Gn 22, 1-19
Como
lo hemos visto, la promesa de Dios para Abraham consistía en llegar a tener una
tierra y una descendencia que la habitara. Le estructura del relato, en
Génesis, para el personaje de Abrahán es muy interesante: se insiste
repetidamente en la promesa, desde cuando aparece el personaje en el capítulo
12, pero sólo hasta ahora, en el capítulo 21, nace por fin ese heredero. Hoy,
vemos con asombro, que Dios le pide a Abrahán que le ofrezca en holocausto a su
“hijo único”. Tres veces se repite la fórmula: “tu hijo, tu hijo único”.
Es
cierto que el relato es pasmoso, apenas leído el primer renglón, queda uno
choqueado: Dios puso a prueba a Abrahán”. Y de allí no logramos pasar. Uno
queda bloqueado con esta enunciación. Uno está pasmado. Realmente esto no se
entiende. ¿Para qué se cumplió la promesa si el niño estaba condenado a la
muerte temprana? Junto con el elemento de suspenso, que va posponiendo el
nacimiento, y luego el énfasis en que es el “hijo único”, pensamos que -casi
siempre- queda uno “de una sola pieza”.
Cuando
por fin nos enteramos que Dios no permitió su muerte, y que Isaac siguió vivo,
uno piensa. ¿Para qué se da esta estratagema narrativa? ¿Esta -acaso- Dios
jugando con sus lectores? ¿No es esto una desconsideración con el pobre
Abrahán? Pero, sólo pensando en suprimir este fragmento, aparentemente
descabellado, inclusive absurdo; uno se da cuenta que, si esto no hubiera
pasado, Abrahán y toda su descendencia no habríamos podido apreciar lo valioso que
fue el nacimiento de este “primer eslabón” de la serie que conduce hasta
nosotros.
Tomemos
por caso, algo frecuente en la vida: una persona se enferma, la vemos muy
delicada, el médico da los peores augurios, y luego, “prodigiosamente” la
persona sana y puede seguir adelante. En
estos casos la gente suele hablar diciendo que “nació de nuevo”. Si uno no se
queda estancado en la expresión -ciertamente apabullante- “Dios puso a prueba a
Abrahán”, y sigue la Lectura para -luego mirarla como todo un horizonte- vemos
dos cosas:
a) Dios nunca pensó
quitarle a su hijo único.
b) Lo que Dios si
quería era que viéramos todo el espesor del “milagro” de esta existencia que no
era sólo la vida de un ser humano, sino el despegue de toda una serie de los
que vivimos la fe heredada del llamado a Abrahán.
De
no haber sido así, no tendríamos consciencia de lo que sería perder al hijo
único y, entonces no podríamos entender el Dolor del Padre, que pierde a su
Hijo Único, sacrificándolo por nosotros.
Sobrepongámonos
a la impactante frase inicial, y pasemos a considerar el padecimiento de este
padre, subiendo con sus criados y su hijo, su marcha hasta la tierra de מוֹרִיָּה [Moriah] “el lugar previsto por Dios”, lo
que llevaría en su corazón, como una espada mortal que dura 100 años ensartada
en el alma, él se acerca al Ara Sacrificial, como lo explica con sus propias
palabras, שָׁחָה [shacha] a “adorar”, “caer en postración”, “pasar una suma
congoja”; como se le encogería el corazón mientras el muchacho iba acarreando
sus leños a la espalda, y él -como papá- con un cuchillo y la candelada en sus
manos. Dos veces le afirma su “Presencia”, su “Compañía”, le dice “Aquí estoy,
hijo mío” (como seguramente estuvo también el Padre, acompañando a su Hijo en
el Monte de la Calavera). ¿En qué otra parte de la Escritura podrían haberse
consignado la Palabras que Abba le contestó a Jesús, mientras moría en la Cruz?
Sal
116(114-115), 1-2. 3-4. 5-6. 8-9
Toda
la perícopa se toma del Salmo 114 (según los numeramos en la liturgia), no se
toma nada del Salmos 115. Se queda por fuera sólo un verso, el que dice: “Alma
mía, recobra tu calma, que el Señor fue bueno contigo”.
El
salmo nos dice: aquí tienen un motivo más para agradecer. Este 2salvar la
vida”, amerita amarlo más. Es, pues, un salmo de Acción de Gracias. Se dan las
gracias porque el peligro que se corrió era muy serio, el cuchillo estuvo a
punto de volar a la garganta para culminar en decapitación.
El
Señor no se hace el sordo. El Señor atiende, nos cuida y nos defiende.
Ante
el riesgo, aun cuando envueltos en sombras luctuosas, persistamos hasta el
último segundo clamando, que Dios enviará ángeles para congelar el peligro y
desintegrarlo en nada.
Ya
llegando a la debilidad extrema, ya sintiéndonos desfallecidos, el Señor puede
recobrarnos y levantarnos más vitales que antes y más vivos que nunca.
¡Que
no haya aflicción! El Señor nos ha destinado a pertenecer al país de los vivos
por siempre jamás.
Oiremos
sus amorosos labios pronunciar: “Aquí estoy, hijo mío”.
Mt
9, 1-8.
Una
de las maneras más usuales y socorridas de inmovilizar las potencias
Celestiales es la crítica mordaz, el ataque ofensivo, usar la sencillez contra
la fe y -exigir, por el contrario- la espectacularidad. Varias veces en los
Evangelios encontramos la acusación de blasfemia dirigida contra Jesús, porque
es un conjuro para afirmar que Él no tiene nada que ver con la Divinidad. Es un
intento de atacar y bombardear la filiación del Hijo hacia el Padre. Ellos se
lo gritan como escarnio, Él lo recoge desenmascarando que sus corazones están
invadidos por el mal. No pueden pensar bien, ni ver lo bueno, sólo pueden darle
cabida en su pecho el desprecio, el descredito, la puñalada verbal.
¿Verdaderamente
qué es más fácil de decir? Jesús tiene toda la razón. Es más fácil perdonar, y
el perdón contiene un poder sanador inigualable. El perdón nos destranca y nos
libera. El perdón abra las puertas, hace caer las cadenas, derriba las
murallas, señala -como una flecha de tráfico- la dirección hacia el Cielo.
Perdón significa exactamente eso súper-regalo.
Pero
a nosotros, nos fascina complicar la ruta hacia la vida eterna. Necesitamos lo
difícil, lo complicado, lo inalcanzable, lo raro, lo espectacularmente arduo:
que es decir “echa a andar”. (Sin darnos cuenta que, aun cuando si es más
difícil, para Jesús no hay imposibles: Él lo subdivide en tres pasos (1. Ponte
en pie, 2. Coge tu camilla y 3. Vete a tu casa); y lo que era -prácticamente
imposible- lo vuelve sencillo, des complicado, alcanzable).
Jesús-Dios,
porque es el Hijo de Dios, pero que es totalmente hombre -porque así es la
Misericordia Divina- ha recibido toda esta facultad liberadora, para que
nosotros podemos identificar su Ser-Hijo-de-Dios. Jesús no tenía por qué darles
gusto a los escribas criticones, no lo hizo para desmentirlos -como no se puso
a desmentir a los que, una vez crucificado le decían “Si eres Hijo de Dios,
sálvate a ti mismo” (Mt 27, 40efg)- lo hizo para que nosotros pudiéramos
reconocerlo, seguirlo y en ese seguimiento proclamarlo y podernos entregarnos a
Él, como hermanos, hijos del mismo Padre. ¡Ese es el Súper-Regalo!
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