luctuosas, persistamos hasta el último segundo clamando, que Dios enviará ángeles para congelar el peligro y desintegrarlo en nada.

 

Ya llegando a la debilidad extrema, ya sintiéndonos desfallecidos, el Señor puede recobrarnos y levantarnos más vitales que antes y más vivos que nunca.

 

¡Que no haya aflicción! El Señor nos ha destinado a pertenecer al país de los vivos por siempre jamás.

 

Oiremos sus amorosos labios pronunciar: “Aquí estoy, hijo mío”.

 

Mt 9, 1-8.



Una de las maneras más usuales y socorridas de inmovilizar las potencias Celestiales es la crítica mordaz, el ataque ofensivo, usar la sencillez contra la fe y -exigir, por el contrario- la espectacularidad. Varias veces en los Evangelios encontramos la acusación de blasfemia dirigida contra Jesús, porque es un conjuro para afirmar que Él no tiene nada que ver con la Divinidad. Es un intento de atacar y bombardear la filiación del Hijo hacia el Padre. Ellos se lo gritan como escarnio, Él lo recoge desenmascarando que sus corazones están invadidos por el mal. No pueden pensar bien, ni ver lo bueno, sólo pueden darle cabida en su pecho el desprecio, el descredito, la puñalada verbal.

 

¿Verdaderamente qué es más fácil de decir? Jesús tiene toda la razón. Es más fácil perdonar, y el perdón contiene un poder sanador inigualable. El perdón nos destranca y nos libera. El perdón abra las puertas, hace caer las cadenas, derriba las murallas, señala -como una flecha de tráfico- la dirección hacia el Cielo. Perdón significa exactamente eso súper-regalo.

 

Pero a nosotros, nos fascina complicar la ruta hacia la vida eterna. Necesitamos lo difícil, lo complicado, lo inalcanzable, lo raro, lo espectacularmente arduo: que es decir “echa a andar”. (Sin darnos cuenta que, aun cuando si es más difícil, para Jesús no hay imposibles: Él lo subdivide en tres pasos (1. Ponte en pie, 2. Coge tu camilla y 3. Vete a tu casa); y lo que era -prácticamente imposible- lo vuelve sencillo, des complicado, alcanzable).

 

Jesús-Dios, porque es el Hijo de Dios, pero que es totalmente hombre -porque así es la Misericordia Divina- ha recibido toda esta facultad liberadora, para que nosotros podemos identificar su Ser-Hijo-de-Dios. Jesús no tenía por qué darles gusto a los escribas criticones, no lo hizo para desmentirlos -como no se puso a desmentir a los que, una vez crucificado le decían “Si eres Hijo de Dios, sálvate a ti mismo” (Mt 27, 40efg)- lo hizo para que nosotros pudiéramos reconocerlo, seguirlo y en ese seguimiento proclamarlo y podernos entregarnos a Él, como hermanos, hijos del mismo Padre. ¡Ese es el Súper-Regalo!

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