2Cor 8, 1-9
En el capítulo 8 de esta segunda carta a los Corintios,
encontramos un escrito Paulino -la sexta carta, escrita a finales del año 55 o,
tal vez, en el año 56, en Macedonia- donde una vez reconciliada la Comunidad
con Pablo, este los llama a hacer efectiva una ayuda que por propia iniciativa
ellos se habían comprometido a dar a la empobrecida comunidad de Jerusalén. La
carta fue comisionada a la mensajería de Tito.
Al principio San Pablo les cuenta que los de
Acaya, a pesar de ser gente básicamente pobre, con gran esfuerzo y asombrosos
resultados llevaron adelante la colecta y sobrepasando todo lo imaginable,
dieron ejemplo de donación entregando hasta su último recurso. Ahora, con la
mediación de Tito, les pide a los de Corintio, apoyar, ellos también
voluntariamente con lo que tuvieran a su bien donar. Les dice claramente que
este aporte que ellos pudieran dar, no es un “mandato”, sino la ocasión de que
ellos deslumbren con su generosidad, dando signos claros e irrebatibles de su
caridad, por su amor de fraternidad.
Aprovecha la oportunidad para poner de relieve
las virtudes que adornaban a los Corintios: quienes se destacaban por su fe, en
la Palabra, en conocimiento, en tesón y en el Amor. Entonces, siguiendo el
magnífico empeño del Señor Jesucristo, apliquen enajenarse de su riqueza hasta
convertirse en pobres, pero ricos en la pobreza que los equipara a Jesucristo.
Poniendo el pie -ellos también- en la huella caritativa del Señor.
Sal 146(145), 1b-2. 5-6b. 6c-7. 8-9a
Este
Salmo es un himno. Un himno que nos convida a dar gracias por todos los favores
recibidos, tanto los cercanos como los lejanos, del pueblo escogido. Nuestra
bienaventuranza radica en fiarnos de la Misericordia Divina. Son seis salmos
que forman el Hallel, así llamados porque estos se inician y concluyen
expresando הַֽלְלוּ־יָ֡הּ [Aleluia]
“Alaba al Señor”.
Además,
se suceden nueve participios hímnicos señalando a Dios como Creador, fiel,
justo, que da pan, que libera, que abre los ojos de los ciegos, que endereza a
los encorvados, que ama a los justos, que guarda a los peregrinos y protege a
los huérfanos y a las viudas. Se toman seis y medio versos -de los 10 que
componen el salmo- para articular esta perícopa.
Es
salmo nos muestra que Dios se preocupa por los “pobres”, por los “pequeños”,
por “los más débiles”. Parece en el fondo un cuestionamiento: y tú ¿de quién te
ocupas? El salmo indica en la dirección de una trasferencia de responsabilidad:
Dios nos entrega a sus desvalidos para que nosotros -en ellos- nos ocupemos de
Él.
Mt
5, 43-48
Continuando
en la misma veta de ayer, nos encara con una comparación radical. Nos había
dicho que nuestra justicia tenía que ser mayor que la de los escribas y los
fariseos (Cfr. Mt 5, 20), si nuestro deseo de entrar en el Reino de los cielos
es sincero. Hoy también nos pone frente a los publicanos y a los gentiles, para
ver si en verdad alcanzamos a obrar -aun cuando sólo sea- un poco mejor que lo
ordinario. Se nos está pidiendo que hagamos un esfuerzo para que nuestro obrar
caiga en la zona de lo extraordinario. En verdad, se espera todo nuestro
compromiso y esfuerzo, porque no se espera que seamos un poco mejor sino τέλειοι
[teleioi] “perfectos”, porque nosotros no queremos ser como otros seres
humanos; para que nuestra Luz resplandezca y para que nuestra salazón dé sabor
a todos, se requiere poner la mira muy alto: nosotros queremos esforzarnos para
parecernos al Padre, cuyo colmo de perfección es que supera toda discriminación
entre “buenos” y “malos” entre “justos” e “injustos”; y, -como Él- queremos que
nuestra dadiva, se done por igual a todos, sin pedir carnets, ni certificados,
ni escudos, ni distintivos, ni escarapelas especiales. Cuando alcancemos estar
por encima de condicionamientos, entonces, obtendremos la cercanía, la Presencia,
estar ante Dios. Valga traducirlo diciendo: Habremos llegado al Reino.
El
Reino ha llegado, si se te entrega la administración del botón que regula el
sol y la lluvia. Y tú, sin reparos, lo activas indiscriminadamente, cuando Dios
manda, y no te paras en censuras. Eso se llama “perfección”.
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